Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo I


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de la zarina. Además, aunque se quisiera, la invención no podría llegar a tanto.

      El 13 de diciembre, la zarina escribe nuevamente al zar, volviendo sobre sus sugestiones: «Todo menos el gobierno responsable con el que sueña insensatamente todo el mundo. Esto está todo más tranquilo y mejor; pero la gente quiere que sientes el puño. ¡Qué sé yo cuánto tiempo hace que oigo por todas partes lo mismo!; a Rusia le gusta sentir el escozor del látigo, lo pide su cuerpo». Aquella princesa de Hesse convertida a la religión ortodoxa, educada en Windsor y coronada con la tiara bizantina, no sólo «encarna» el alma rusa, sino que la desprecia orgánicamente, su cuerpo pide el látigo, escribía la zarina rusa al zar ruso del pueblo de Rusia, dos meses y medio antes de que la monarquía se sepultara para siempre en el abismo.

      La zarina, superior a su marido en carácter, no lo era en inteligencia, sino acaso inferior y más inclinada todavía que él a buscar la sociedad de los simples de espíritu. La íntima y jamás desmentida amistad que les unía a ambos con la Wirubova, una dama de palacio, nos da la medida del calibre espiritual de la pareja autocrática. La propia Wirubova se calificaba a sí misma de tonta, sin que en ello hubiese, por cierto, asomo de modestia. Witte, a quien no se le puede negar el ojo certero, decía de ella que era como «una señorita petersburguesa vulgar y necia, y además fea, con una cara que parecía una burbuja de manteca al derretirse». El zar y la zarina se pasaban horas enteras charlando, consultando los negocios públicos y manteniendo correspondencia con esta mujer, a la que cortejaban servilmente, deshaciéndose en reverencias, los viejos dignatarios, los embajadores y los financieros, y que, aunque tonta, tenía el talento suficiente para no olvidarse de llenar el bolsillo y tener más influencia en la vida política que la Duma imperial y todos los ministros juntos.

      Pero la Wirubova no era más que el «médium» del «Amigo», aquel «Amigo» cuya autoridad campeaba sobre los tres. «Ésta es mi opinión personal —escribe la zarina al zar—, ya veremos lo que piensa nuestro “Amigo”». La opinión del «Amigo» no era ya personal, sino decisiva. «Me ratifico en lo dicho —repite la zarina unas cuantas semanas después—. Óyeme a mí, es decir, a nuestro “Amigo” y confía en nosotros para todo. Sufro por ti como si fueras un niño pequeñito y débil, que necesita que le guíen, pero que presta oído a malos consejeros, mientras el hombre enviado por Dios le dice lo que hay que hacer». «Con las oraciones y la ayuda de nuestro “Amigo”, todo se arreglará». «Si no le tuviéramos a él, ya haría tiempo que todo habría terminado, estoy completamente persuadida de ello». Él, el Amigo, el enviado por Dios, era Grigori Rasputín.

      Durante todo el reinado de Nicolás II y de Alejandra no cesaron de desfilar por Palacio adivinos y epilépticos traídos de todos los ámbitos de Rusia y hasta de otros países. Había proveedores de la real casa encargados especialmente de suministrar esa mercancía, y que se congregaban en torno al oráculo de turno, rodeando al monarca de una especie de Cámara alta todopoderosa. Había de todo: viejas beatas con título de marquesas, dignatarios que ambicionaban algún empleo y financieros que tomaban en arriendo a gabinetes enteros. Los jerarcas de la Iglesia ortodoxa, celosos de esta competencia intrusa ejercida por hipnotizadores y adivinos sin patente oficial, se apresuraban a abrirse caminos propios en aquel santuario central de la intriga. Witte llamaba a esta pandilla gobernante, contra la que se estrelló por dos veces, «la camarilla palaciega de los leprosos».

      Cuanto más se aislaba la dinastía y más abandonado se sentía el monarca, mayor era la necesidad que sentía del auxilio del cielo. Hay tribus salvajes que para llamar al buen tiempo hacen girar en el aire una tablilla atada al extremo de un hilo. El zar y la zarina usaban estas tablillas para los fines más diversos. El vagón del zar estaba literalmente cubierto de imágenes y cuadritos de santos y de toda clase de objetos de culto, con los que quiso hacerse frente, primero, a la artillería japonesa y, luego, a la alemana.

      El nivel de los medios palatinos no había variado gran cosa, en realidad, de una en otra generación. Bajo Alejandro II, llamado «el Emancipador», los grandes duques creían sinceramente en los duendes y en las brujas. Bajo Alejandro III seguía todo igual, aunque más en calma. La «camarilla de leprosos» existió siempre. Lo único que variaba era su composición y sus procedimientos. Nicolás I no creó aquella atmósfera de medievalismo salvaje, sino que la heredó de sus antepasados. Lo que ocurre es que durante aquellos años el país se fue modificando, los problemas se complicaron, se elevó el nivel de cultura y la camarilla palaciega quedó rezagada.

      Si la monarquía, bajo la presión del exterior, se veía obligada a hacer concesiones a las nuevas fuerzas, interiormente no había conseguido, ni mucho menos, modernizarse; al contrario, se encerraba en sí misma, y el espíritu medieval se fue coagulando bajo la acción de la hostilidad y del miedo, hasta convertirse en una pesadilla repugnante que se cernía sobre el país.

      El 1 de noviembre de 1905, en el momento más crítico de la primera revolución, el zar escribe en su diario: «He conocido a un santo llamado Grigori, de la provincia de Tobolsk». Era Rasputín, campesino siberiano, con un rasguño rebelde a cerrarse en la cabeza, recuerdo de los golpes recibidos en sus tiempos de cuatrero. Presentado en Palacio en el momento propicio, el «santo» no tardó en encontrar auxiliares de alto copete, o, por mejor decir, fueron ellos los que le encontraron a él, y así se fue formando una nueva pandilla gobernante, que se adueño enérgicamente de la voluntad de la zarina y, por medio de ella, de la del zar.

      En las altas esferas de la sociedad petersburguesa hablábase ya sin recato, desde el invierno de 1913-1914, de que todos los altos nombramientos, los contratos de suministros y concesiones pasaban por la camarilla de Rasputín. El stárets iba convirtiéndose poco a poco en una institución pública. La policía le guardaba las espaldas celosamente, y los ministerios rivales tenían las miradas fijas en él. Los agentes del Departamento de policía llevaban un diario de su vida, en que no faltaba un solo detalle; por ejemplo, que al visitar Pokrovski, su pueblo natal, Rasputín, en estado de embriaguez, se había liado a golpes con su padre en medio de la calle, dejándolo ensangrentado. Aquel mismo día, 9 de septiembre de 1915, Rasputín enviaba dos afectuosos telegramas, uno a Tsárskoye Seló a la zarina; otro al Cuartel General, para el zar. Los agentes registraban día tras día, en un lenguaje épico, las andanzas del «Amigo». «Hoy ha vuelto a casa a las cinco de la mañana, completamente ebrio». «La noche del 25 al 26 la pasó en casa de Rasputín la artista V.». «Ha llegado con la princesa D. (esposa de un gentilhombre de cámara del palacio del zar) al hotel Astoria...». Y a poco: «Ha vuelto a casa, procedente de Tsárskoye Seló, cerca de las once de la noche». «Rasputín ha llegado a casa con la princesa Ch, muy embriagado, y en seguida volvieron a salir juntos». Y al día siguiente, por la mañana o por la tarde, el viaje a Tsárskoye Seló. A la pregunta afectuosa del policía de por qué el stárets está hoy tan pensativo, contesta: «No sé qué hacer: si convocar la Duma o no convocarla». Otro asiento: «Llegó a casa a las cinco de la mañana bastante embriagado». Siempre la misma melodía, durante meses y años, una melodía en que no había más que tres notas: «Bastante embriagado», «Muy embriagado» y «Completamente embriagado». El general de la gendarmería, Klobachev, reunía y refrendaba con su firma estas noticias, tan trascendentes para la vida del Estado.

      La influencia de Rasputín se mantuvo en su apogeo durante seis años, los últimos de la monarquía. «Su vida en Petersburgo —cuenta el príncipe Yusupov, copartícipe hasta cierto punto de ella y, más tarde, asesino de Rasputín— se había convertido en una fiesta continua, en la borrachera inacabable de un presidiario a quien de pronto, inesperadamente, se le viene la dicha a las manos». «Tenía en mi poder —escribe el presidente de la Duma, Rodzianko— una gran cantidad de cartas escritas por madres cuyas hijas habían sido deshonradas por aquel desvergonzado libertino». El metropolita de Petrogrado, Pitirim, y el arzobispo Varnava, casi analfabeto, debían sus puestos a Rasputín. El procurador del Santo Sínodo, Sabler, permaneció en el cargo durante largo tiempo por voluntad del stárets, y él fue también el que impulsó la destitución del primer ministro Kokovtsvev, que no había querido recibirle. Rasputín nombró a Sturmer presidente del Consejo de ministros; a Protopopov, ministro de la Gobernación; a Raiev, nuevo procurador del Sínodo, y así a muchos más. El embajador de la República francesa, Paleologue, solicitó una entrevista con