Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo I


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como jugador y usurero, hizo nombrar ministro de Justicia, por mediación de Rasputín, a un sujeto llamado Dobrolovski, que era, sencillamente, un ladrón.

      «No dejes de ver la pequeña lista que te acompaño —escribe la zarina al zar, hablándole de los nuevos nombramientos—. Nuestro “Amigo” me pide que hables de todo esto con Protopopov». Dos días después: «Nuestro “Amigo” dice que Sturmer puede seguir siendo presidente del Consejo de Ministros durante algún tiempo». Y a poco: «Protopopov siente una verdadera veneración por nuestro “Amigo”, y el cielo le bendecirá».

      En uno de aquellos días en que los agentes de la policía registraban cuidadosamente el número de botellas y de mujeres, la zarina escribía, toda afligida, al zar: «Acusan a Rasputín de besar a las mujeres y de otras cosas por el estilo. Lee los Apóstoles y verás cómo besaban a todo el mundo como saludo». Seguramente que el argumento de los Apóstoles no hubiera convencido a los agentes encargados de vigilar al stárets. En otra carta, la zarina va todavía más allá: «Durante la lectura del Evangelio —escribe— he pensado mucho en nuestro “Amigo” al ver cómo los escribas y fariseos perseguían a Cristo, fingiendo ser unos hombres perfectos... ¡Qué verdad es aquello de que nadie es profeta en su tierra!».

      El comparar a Rasputín con Jesucristo era cosa corriente en aquellas altas esferas, y no tenía nada de particular. El miedo a las poderosas fuerzas de la historia, que amenazaban desencadenarse, era demasiado grande para que los zares pudieran contentarse con un Dios impersonal y con la sombra incorpórea del Cristo de los Evangelios. Necesitaban un nuevo advenimiento del «hijo del hombre». La monarquía, empujada al abismo, agonizante, encontró un Cristo a su imagen y semejanza.

      «Si Rasputín no hubiera existido —dijo un hombre del antiguo régimen, el senador Tagantsev— no habría habido más remedio que inventarlo». En estas palabras hay mucha más sustancia de lo que se imaginaba su autor. Si por «golfería» entendemos lo que hay de más antisocial y parasitario en los senos de la sociedad, podremos decir, sin temor a equivocarnos, que la «rasputinada» fue la golfería coronada, en el apogeo de su esplendor.

3. Rasputin Grigori Rasputín: el oscuro consejero de la zarina.

      Capítulo V

      La idea de la revolución palaciega

      ¿Por qué las clases dirigentes, que buscaban el modo de evitar la revolución, no hicieron nada por librarse del zar y de los que le rodeaban? No dejarían de pensar en ello, pero no se atrevían. Les faltaba la fe en su causa, y la decisión. La idea de la revolución palaciega flotaba en la atmósfera hasta que la devoró la verdadera revolución. Detengámonos un momento aquí, pues ello nos dará una idea más clara de las relaciones reinantes en vísperas de la explosión entre la monarquía, las altas esferas de la nobleza y la burocracia y la burguesía.

      Las clases ricas eran de arraigadas convicciones monárquicas. Así se lo dictaban sus intereses, sus tradiciones y su cobardía. Pero una monarquía sin rasputines. La monarquía le contestaba: «Tenéis que tomarme tal y como soy». La zarina salía al paso de las instancias en que les suplicaban que constituyesen un ministerio presentable enviando al zar al Cuartel General una manzana que le había dado Rasputín y pidiéndole que la comiese para reforzar su voluntad. «Acuérdate —le conjuraba— de que hasta monsieur Philippe (un charlatán e hipnotizador francés) decía que no podías dar una Constitución, pues sería tu ruina y la de Rusia...». «¡Sé Pedro el Grande, Iván el Terrible, el emperador Pablo; aplasta cuanto caiga a tus pies!».

      ¡Qué mezcla repugnante de miedo, de superstición y de rencorosa incomprensión del país! Creeríase que, en las alturas por lo menos, la familia zarista no estaba ya tan sola viendo a Rasputín rodeado siempre de una constelación de damas aristocráticas y al «chamanismo» adueñado de los favores de la nobleza. Pero no. Este misticismo del miedo, lejos de unir, separa. Cada cual quiere salvarse a su manera. Muchas casas aristocráticas tienen sus santos propios, entre los que se establece una rivalidad. Hasta en las altas esferas petersburguesas se ve a la familia del zar como apestada, ceñida por un cordón sanitario de desconfianza y hostilidad. La dama de la corte Wirubova dice en sus Memorias: «Tenía el profundo y doloroso presentimiento de una gran hostilidad en cuantos rodeaban a aquellos a quienes ya adoraba, y sentía que esta hostilidad iba tomando proporciones aterradoras».

      Sobre aquel sangriento fondo de la guerra, bajo el ruido sordo y perceptible de las sacudidas subterráneas, los privilegiados no renunciaban ni una sola hora a los goces de la vida; muy al contrario se entregaban a ellos con frenesí. Pero en sus orgías aparecía con mayor frecuencia un esqueleto y los amenazaba con las falanges de sus dedos descarnados. Entonces se les antojaba que todas las desgracias provenían del detestable carácter de Alicia, la zarina; de la felonía abúlica del zar, de aquella imbécil y ávida Wiburova y del Cristo siberiano con la frente señalada. Ofrendas de horribles presentimientos anegaban a las clases gobernantes y sacudidas como de calambres se transmitían desde la periferia al centro: la odiada camarilla de Tsárskoye Seló iba quedando cada vez más aislada. La Wirubova ha dado expresión con bastante elocuencia, en sus Memorias, llenas en general de mentiras, al estado de espíritu de las alturas por aquel entonces: «Centenares de veces me pregunté: ¿Qué le pasa a la sociedad petersburguesa? ¿Están todos enfermos del espíritu o se han contagiado de una de esas epidemias que hacen estragos en tiempos de guerra? Difícil es saberlo, pero lo cierto es que todo el mundo se hallaba en un estado anormal de excitación». Entre los que habían perdido la cabeza se contaba también la extensa familia de los Romanov, toda aquella traílla ávida, insolente y por todos odiada de los grandes duques y las grandes duquesas; poseídos todos de un terror mortal, se hacían la ilusión de huir del círculo que los atenazaba, coqueteaban con la aristocracia rebelde, murmuraban del zar y la zarina, se mordían unos a otros y a quienes les rodeaban. Los «augustos tíos» dirigían al zar cartas de exhortación en las que, por debajo del respeto, se adivinaba el rechinar de dientes.

      Ya después de la Revolución de Octubre, Protopopov describía, sin gran fineza, pero de un modo bastante pintoresco, el estado de espíritu que reinaba en las esferas dirigentes. Hasta las clases más elevadas conspiraban ante la revolución. En los salones y en los clubes criticábase dura y desfavorablemente la política del gobierno, analizábanse y dictaminábanse las relaciones creadas en el seno de la familia real; contábanse anécdotas acerca del jefe del Estado; escribíanse versos satíricos; muchos grandes duques frecuentaban abiertamente estas reuniones, y su presencia daba a aquellas invenciones caricaturescas y a aquellas malévolas exageraciones, a los ojos de la gente, un marcado aire de verdad. Hasta el último momento, nadie tuvo conciencia de lo peligroso que era aquel juego.

      Una de las cosas que más contribuían a dar pábulo a los rumores que corrían acerca de la camarilla palaciega era la acusación de germanofilia e incluso la inteligencia directa con el enemigo que contra ella se lanzaba. El aturdido y atropellado Rodzianko declara sin ambages: «La articulación y analogía de las aspiraciones era tan lógica y evidente que a mí, al menos, no me cabe la menor duda de que entre el Estado Mayor alemán y la camarilla de Rasputín había alguna relación». La simple invocación de la «evidencia» y la «lógica» quita fuerza al tono categórico de su testimonio. Aun después de la revolución, no puede descubrirse la menor prueba de que existiese una inteligencia entre los rasputinianos y el Estado Mayor alemán. Lo de la llamada «germanofilia» es ya otra cosa. No se trataba, naturalmente, de las simpatías y antipatías nacionalistas de la zarina, de estirpe alemana, del primer ministro Sturmer, de la condesa de Kleinmichel, del mayordomo de palacio, conde Frederichs, ni de otros caballeros de apellido alemán. Las cínicas Memorias de la vieja intrigante Kleinmichel nos revelan con desnuda evidencia hasta qué punto estaba por encima de nacionalismos la alta aristocracia de todos los países de Europa, vinculada en todas partes por lazos de parentesco y de herencia, por el desprecio hacia los demás simples mortales y, last but not least15, por sus libertinajes cosmopolitas entre los muros de los viejos castillos, de los balnearios de moda y las cortes europeas. Tenían