Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo I


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el espíritu auténticamente prusiano del gobierno berlinés, que durante tanto tiempo les había tenido fascinados con sus bigotes tiesos, sus modales de sargento mayor y su estulticia llena de suficiencia.

      Mas tampoco era esto lo decisivo. El peligro se desprendía de la lógica misma de la situación, pues la corte no tenía más salida que buscar su salvación en una paz por separado, tanto más apremiante cuanto más peligrosa se tornaba aquella situación. Como veremos más adelante, el liberalismo aspiraba en la persona de sus jefes a reservarse para sí la carta de la paz por separado, enfocándola en la perspectiva de su subida al poder. Esto impulsábales precisamente a desarrollar una furiosa agitación chovinista, engañando al pueblo y aterrorizando a la corte. La camarilla no se atrevía, en una cuestión tan espinosa, a quitarse prematuramente la careta, y veíase incluso obligada a asociarse al tono patriótico del país, al paso que tanteaba por debajo de cuerda el terreno para una paz separada.

      El general Kurlov, jefe de la policía y miembro de la camarilla de Rasputín, niega, en sus Memorias, naturalmente, las simpatías alemanas de sus protectores; pero, a renglón seguido, añade: «No hay razón para acusar a Sturmer porque sostuviese que la guerra con Alemania era la mayor desgracia que podía ocurrirle a Rusia y carecía de toda base política seria». Conviene no olvidar, sin embargo, que el tal Sturmer, que sostenía una opinión tan interesante, era el jefe de gobierno de un país que estaba en guerra con Alemania. El último ministro del Interior, Protopopov, sostuvo, en vísperas de posesionarse de la cartera en Estocolmo, una conversación con un diplomático alemán, de la cual dio cuenta al zar y al propio Rasputín; siempre, según Kurlov, «había considerado como una inmensa calamidad para Rusia la guerra con Alemania». Finalmente, la emperatriz escribía al zar, el 5 de abril de 1916: «No osarán, pues no pueden, decir que él tenga nada que ver con los alemanes, porque sea bueno y generoso para todos como Cristo, sin preguntar a nadie por la religión que profesa, como debe ser todo verdadero cristiano». Claro está que este «verdadero cristiano», que casi nunca posaba la borrachera, podía haber estado perfectamente, como lo estaba, en relación con espías profesionales, con crupieres, con usureros y proxenetas aristocráticos y agentes directos del espionaje. No nos extrañaría que mantuviese «amistades» de éstas. Pero los patriotas de la oposición iban más allá y formulaban la cosa de un modo más directo, pues acusaban personalmente a la zarina de traidora. El general Denikin en sus Memorias, escritas a la vuelta de mucho tiempo, dice: «En el frente nadie se recataba para decir que la zarina exigía a toda costa una paz separada, que había traicionado al mariscal Kitchener delatando, según se decía, su viaje a los alemanes, etc. Esto contribuyó increíblemente a desmoralizar a las tropas, influyendo en su actitud ante la dinastía y la revolución». El propio Denikin cuenta que, y después de la revolución, al preguntarle el general Alexéiev abiertamente qué pensaba de la supuesta traición de la zarina, había contestado «de un modo vago y de mala gana» que al examinar sus papeles se había encontrado con un mapa en el que estaba señalada con todo detalle la situación de las tropas en todo el frente, y esto le había producido a él, Alexéiev, una impresión abrumadora... «Y sin decir ni una palabra más —añade Denikin elocuentemente— cambió de conversación». Si la zarina tenía entre sus papeles ese mapa misterioso, es cosa que ignoramos; pero es evidente, desde luego, que los fracasados generales no veían con malos ojos que se descargara sobre la emperatriz una parte de la responsabilidad que les incumbía por sus derrotas. Los rumores acerca de la traición de la corte partieron segurísimamente de arriba, de los ineptos Estados Mayores.

      Si era verdad que la zarina, a cuyos mandatos se plegaba ciegamente el zar, ponía en manos del káiser los secretos de guerra y hasta las cabezas de los mariscales aliados, ¿qué mejor que quitar de en medio a la real pareja? El gran duque Nikolái Nicolaievich, jefe del ejército y a quien se consideraba como la cabeza visible del partido antigermánico, estaba predestinado oficialmente casi a asumir el papel supremo de amparador de la revolución palaciega. No fue otra la causa de que el zar, a instancias de Rasputín y de la zarina, destituyera al gran duque y tomara en sus manos el mando supremo de las tropas. Pero la zarina le temía incluso a la entrevista que habían de celebrar tío y sobrino en la ceremonia de traspaso de poderes: «Procura, tesoro, ser prudente —le escribe la zarina al zar al Cuartel General—, y no dejes que Nikolaska16 te engañe con alguna promesa ni con nada; acuérdate de que Grigori te ha salvado de él y de sus malvados amigos. Acuérdate, en nombre de Rusia, de lo que maquinaban: deshacerse de ti (no, no es ningún rumor vano; Orlov tenía ya todos los papeles preparados) y recluirme a mí en un convento».

      Miguel, hermano del zar, decíale a Rodzianko: «Toda la familia sabe bien lo perniciosa que es Alejandra Teodorovna. Mi hermano y ella están rodeados por todas partes de traidores. Todas las personas decentes se les han alejado. Pero, ¿qué hacer en esta situación?».

      La gran duquesa María Pulovna insistía, en presencia de sus hijos, en que Rodzianko tomara sobre sí la iniciativa de «suprimir» a la zarina. Rodzianko propuso que se diese aquella conversación por no celebrada; en otro caso, si no quería faltar a su juramento, tendría que poner en conocimiento del zar que la gran duquesa había invitado al presidente de la Duma a quitar de en medio a la emperatriz. He aquí cómo aquel ingenioso gentilhombre de cámara convertía el tema del atentado contra la zarina en un gracioso chiste de salón.

      El propio gobierno se hallaba, en ciertos momentos, en marcada oposición con el zar. Ya en 1915, año y medio antes de estallar la revolución, pronunciábanse abiertamente en las reuniones ministeriales discursos que aun hoy nos parecen inverosímiles. Así, el ministro de la Guerra, Polivanov, decía: «Sólo una política conciliadora para con la sociedad puede salvar la situación. Los inseguros diques actuales no pueden contener la catástrofe». Y el ministro de Marina, Grigorovich: «Nadie ignora que el ejército no confía en nosotros y espera cambios». El ministro de Negocios extranjeros, Sazonov: «La popularidad del zar y su prestigio han disminuido considerablemente a los ojos de las masas populares». El ministro del Interior, príncipe Cherbatov: «No servimos para gobernar a Rusia en la situación que se ha creado... Es necesaria una dictadura o una política de conciliación». (Consejo de Ministros del 21 de agosto de 1915). Ni una ni otra solución servían; ninguna de las dos era ya factible. El zar no se decidía a la dictadura, rechazaba la política conciliadora y se negaba a aceptar la dimisión a los ministros que se consideraban ineptos. Un elevado funcionario hace la siguiente acotación a los discursos de los ministros: «Por lo visto, no habrá más remedio que dejarse colgar de un farol».

      Con semejante estado de espíritu, no tiene nada de sorprendente que aun en las altas esferas burocráticas se hablara de la necesidad de una revolución palaciega como único medio de evitar la revolución inminente. «Cerrando los ojos —recuerda uno de los que tomaron parte en estas conversaciones— hubiera podido uno figurarse que se encontraba entre revolucionarios de toda la vida».

      Un coronel de gendarmes, a quien se dio la comisión de inspeccionar las tropas del sur de Rusia, trazaba en su informe un cuadro sombrío: «Como resultado de la labor de propaganda, sobre todo en lo tocante a la germanofilia de la emperatriz y del zar, el ejército se ha hecho a la idea de una revolución palatina». «En los clubes de oficiales se habla abiertamente en este sentido, y sus murmuraciones no encuentran réplica merecida en el alto mando». Por su parte, Protopopov atestigua que «un número considerable de elementos pertenecientes al alto mando simpatiza con el golpe de Estado; algunos de ellos se hallaban en relación con los elementos del llamado bloque progresivo y bajo su influencia».

      El almirante Kolchak, que más tarde habría de adquirir tan gran celebridad, dijo, después de la derrota de sus tropas por el ejército rojo, declarando ante la Comisión fiscalizadora de los soviets, que había mantenido relaciones con muchos miembros de la oposición de la Duma, cuyos discursos escuchaba con placer, ya que «veía con antipatía el régimen existente en vísperas de la revolución». Sin embargo, Kolchak no fue puesto al corriente de los planes de la revolución palaciega.

      Después del asesinato de Rasputín y del subsiguiente destierro de los grandes duques, los aristócratas hablaron en voz bastante alta de la necesidad de proceder a la revolución de camarilla. El príncipe Yusupov cuenta que el gran duque Dimitri, detenido en Palacio, fue visitado por oficiales de varios regimientos que