de ciertos derechos y libertades. Claro que no todas gozaron de esa conquista en aquel momento. Incluso hoy hay quienes aún no han logrado acceder a la condición ciudadana. Ser ciudadano/a de un Estado implica mucho más que ser un/a sujeto/a de derecho. Es, ante todo, la posibilidad de que la autoridad del Estado –en representación del pueblo- reconozca a las personas como sujetos/as pertenecientes al orden de lo humano, parafraseando a Butler. Ese es el efecto simbólico y es quizás uno de los más importantes de la idea de ciudadanía moderna: el efecto de reconocimiento (Brown, 2014).
Inicialmente varones no propietarios y mujeres fueron excluidos/as de la condición de individuo categoría clave que se configura en tiempos de la ilustración y es el paso previo para el reconocimiento público como un/a sujeto/a portador/a de derechos. Ellos y ellas, tras un largo batallar lograron acceder a varios derechos (Brown, 2014). No obstante, ni todos ellos y ni todas ellas. Siguieron quedando fuera de la condición ciudadana e invisibilizados/as niños/as y viejos/as.
En efecto, aun cuando sobre las grietas abiertas al grito de libertad e igualdad universal se conquistaron algunos derechos no contemplados inicialmente, lo que condujo a la inclusión de nuevos sujetos al goce de ciertos derechos, la ciudadanía seguía suponiendo ciertas restricciones que sólo fueron develándose con el correr de los años. Entre ellas la cuestión de la edad fue una categoría clave de la ciudadanía y de la heterosexualidad vinculante. La edad (tanto para niños/as cuanto para viejos/as) fue inicialmente excluida de los debates y los derechos ligados a la condición ciudadana y por ello invisibilizada. Así, aquello que había quedado parcialmente oscurecido comenzó a mostrar sus sombras. Los niños/as comenzaron a ser cada vez más importantes. Lentamente dejaron de ser personas en potencia para ser considerados, al menos en el orden de la ley, como sujetos/as plenos/as de derecho. Con la vejez está ocurriendo un proceso paralelo. El aumento de la esperanza de vida y la mayor longevidad de la población con mayor calidad de vida ha problematizado esa etapa de la vida mucho más allá de una simple espera hacia la muerte tal como los artículos de esta compilación reflexionan en clave mujeril.
En relación con la ciudadanía, la potestad de gozar de derechos pertenecía tal como selló la gran división al decir de Bobbio (1989) entre lo público y lo privado, fundamentalmente, a quienes gozaban (y gozan de salud) y a quienes producen a partir de su participación activa en el mercado laboral. Las mujeres un poco por eso y otro poco, por su aporte a la reproducción social de la especie también han ido incorporándose al goce de ciertos derechos. Esto siempre y cuando estén en edad de producir y/o reproducir. Ni antes ni después. Tampoco los varones. No obstante, el ser y estar en este mundo pasada la edad productiva/reproductiva será muy diferente para las mujeres que lo que es para los varones, como lo muestran varios de los artículos de esta compilación. A pesar de todo, ellos siguen siendo considerados como sujetos sexuales y activos mucho más asiduamente de lo que ocurre con las mujeres una vez atravesada la pérdida irremediable de la juventud y la entrada indefectible en la vejez a partir de la todavía temida por muchas, arribo de la menopausia.
Por las condiciones de vida previa y las condiciones de privilegio con las que aún cuentan en el sistema sexo-género imperante, también llegan en mejores condiciones a la etapa considerada improductiva: mejores ingresos y mejores condiciones de salud, aunque vivan menos. De acuerdo con los datos de la Encuesta Nacional sobre Calidad de vida de los Adultos Mayores de 2012, los y las mayores de 65 años constituyen el 10 % de la población total de Argentina. Y, de acuerdo con esa misma fuente la dependencia básica es mayor en las mujeres en cualquier rango etario a partir de los 60 años. Y, en muchos casos, además cuidados por familiares, lo que normalmente significa mujeres; cosa muy diferente a la que les ocurre a ellas, entre otras razones por la mayor sobrevida en relación con los varones y porque las mujeres vuelven a vivir en pareja después de la viudez o la separación en menor proporción que los varones (Indec, 2012).
Como venimos diciendo, de ese modelo de construcción de la ciudadanía moderna se desprendió la idea de la familia monogámica heterosexual reproductiva como pilar de la sociedad capitalista. Y, junto con ello la idea en su momento muy revolucionaria también de que no era tan importante ya la cantidad de individuos/as que nacieran sino la calidad que los/as mismos/as ostentarán. Y la preocupación entonces pasó de la mujer como una sujeta paridora a la mujer como una madre obstinada y dedicada a la crianza de los/as hijas estableciendo una cadena de anudamientos novedosa entre la gestación, el parto, la lactancia y la crianza. Todas actividades que cada vez más intensamente se fueron desempolvando como responsabilidad de las mujeres ligándolas de manera indisoluble a la maternidad y a los cuidados. Paradójicamente este instinto natural en las mujeres, como el discurso sigue empeñándose en repetir, fue trabajosamente inculcado y enseñado a las mujeres de cuyas cualidades tanto para la maternidad cuanto para los cuidados se desconfiaba ampliamente. No es una casualidad la instrucción que recibían las mujeres desde niñas como preparación para esa tarea que naturalmente les correspondía, que estaba encaminada a maternar, cocinar, coser, tejer, cuidar, todas tareas que cada vez más fueron adquiriendo cierto tinte científico como la puericultura, la enfermería (Ramaccioti, 2019) por ejemplo.
Entonces aquel modelo de ciudadanía implicaba un nuevo sujeto, una pareja, que cumplía los roles sociales necesarios para desplegar la sociedad capitalista: por un lado, un trabajador y ciudadano que se incorporaba al mundo laboral y público separado del privado y familiar; por otro, una mujer–madre–esposa que se dedicaría a las tareas de reproducción de la especie como hemos dicho antes y por extensión a cualquier actividad de cuidado. En los últimos tiempos esta posición ha variado y desde mitad del siglo XX y sobre todo desde los 70 en Argentina, las mujeres han ingresado al mercado de trabajo sin miras de volver a casa (Wainerman, 2003). Eso no ha modificado la imagen de las mujeres en la sociedad a quienes se sigue identificando como madres reales o potenciales hasta que esa capacidad no elegida deje de verificarse. Sólo se han modificado las exigencias: en los días que corren se entiende que las mujeres no deben sólo gestar-parir-lactar-criar sino también trabajar y cuidar, realizando cada una de esas actividades como si fuera la única y exclusiva que realizan. Y, aunque socialmente su valor se desprecie al infinito por ser improductivas y no reproductivas una vez que atraviesan la barrera simbólica de los 50, e independientemente a veces también de su situación laboral, familiarmente sus cargas no dejaran de aumentar en función de esa identidad que durante los años previos el patriarcado selló con la fuerza de la ley pero sobre todo, la costumbre: madresposas devenidas luego abuelas cuidadoras.
Por eso es que este libro urge y que cada una de las reflexiones que las autoras piensan, escriben, comparten es pertinente y es necesaria para cuestionar, para cambiar la mirada, para establecer otra perspectiva pero, sobre todo, para comenzar a hacer visibles a las mujeres también y más allá de la adultez que enfoca la condición ciudadana en su versión hegemónica. ¿Qué varones y mujeres pueden constituirse como sujetos/as de ciudadanía? ¿Cuáles son los/as sujetos/as que persisten invisibilizados y por cuáles razones? ¿Cuáles son las mejores lentes para poder mirar los asuntos de intersección entre sexo género y edad? ¿Cuál es la relación establecida y la que puede establecerse entre sexo, género y vejez? ¿Qué nuevos horizontes se abren a partir de esa mixtura? ¿Cuál es el panorama actual de las adultas mayores? ¿Dónde están y cuál es la voz de las viejas? ¿Qué tienen para decirnos y qué podemos aprender de ellas? ¿Cómo las cuidamos? Sobre muchos de estos interrogantes y muchos otros versa este libro que muestra una vez más que lo personal es político y que todavía queda un largo camino para politizar todo aquello que nos fue conferido a las mujeres como responsabilidades aunque fuera considerado impolítico. Aun resta un largo camino de visibilización y reconocimiento, muchacha.
Este libro es urgente y es necesario también porque todas las investigaciones, reflexiones y consideraciones que hacen y han hecho de las viejas se apoya en otras mujeres que se apoyaron en otras mujeres y así sucesivamente. Como estas líneas que aquí comparto que tienen detrás a más mujeres –mis maestras, mis ancestras- que buscaron la verdad detrás de la verdad y que para ello se apoyaron en otras mujeres a su vez. Es la fuerza de las ancestras, la que sostiene y abre nuevas posibilidades hoy para que un día seamos nosotras las que sostengamos los saberes y las experiencias de otras y así, circularmente, todas reconozcamos a las otras que somos nosotras, todas necesarias e imprescindibles en esta ronda vital.
Dra.