Osho

Dijo el Buda...


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apoyará. No estará enfrentada a tu racionalidad de adulto. Esa racionalidad estará totalmente convencida, tu Bertrand Russell quedará convencido.

      Entonces las tres partes conflictivas pasarán a ser una. Te convertirás en una unidad, “serás” unido. Desaparecerán las voces. Dejarás de ser muchos, y serás uno. Ésa es la gran mente.

      Por tanto, permanece atento.

      Basta por hoy

      4. VIVIR EL DHAMMA

      Dijo el Buda:

      «La gente malvada que denuncia al sabio se parece a los que escupen al cielo. El escupitajo nunca alcanzará el cielo, sino que les caerá encima.

      »La gente malvada también se parece a quien agita el polvo contra el viento. El polvo no se levantará sin perjudicarle.

      »Por el eso sabio nunca saldrá herido, pues la maldad acabará destruyendo a los propios malvados».

      Dijo el Buda:

      «Si te esfuerzas por entrar en el camino a través de mucho estudio, no lo comprenderás. Si observas el camino con un corazón sencillo, grande será en verdad este camino».

      Dijo el Buda:

      «Quienes se alegran al ver a otros observar el camino obtendrán grandes bendiciones».

      Un shramana le preguntó al Buda: «¿Podría ser destruida dicha bendición?».

      Dijo el Buda:

      «Es como una antorcha encendida cuya llama puede transmitirse a cuantas antorchas pueda traer otra gente. Y con ellas prepararán alimentos y disiparán la oscuridad, mientras que la antorcha original seguirá ardiendo siempre igual. Lo mismo ocurre con el gozo del camino».

      El primer sutra.

      Dijo el Buda:

      «La gente malvada que denuncia al sabio se parece a los que escupen al cielo».

      Lo primero que hay que entender es por qué en la gente malvada se manifiesta el deseo de escupir contra el cielo, por qué la persona malvada quiere denunciar al sabio. La persona malvada no puede permitirse a sí misma aceptar que alguien es sabio. La idea en sí misma le duele, le duele profundamente. Porque todo mal surge de actitudes egoístas. Y eso resulta aplastante para el ego. «Yo no soy sabio y otro sí lo es. No soy bueno y otro sí lo es. Sigo en la oscuridad y otro ha alcanzado la luz». Es algo imposible de aceptar.

      Hay dos caminos: uno es «debo intentar convertirme en sabio», que es muy difícil y arduo. El camino más sencillo y menos costoso es denunciar al sabio, decir que no lo es. Siempre que te enfrentas a un desafío se abren ante ti esas dos opciones, y si eliges la menos costosa seguirás en el mal.

      Nunca elijas lo menos costoso, nunca vayas por el atajo, porque la vida sólo se aprende por el camino difícil. Arduos son sus caminos, larga y cuesta arriba la tarea, porque aprender no es fácil, porque aprender no es sólo recopilar conocimiento, no es amontonar información. Aprender ha de cambiarte. Es cirugía espiritual, y hay que destruir y tirar mucho.

      En ti hay mucha cosa podrida a la que hay que renunciar. Gran parte de ello es como tener una piedra atada al cuello; no te permite flotar, sino que te ahoga. Has de cortar las relaciones con muchas cosas, con muchas actitudes, con muchos prejuicios. Debes descargarte a ti mismo.

      El aprendizaje, el de verdad, la sabiduría, sólo llega cuando te has transformado. No es un proceso acumulativo, no puedes simplemente ir añadiendo conocimiento. Debes pasar por una transmutación, y eso es duro. El camino más fácil es denunciar. Siempre que te enfrentes al desafío –que alguien se haya vuelto sabio– lo más fácil es decir: «No, es imposible. Primero porque la sabiduría no existe, y segundo, porque aunque existiese, no podría existir en esa persona. Le conozco muy bien, conozco sus defectos». Y luego empezarás a magnificarlos, y a condenarla.

      No es una casualidad que envenenasen a Sócrates, crucificasen a Jesús, y asesinasen a Mansur. No es una casualidad que se denuncie a todos los budas, a todos los jainistas. Cuando caminan sobre la tierra siempre están en peligro, porque son muchos los que sienten sus egos heridos.

      Pensar que alguien se ha iluminado resulta muy difícil. Es más fácil denunciar y decir: «No, primero porque la iluminación es imposible –nunca sucede, sólo es una ilusión, Dios no existe, ¿el samadhi?–, no es más que autohipnosis. Ese hombre se autoengaña, no se ha iluminado. Le conocemos muy bien, le conocemos desde pequeños. ¿Cómo puede ser alguien iluminado? Es como nosotros, pero finge. Es un impostor, un embaucador».

      Ése es nuestro ego eligiendo el camino más fácil. Cuidado. En todos surge el deseo de condenar, de negar. Por eso, siempre que hay alguien como el Buda que está vivo, le condenamos, y cuando muere, le veneramos llenos de culpabilidad. Toda veneración surge de la culpabilidad. Primero denuncias a una persona, sabiendo muy bien que algo ha sucedido, pero no puedes aceptarlo. En lo más profundo de tu ser te das cuenta de que la persona en cuestión está transfigurada, que cuenta con cierta luminosidad. No puedes negarlo; en lo más profundo de tu ser sabes que ha penetrado un rayo de luz. Pero consciente y deliberadamente, no puedes aceptarlo. Sería aceptar tu propio fracaso. Dudas, dudas en lo más profundo; dudas de la condena, pero continúas.

      Luego, un día, esa persona desaparece. Sólo queda su fragancia, el recuerdo. Y cuando una persona muere y no has aceptado su realidad entonces se manifiesta la culpabilidad. Sientes: «Soy culpable. No fui bueno. Perdí la oportunidad». Luego empiezas a sentir remordimientos. ¿Qué hacer? A fin de equilibrar la culpabilidad, te pones a rendir culto.

      Por eso a los maestros muertos se les rinde culto. Rara vez la gente venera a un maestro vivo. Porque cuando veneras a un maestro vivo no es por sentirte culpable, sino por comprensión. Cuando veneras a un maestro muerto es por sentimiento de culpa.

      Por ejemplo, tu padre está vivo y no le respetas, no le quieres. Te has puesto en su contra en muchas ocasiones. Le has deshonrado de muchas maneras, y le has rechazado de muchas formas. Y llega un día en que muere, y empiezas a llorar y a gemir. Y a partir de entonces y cada año harás shraddh.2 Un día al año darás una fiesta para amigos y brahmanes. Todo ello es producto de la culpabilidad. Y encima colgarás un retrato de tu padre en casa, y le pondrás flores.

      Nunca lo hiciste cuando estuvo vivo. Nunca llegaste con flores y las depositaste a sus pies. Ahora que se ha ido te sientes culpable, no fuiste bueno con el viejo. No hiciste lo que había que hacer. No colmaste tu amor ni satisficiste tu deber. Ahora ha desaparecido la oportunidad, él ya no está ahí para perdonarte. Ya no está ahí para que puedas llorar, caer a sus pies y decir: «Me he portado mal contigo, perdóname». Ahora, en cierto modo, te sientes profundamente culpable. Surge el remordimiento… y le pones flores. Respetas su memoria. Nunca respetaste al hombre, pero ahora respetas su memoria.

      Recuerda, si realmente le hubieras querido, si le hubieras respetado de verdad, no habría remordimiento ni culpa. Serías capaz de recordarle sin culpa, y ese recuerdo tendría una belleza. Ese recuerdo es otra cosa, cuenta con una cualidad distinta. La diferencia es tremenda. De hecho, te habrías sentido colmado.

      No lloras por su muerte, sino a causa de la culpa. Si hubieras amado a esa mujer, si realmente la hubieses amado y no la hubieses traicionado, y no la hubieses engañado, cuando ella muriese te sentirías triste, claro está, pero en esa tristeza habría algo de belleza. La echarías de menos, pero sin culpabilidad. La recordarías, siempre la recordarías, sería un preciado recuerdo, pero no exagerarías llorando y gritando y convirtiéndolo todo en un espectáculo. No exhibirías tu tristeza, no habría elementos exhibicionistas. Valorarías el recuerdo en lo profundo del corazón. No llevarías una foto suya en la cartera, y no hablarías de ella.

      Conocía a una pareja, en la que el marido se había portado muy mal con su esposa. Era un matrimonio por amor, una familia muy rica, pero el marido era una especie de Don Juan, y engañaba a su esposa de todas las maneras. Luego ella se suicidó a causa de él.

      Resulta que pasé por donde vivían y fui a verle, porque alguien me había contado que