la misma, se busca extraer lecciones de política. Así, se examinan las políticas —esencialmente monetario-financieras— anteriores a la crisis, como también las recomendaciones que comienzan a establecerse con posterioridad a esta.
Como se indica a lo largo del texto, tanto las conclusiones de interpretación de la crisis como las recomendaciones de política que surgen de esta tienen un carácter de preliminar. Ello es así porque no se puede dar por concluido aún este episodio, puesto que las políticas seguidas para contener sus efectos no han regresado a condiciones que pudieran ser consideradas “normales”. En particular, la forma en que se desarrollará este proceso de “normalización”—particularmente de la política monetaria— es una pregunta abierta.
Junto con proveer información y juicios sobre el evento económico más importante en lo que va transcurrido del siglo XXI, este libro pretende también servir de herramienta para los cursos de Economía y Política Monetaria, de manera de ilustrar los alcances de temas tan fundamentales como son la organización del proceso de producción de liquidez de una economía y los conflictos envueltos en el diseño de la política monetaria.
INTRODUCCIÓN
Tras la Gran Depresión de los años treinta, la economía norteamericana registró un prolongado período en el que predominó el crecimiento de la actividad y la estabilidad financiera. Después de la aguda crisis financiera que esta precipitó, se realizaron importantes reformas en la institucionalidad financiera, las que buscaron recoger las lecciones que emergieron de dicho episodio. Esas transformaciones en la arquitectura financiera norteamericana, identificadas con el Acta Glass-Steagall, hicieron posible que los pánicos y las crisis financieras en esta economía, se erradicaran por un período prolongado. Un aspecto esencial para el logro de dicho resultado fue el establecimiento de un seguro estatal sobre los depósitos bancarios con posterioridad a la Gran Depresión, en el contexto del conjunto de reformas a la legislación financiera.
Desde luego, entre la Gran Depresión y los comienzos del presente siglo hubo episodios de quiebras de bancos y de otros intermediarios financieros, que amenazaron en algún grado la estabilidad financiera norteamericana. Sin embargo, se trató de situaciones acotadas, las que pudieron ser manejadas de un modo oportuno y efectivo por la Reserva Federal y las agencias reguladoras.
La verificación de un agudo proceso inflacionario en los 70, que fue contenido a fines de dicha década por medio de un enérgico ajuste monetario, fue un factor importante para la puesta en marcha de un posterior proceso de transformación en el paisaje financiero norteamericano. Así, la alta inflación desafió la tranquilidad en que se desenvolvía un regulado y estable sistema financiero, lo que gatilló un importante esfuerzo de los ahorrantes para reducir los costos que esta les ocasionaba. Más tarde, las propias autoridades decidieron la implementación de un programa de liberalización y fomento de la competencia en el sector financiero. Esta agenda, dirigida a consolidar la posición de los Estados Unidos como centro financiero internacional, fue impulsada con energía por los gobiernos de Bill Clinton y George W. Bush. Así, en el contexto de un cambiante panorama económico mundial, luego de la caída del Muro de Berlín y la apertura de China al comercio mundial, la posición de los Estados Unidos para ejercer el papel de centro financiero global era inmejorable. Más aun, luego de la caída de la inflación y la consecuente ganancia en la credibilidad del compromiso con la estabilidad de las autoridades monetarias, se observó una gestión ágil y efectiva en el control de las amenazas a la estabilidad macroeconómica. Parecía que se había llegado finalmente al triunfo de la Banca Central, algo parecido al “Fin de la Macroeconomía”, replicando el conocido “Fin de la Historia” proclamado algún tiempo atrás por Fukuyama, dado el grado de control que se percibía sobre los ciclos de actividad. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo entre la consolidación de este ambiente de optimismo en la principal economía del mundo y la irrupción de una profunda crisis financiera, que la puso en los límites de repetir la Gran Depresión.
En esta oportunidad no hubo colas frente a los bancos que graficaran situaciones de “corridas”, pero estas igualmente ocurrieron al evaporarse una considerable porción de la liquidez existente en la economía al inicio de la crisis. No cayeron en situación de bancarrota grandes bancos comerciales, pero sí importantes bancos de inversión, los que estaban participando activamente en el proceso de producción de liquidez.
Tal como ocurriera en los años 30, el sistema político se vio sorprendido por la irrupción y posterior dinámica de esta crisis, generándose una visible dificultad en la elaboración de una estrategia efectiva de respuesta a la misma. Como suele pasar en estos episodios, por un lado surgen fuertes voces que demandan penalizar a quienes condujeron a las instituciones financieras a una posición de crisis, lo que de paso evitaría la creación de situaciones del tipo riesgo moral1 en el futuro. Por otro lado están quienes privilegian contener la dinámica de la crisis, de modo de evitar que esta se expanda inconteniblemente hasta arrasar con la organización financiera, infligiendo severos costos a la comunidad, como ocurrió en la Gran Depresión. La gravedad de la situación promueve la vehemencia de las posiciones y los sistemas políticos atraviesan por una dura prueba, en tanto la comunidad espera de respuestas oportunas y efectivas a un cuadro que amenaza sus empleos, riqueza y perspectivas futuras.
La irrupción de una severa crisis financiera como la que afectó a la economía norteamericana entre los años 2007 y 2009 originó un cuadro de frustración y cuestionamiento de las políticas que se habían implementado con anterioridad, en particular en lo referido a aquellas relacionadas con el funcionamiento del sector financiero2. Estas críticas se concentraron en la conducción de la política monetaria y en la gestión de los organismos a cargo de la supervisión del sistema financiero. Por otro lado, aparecieron planteamientos críticos hacia la agenda de investigación que prevaleció en Macroeconomía en las décadas previas. En particular, se levantaron fuertes voces en contra de aquellas teorías en las que supuestamente se habían inspirado las políticas de liberalización del mercado financiero, que confiaban en la estabilidad que podía alcanzar el sector sobre la base de la disciplina ejercida por los mecanismos de mercado. Durante los años posteriores a la irrupción de la crisis algunos economistas cuestionaron fuertemente la Hipótesis de Expectativas Racionales y la Hipótesis de Mercados Eficientes, entre otras. Para uno de los más severos críticos de la línea de trabajo que ha predominado en Economía en las últimas décadas, el Premio Nobel 2008, Paul Krugman, los desarrollos observados en la investigación en macroeconomía en los últimos 30 años han sido “en el mejor de los casos inútiles y en el peor, decididamente perjudiciales”3. Críticas similares en su dureza formularon en su momento economistas como el británico Willem Buiter4 y el profesor de la Universidad de Berkeley, Brad De Long5.
En esencia, la crisis provocó un cuestionamiento profundo de la agenda de trabajo predominante en Economía, por lo que se percibió como un problema de pérdida de relevancia y/o sensibilidad para entender el funcionamiento de las economías, en la medida que la investigación se adentraba en la elaboración de modelos cada vez más abstractos y complejos. Por cierto, la discusión respecto de la agenda que se fue estableciendo en la investigación en Macroeconomía no apareció tras la crisis6. De hecho esta se había manifestado antes, pero este episodio llevó a un recrudecimiento de las críticas en los años que siguieron a su irrupción, lo que en alguna medida se ha atenuado en los últimos años. No obstante, este es un debate que está lejos de haber terminado, por lo que es razonable esperar que surjan propuestas con una incidencia directa sobre el diseño