el Buda:
«Si te esfuerzas por entrar en el camino a través de mucho estudio, no lo comprenderás».
Un gran erudito, un clérigo, un pundit, se detuvo en una tienda de animales domésticos y preguntó el precio de un loro. El dependiente dijo que no le vendería aquel loro porque todo lo que decía eran blasfemias. «Pero –dijo el dependiente– tengo otro loro que viene de Sudamérica. Cuando lo tenga enseñado le avisaré para que pase a buscarlo.»
Al cabo de algunos meses, el pundit, el gran especialista, pasó de nuevo por la tienda para ver el loro que tenían para él. El dependiente llevó al pundit a la trasera de la tienda, donde el loro se hallaba encaramado a una percha, con una cuerda en cada pata. El propietario tiró de la cuerda del pie derecho y el loro recitó el Padrenuestro de principio a fin.
–¡Es una maravilla, y muy edificante! –exclamó el predicador, el pundit. Eso era precisamente lo que él llevaba haciendo toda la vida. Luego tiró de la cuerda del pie izquierdo y el loro se arrancó cantando “Más cerca de ti, mi Dios”.
–¡Es asombroso! –gritó el predicador–. Ahora dígame, ¿qué pasará si tiro de las dos cuerdas a la vez?
Antes de que el tendero pudiera contestar, el loro dijo:
–¿Serás capullo? ¡Me caería de culo!
Es así de sencillo, hasta un loro lo sabe, pero un pundit… es peor que un loro. Se dedica a vivir en las ideas, en la lógica, vive una vida verbal. Ha olvidado las rosas de verdad, y sólo está familiarizado con la palabra “rosa”. Ha olvidado la vida real, y sólo conoce la palabra “vida”. Pero recuerda, la palabra “vida” no es vida, la palabra “amor” no es amor, la palabra “Dios” no es Dios. La auténtica vida es una existencia, una experiencia.
Sucedió en una ocasión:
Un recién graduado de una escuela de agricultura realizaba una inspección oficial de los terrenos y el ganado. Explicó a los granjeros que realizaba un peritaje a fin de que el gobierno pudiera ayudar a los campesinos a mejorar su situación. Así que lo inspeccionó todo, tomando notas en su pulcra libreta. Cuando creyó haberlo apuntado todo vio a un animal asomando la cabeza por una esquina del pajar. «¿Qué es eso? ¿Y para qué sirve?», preguntó el joven. Se trataba de una vieja cabra, pero el granjero no estaba dispuesto a echar una mano al joven y sabiondo inspector. «Usted es el experto –dijo el granjero–. Dígamelo usted.»
Vaya, pues le resultó muy difícil, porque nunca había visto una cosa igual. Aprendió cosas en la universidad, lo sabía todo sobre agricultura, pero nunca había hecho nada. Carecía de experiencia. Nunca se había topado con algo como una cabra. Así que el joven envió un telegrama a Nueva Delhi pidiéndoles que identificasen para él «un objeto alargado y delgado, con una cabeza calva, pelillos en la barbilla, un estómago plano, una cara larga y triste, y unos ojos cavernosos». Al día siguiente le llegó la respuesta del secretariado de Agricultura: «¡So tarugo! ¡Eso es el granjero!».
Recuérdalo, la cabeza puede desconectar mucho, puede desconectarte de la vida. Utilízala pero no te confines en ella. Utiliza tu intelecto para abordar la existencia, pero no lo conviertas en una barrera.
«Si te esfuerzas por entrar en el camino a través de mucho estudio, no lo comprenderás. Si observas el camino con un corazón sencillo, grande será en verdad este camino.»
«Con un corazón sencillo»… La vida sólo puede conocerse con un corazón sencillo. La cabeza es muy compleja y la vida muy simple. Con una cabeza compleja resulta muy difícil entender una vida simple y sencilla.
Un niño la puede comprender mejor. Mantiene una relación con la vida. Un poeta la comprende mejor. Mantiene una relación. Un místico la entiende mejor, su comprensión es muy profunda porque aparta su cabeza a un lado. Mira a través de los ojos de un niño. Aborda las cuestiones maravillándose, asombrándose.
Se sorprende a cada paso. Carece de ideas, no tiene ideas que proyectar. Carece de prejuicios: no es hinduista, ni musulmán, ni cristiano. Simplemente es. Su corazón palpita, y es tierno. Ésos son los requerimientos necesarios para saber qué es la vida.
La vida es muy simple. De vez en cuando aparca la cabeza, decapítate, mira sin nubes en los ojos… sólo mira. De vez en cuando siéntate a la vera de un árbol… y sólo siente. A la vera de una cascada… escucha. Túmbate en la playa y escucha el fragor del mar, siente la arena, su frialdad, o mira las estrellas, y deja que ese silencio te penetre. Observa la noche oscura y permite que esa oscuridad aterciopelada te rodee, te envuelva, te disuelva. Ése es el camino del corazón sencillo.
Si abordas la vida mediante esta simplicidad llegarás a sabio. Puede que desconozcas los Vedas, o la Biblia, o que no sepas qué es la Gita, pero llegarás a saber la auténtica canción de la vida, que es lo que en realidad es la Gita. Puedes no conocer los Vedas, pero llegarás a conocer el auténtico Veda… lo escrito por el propio Dios.
Esta vida es su libro, esta vida es su Biblia, esta vida es su Corán. ¡Recítala! Recita esta vida. Cántala, báilala, enamórate de ella, y con el tiempo llegarás a saber qué es el camino, porque irás siendo cada vez más feliz. Y cuanto más feliz seas, más familiarizado estarás con el camino, con el camino preciso. Y siempre que un paso se desvíe de la raya sentirás el dolor de inmediato.
El dolor es una señal de que has pasado por alto la ley, y la felicidad una indicación de que estás en armonía con ella. La felicidad es un derivado. Si vives conforme a la ley eres feliz. La infelicidad, la desdicha, es un accidente. Demuestra que te has alejado de la ley.
Convierte en tus criterios la felicidad y la desdicha. Por eso no hago más que decir que soy un hedonista. De hecho, el Buda es un hedonista, Mahavira es un hedonista, Krishna es un hedonista, Mahoma es un hedonista, porque todos ellos quieren que seas enormemente feliz. Y para ello te muestran el camino.
Y el camino es: sé simple, confía más, duda un poco menos. Si realmente quieres dudar, duda de la duda, y eso es todo. Duda de la duda; confía en la confianza, y nunca te perderás.
«Quienes se alegran al ver a otros observar el camino obtendrán grandes bendiciones.»
Y el Buda dice que no sólo se benefician quienes siguen el camino, sino incluso quienes se alegran al ver que otro lo sigue, que obtendrán grandes bendiciones.
Sí, así es. Porque al alegrarte de que tanta gente medite… «¡Qué bien, yo todavía no he empezado, aún no he reunido el valor necesario, pero hay tanta gente que sí…! ¡Qué bien!»… Incluso eso te hará feliz porque esa voluntad abre tus puertas.
No los condenas, no dices que meditar es imposible. Lo que dices es: «Es posible… Aún no he reunido el valor suficiente, pero vosotros ya estáis en el camino, ¡buen viaje! Felicidades, ¡de verdad! Espero poder unirme a vosotros algún día».
El Buda dice que si recibís a un sannyasin estáis recibiendo vuestro futuro. Si observáis a alguien que toma el camino y os sentís felices, enormemente felices –sabiendo que vosotros no lo seguís, porque no estáis listos, pero no lo condenáis, sino de que de hecho os alegráis, le ayudáis a recorrer el camino–, entonces estáis siguiendo el camino.
Por eso dije al principio que en la vida, siempre que se entera uno de que alguien se ha convertido en sannyasin, no hay que condenarlo, sino alegrarse. Cuando alguien ha empezado a meditar, no le critiquéis diciendo que se ha vuelto loco o algo parecido, alegraos. Porque mediante vuestra alegría estáis acercándoos a vuestras propias posibilidades meditativas. Al alegraros estáis aceptando sannyas de manera muy profunda. En vuestro interior ya ha sucedido, y llegará también externamente. No es tan importante.
Dijo el Buda:
«Quienes se alegran al ver a otros observar el camino obtendrán grandes bendiciones».
Por eso en la India un sannyasin siempre ha sido muy respetado. Incluso cuando se trata de alguien que sólo viste un hábito anaranjado sin ser sannyasin… Incluso