Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo I


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millones de rublos, que, ramificados por diversos canales, regaban copiosamente la industria, saciando a su paso los apetitos de muchos. En la Duma nacional y en la prensa se dieron a conocer algunos de los beneficios de guerra obtenidos durante los años 1915 y 1916: la empresa textil de Riabuschinski, un fabricante liberal de Moscú, figuraba con un 75% de beneficios netos; la manufactura de Tver ¡con un 111%!; la fábrica de laminación de cobres de Kolichuguin, fundada con un capital de 10 millones, aparecía reportando más de doce de utilidades. Como se ve aquí, la virtud patriótica quedaba recompensada espléndidamente, y, además, bastante aprisa.

      La especulación en todas sus formas y las jugadas de Bolsa llegaron al paroxismo. De la espuma sangrienta surgían inmensas fortunas. Que en la capital no hubiese pan ni combustible no impedía a Faberget, el joyero de la corte, vanagloriarse de que nunca había hecho tan magníficos negocios. La Wirubova, camarera de palacio, cuenta que jamás se habían encargado trajes tan caros ni se habían comprado tantos brillantes como durante el invierno de 1915-1916. Los locales nocturnos de diversiones estaban abarrotados de héroes emboscados, de desertores legales y demás caballeros respetables, demasiados viejos para guerrear en el frente pero lo suficientemente jóvenes todavía para gozar de la vida en la retaguardia. Los grandes duques no eran los que menos participaban en aquellas orgías, mientras hacía estragos la peste. Y no había que preocuparse de lo que se derrochaba, pues no cesaba de caer de lo alto una lluvia benéfica de oro. La «buena sociedad» no tenía más que alargar la mano y abrir los bolsillos; las damas aristocráticas alzaban las faldas; los banqueros e intendentes, industriales, bailarinas del zar y de los grandes duques, jerarcas ortodoxos, damas de la corte, diputados radicales, generales del frente y de la retaguardia, abogados radicales, tartufos augustos de ambos sexos, el tropel de sobrinos, y, sobre todo, de sobrinas, todos chapoteaban en aquel cieno amasado con sangre. Todos se daban prisa a robar y a comer a dos carrillos, temerosos de que la benéfica lluvia se acabara, y todos rechazaban con indignación la idea ignominiosa de una paz prematura.

      La comunidad en las ganancias, las derrotas en el frente y los peligros del interior fueron acercando más y más a los partidos de las clases poseedoras. En la Duma, desunida todavía en vísperas de la guerra, se formó en 1915 una mayoría patriótica de oposición, que adoptó el nombre de «bloque progresivo». Proclamó, naturalmente, como su finalidad oficial, la «satisfacción de las necesidades creadas por la guerra». En la izquierda quedaron fuera del bloque los socialdemócratas y los trudoviki4; en la derecha, los grupos francamente oscurantistas, los tres grupos de octubristas5, el centro y una parte de los nacionalistas, entraron en el bloque o se adhirieron a él, al igual que los grupos nacionalistas, entraron en el bloque o se adhirieron a él, al igual que los grupos nacionales: los polacos, los lituanos, los musulmanes, los judíos, etc. Para no asustar al zar lanzando la fórmula de un ministerio responsable, el bloque exigió «un gobierno de coalición, formado por personas que gozasen de la confianza del país». El ministro del Interior, príncipe Cherbatov, definía ya en aquel entonces el bloque progresivo como una «unión pasajera provocada por el peligro de la revolución social». Para comprender esto no era necesaria, naturalmente, una gran penetración. Miliukov, que capitaneaba a los kadetes, y desde ese puesto al bloque, decía en una reunión de su partido: «Estamos sobre un volcán... La tensión ha llegado a su límite extremo. Basta con que cualquier imprudente arroje una cerilla al suelo para que estalle el voraz incendio. Urge más que nunca un poder fuerte, sea el que fuese, bueno o malo».

      Tan grande era la esperanza de que el zar, intimidado por las derrotas, se avendría a hacer concesiones, que, en agosto, la prensa liberal publicó la lista de un proyectado «Gabinete de confianza» con el presidente de la Duma, Rodzianko, de primer ministro (otra versión indicaba para este cargo al presidente de la «Unión de Zemstvos», príncipe Lvov); Guchkov de ministro del Interior; Miliukov, en Negocios Extranjeros, etc. Año y medio después, la mayoría de estas personas, que se habían nombrado a sí mismas para aliarse con el zar contra la revolución, obtenían carteras en el gobierno «revolucionario» provisional. No era el primer caso en que la Historia se permitía bromas de éstas. Menos mal que, por esta vez, la chanza resultó de corta duración.

      La mayoría de los ministros del gabinete presidido por Goremikin estaban tan aterrorizados como los kadetes ante la marcha de los acontecimientos, razón por la cual se inclinaban a pactar con el bloque progresivo. «Un gobierno que no cuente con la confianza del titular del poder supremo, ni del ejército, ni de los municipios, ni de los zemstvos, ni de la nobleza, ni de los comerciantes, ni de los obreros, no sólo no puede actuar, sino que ni siquiera puede existir. Es un absurdo manifiesto». Éste era el juicio que le merecía, en agosto de 1915, al príncipe Cherbatov el gobierno en que él mismo desempeñaba la cartera del Interior. «Si las cosas se organizan de una manera decorosa y se deja una salida —decía el ministro de Negocios Extranjeros, Sazonov—, los kadetes serán los primeros en aceptar el pacto; Miliukov es un gran burgués, y a nada teme tanto como a la revolución social. Además, la mayoría de los kadetes tiemblan ante la perspectiva de perder sus capitales». Por su parte, el propio Miliukov entendía que el «bloque» tendría que hacer «ciertas concesiones». Como se ve, ambas partes estaban dispuestas a entenderse, y parecía asunto concluido. Pero el 29 de agosto, Goremikin, el presidente del Consejo, un burócrata cargado de años y de honores, viejo cínico que se dedicaba a hacer política entre partida y partida de tresillo y se negaba a atender ninguna queja, diciendo que la guerra no era cosa suya, se presentó al zar en el Cuartel General y volvió con la noticia de que todo el mundo debía permanecer en su sitio y las cosas como estaban, excepto la rebelde Duma, que sería disuelta el 3 de septiembre. La lectura del ukase del zar disolviendo la Duma fue acogida sin una sola palabra de protesta; los diputados dieron un viva al zar y se fueron cada cual por su lado.

      ¿Cómo este gobierno, que, según su propia confesión, no se apoyaba en nadie, pudo sostenerse en el poder más de año y medio? Los triunfos pasajeros de las tropas rusas surtieron, indudablemente, su efecto, reforzando la benéfica lluvia de oro. Cierto es que los triunfos en el frente se acabaron pronto, pero en el interior del país los beneficios seguían viento en popa. Sin embargo, la causa principal de que se consolidase la monarquía por una temporada, doce meses antes de sobrevenir su derrumbamiento, residía en la aguda diferenciación del descontento popular. El jefe de la Ocrana de Moscú daba cuenta de cómo la burguesía evolucionaba hacia la derecha empujada por «el miedo ante la posibilidad de que después de la guerra se produjesen revueltas revolucionarias». Como vemos, la posibilidad de una revolución en plena guerra se daba por descartada. Los industriales andaban, además, inquietos por los «coqueteos» de algunos de los directores de los comités industriales de guerra con el proletariado. El coronel de gendarmes Martínov, que, por lo visto, no había perdido el tiempo leyendo por deber profesional las obras marxistas, llegaba a la conclusión de que la mejora relativa experimentada por la situación política del país se debía a «la diferenciación cada vez más acentuada de las clases sociales, en la que se ponen al descubierto de un modo vivo y cada vez más insensible, en los tiempos que corren, los conflictos planteados entre sus intereses».

      La disolución de la Duma en septiembre de 1915 fue un reto lanzado a la burguesía y no a los obreros. Y sin embargo, mientras los liberales se volvían a sus casas vitoreando al zar, aunque, a decir verdad, sin gran entusiasmo, los obreros de Petrogrado y Moscú contestaban al reto con huelgas de protesta. Esto acabó de desalentar a los liberales, que a los más que temían era a que un tercero en discordia se entrometiera en su pleito familiar con la monarquía. ¿Qué posición debían adoptar? Los liberales, con unos cuantos gruñidos tímidos del ala izquierda, optaron por la solución acreditada: no salirse de la legalidad y revelar la inutilidad de la burocracia cumpliendo estrictamente con sus deberes patrióticos. Desde luego, no había más remedio que dejar a un lado, por el momento, la lista de un ministerio liberal.

      Entretanto, la situación iba empeorando automáticamente. En mayo de 1916 fue convocada a otra vez la Duma, aunque, a decir verdad, nadie sabía para qué. No entraba en sus intenciones, ni por asomo, hacer un llamamiento a la revolución. Y no siendo así, no pintaba ningún papel. «Durante este período —recuerda Rodzianko— las sesiones se desarrollaban perezosamente, los diputados asistían a ellas con irregularidad... La eterna lucha parecía no tener ningún sentido, el gobierno no quería