–a lo cual hay que adjuntar la experiencia creativa y el encuentro con los otros– como la sincronicidad se hace real en la vida de cada persona. De este modo, la conciencia se acostumbra a hilvanar y a observar que todo en el universo siempre le está hablando, tanto en la luminosidad como en la oscuridad.
El libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa, es un ejemplo de cómo la sincronicidad anuda la malla de la existencia en relación con la luz y las tinieblas. Y más allá de las situaciones concretas, donde la sincronicidad ejerce su autoridad y en las cuales se hace palpable su presencia como proceso, es el ariete que ayuda a derribar las murallas yoicas que impiden penetrar a la persona en la noche oscura del alma y dejarse guiar por la oscuridad. Aquí es donde aplica aquello de que hay, en este tramo de la labor del alma, que aprender a ver en las sombras y no dejarse seducir por el impulso de salir a la luz, sino estar dispuestos a permanecer en la oscuridad el tiempo necesario, así como lo hace la semilla antes de convertirse en planta.
El libro Salida del alma a la luz del sol –traducido de manera inapropiada como El libro egipcio de los muertos– es un texto referido a lo que le espera transitar a la persona que fallece, en su camino hacia la luz, hacia la resurrección. No es un libro sobre la muerte sino sobre la vida, y narra las transmutaciones que va recorriendo el alma antes de poder llegar a Ser en la luz de Ra. Y lo crucial es que todo este transcurso acontece en la oscuridad.
En ese paso por la noche oscura, hay que aprender a escuchar las sincronicidades que van llevando, de modo suave o brutal, hacia la realización del plan del alma. Una voz que no se ajusta a las leyes de la razón, sino de la intuición.
Carl Jung aseguraba que la sincronicidad era un memorando psíquico, un recordatorio de que el universo tiene un orden fundamental que no se ajusta a la lógica de la causalidad. Leer ese orden permite avanzar, con paso firme, por el camino de la evolución.
4. LOS OTROS COMO SINCRONICIDAD
Entre las sincronicidades que se manifiestan en la vida hay una muy especial: los otros. La sincronicidad prefiere hablar a través de los demás que aparecen en la biografía de una persona. Y no sólo los que permanecen en ella, sino todos esos otros que la cruzan un instante, pero que le dan un nuevo sentido.
No es la duración o permanencia de una relación la que, por sí misma, renueva a alguien. Se trata de algo diferente, de una cualidad misteriosa que transmuta y que a veces persiste apenas el lapso de un relámpago, pero que con sólo eso resulta capaz de estremecer una vida.
Esto conlleva a la necesidad de estar alerta y prestar atención a quienes aparecen en nuestra historia, aunque sea por un minuto, dado que muchos pueden ser portadores de la sal que fermenta y transforma. Es que “ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados” (Ernesto Sabato).
Viajo mucho, y para no sentirme extranjero en todas partes practico, desde hace años, ciertos rituales que apuntalan el arraigo a la tierra donde la vida me lleva en cada oportunidad. Así, al llegar a cada ciudad que ya conozco, tengo determinados lugares que suelo visitar. Por ejemplo, cada vez que voy a Córdoba, España, recorro la Mezquita, convertida en el siglo XIII en la actual Catedral de Santa María de Córdoba.
Esta mezquita fue construida en el siglo VIII sobre las ruinas de la basílica visigoda de San Vicente, y vaya uno a saber sobre qué otro templo fue levantada esa basílica. Es en los arcos denominados mihrab donde puede observarse la evolución de la construcción: las columnas visigodas con arcos de herraduras, que resultaban demasiado bajos para los musulmanes, por lo cual añadieron pilares sobre las columnas y dispusieron otros más altos sin derribar los anteriores. Estos arcos policromados son mi punto de referencia y anclaje; me dan una sensación de arraigo profundo y me recuerdan que los apegos pueden convivir con la belleza, y que también se puede construir sobre experiencias ya vividas.
En ocasión de este relato, viajé desde Madrid a Córdoba en tren. Me ubiqué en un asiento de pasillo. En el de la ventanilla viajaba un hombre que en cierto momento del trayecto me preguntó: “¿Usted conoce Córdoba?”. Con cierta falta de entusiasmo respondí que sí. Él insistió: “¿Y le gusta?”. Mi respuesta cortante denotó mi empeño en evitar la conversación: “Sí, me gusta mucho Córdoba”. Pero sin darse por aludido, continuó: “Yo sigo, no bajo en Córdoba. Esta mañana, arreglando unas cosas, se me cayó una postal de Córdoba que alguien me regaló o la compré; se la voy a dar, se la regalo, la tengo aquí en el bolsillo, no sé por qué la puse en el bolsillo…, y la verdad, se la regalo”.
La situación no resultaba cómoda, pero más por hábito que por sentires, pude articular un “muchas gracias” y guardé la postal en la mochila. Luego de arribar a destino, vacío la mochila en el hotel y aparece la postal. En el dorso veo algo escrito a mano: una frase de san Juan que repito con frecuencia. Debajo de la frase había una dirección en la misma Córdoba. De manera que, para ser consecuente con lo que enseño, me dirigí al lugar y allí descubrí una pequeña librería con mesas sobre las cuales se apilaban textos de lo más disímiles. A poco de revisar, encontré un libro que hacía muchos años estaba buscando sin haberlo podido conseguir hasta ese día. Este evento es una sincronicidad que enseña que hay que prestar atención a quienes aparecen en la vida.
Jorge Luis Borges decía en una entrevista: “Uno puede darse cuenta de que el otro es inteligente, aunque el otro no diga nada. Uno está recibiendo continuamente algo, hasta los sufrimientos, hasta los sacrificios, hasta los maleficios, todo tiene algún fin. En el caso del poeta, todo lo que le pasa es una especie de arcilla que tiene que transformar, que moldear en belleza, y así todas las cosas se justifican, y los males también. Las ideologías también, la ceguera también. Yo debo agradecer esos dones, aunque, a veces, sean o parezcan terribles”.
Muchos amanecen cada día buscando mejorar y armonizar su vida. Creen que si superan con esfuerzo sus defectos –o al menos intentan controlarlos–, si hacen obras de caridad y le dedican sesenta minutos diarios a la meditación, un día descubrirán el “despertar de la conciencia”. Si bien estas acciones orientan a vivir de modo consciente, el inicio del proceso sea, quizás, el menos esperado, más mundano y a la mano, y menos dramático.
5. COMPRENDER Y EXPLICAR
Ya hablamos sobre la dirección de estas dos orientaciones del espíritu humano a la hora de darse cuenta del valor de cada una de ellas en la vida de una persona. Ahora quiero presentar una visión de conjunto de sus fortalezas y debilidades.
Comprender, en principio, supone poner el acento en los motivos que alientan una conducta que obliga a bucear en las intenciones interiores de una persona, tratando de conectar las vivencias que en ella acontecen, sin pretender con eso elaborar ninguna teoría, ni deducir leyes, sabiendo que los resultados de este enfoque cualitativo tendrán conclusiones relativas –aunque estemos en relación directa con lo estudiado–, por el solo hecho de nuestra participación subjetiva en el acto de comprender. De manera que esta dirección del conocimiento permite descubrir sentidos, a partir de la comprensión del mundo interior de una persona, pero tiene limitaciones a la hora de expandir esta deducción a otras o para generalizar conclusiones.
Explicar, por su parte, implica hallar las causas que provocan una conducta. Por esta razón obliga a la observación desde el exterior de la persona, conectando los hechos tal como aparecen, intentando formular teorías y encontrar leyes, sostenidas en datos cuantitativos que permitan predicciones precisas, y recolectados a partir de experimentos objetivos, en una relación mediatizada por instrumentos y distanciada de lo subjetivo. Por este camino, el conocimiento que se logra permite establecer leyes que facilitan determinar las conductas posibles cuando existen ciertas causas específicas, pero resulta poco útil a la hora de entender lo que sucede en la intimidad de la persona que expresa esa conducta.
La cuestión clínica, entonces, gravita en interrogarse acerca de cómo es susceptible articular estos dos relojes, para explicar así la naturaleza de la génesis de un padecer, y al mismo tiempo comprender su significado. Es decir, bucear por la historia y la trama al mismo tiempo.