H. G. Wells

La isla del doctor Moreau


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      El camarote en el que desperté era pequeño y bastante desaliñado. Un hombre, más bien joven y rubio, con erizado bigote de color pajizo y el labio inferior caído, estaba sentado junto a mí, sosteniéndome la muñeca. Nos miramos por espacio de un minuto sin decir una palabra. Tenía ojos grises y acuosos, extrañamente desprovistos de expresión.

      Entonces se oyó un ruido arriba, como si arrastraran una cama de hierro, y el gruñido furioso y apagado de un gran animal. En ese momento el hombre habló de nuevo.

      Repitió su pregunta:

      —¿Cómo se encuentra ahora?

      Creo que dije encontrarme perfectamente. No conseguía recordar cómo había llegado hasta allí. Debió de interpretar la pregunta en mi rostro, pues no podía articular palabra.

      —Lo encontramos en un bote, medio muerto de hambre. El bote se llamaba Lady Vain y había manchas de sangre en la borda.

      En ese momento vi mi mano, flaca como una bolsa de piel sucia y llena de huesos, y entonces recordé todo lo ocurrido en el bote.

      —¡Tome un poco de esto! —dijo, y me dio una sustancia helada de color carmesí. Sabía a sangre y me devolvió las fuerzas.

      —Tiene suerte de haber sido rescatado por un barco con médico abordo —exclamó con cierto dejo ceceante.

      —¿Qué barco es éste? —pregunté despacio, con la voz ronca luego de tan largo silencio.

      —Es un pequeño mercante que viene de Arica y Callao. Nunca pregunté cuál fue su puerto de origen. El país de los tontos, supongo. Yo vengo de Arica. El estúpido a quien pertenece, que también es su capitán, un tal Davis, ha perdido su certificado o algo por el estilo. Ya sabe cómo es esa gente; le llama Ipecacuanha a este cascarón: ¡nombre endiablado donde los haya! Pero cuando la mar está sin una gota de viento, se porta bien.

      Se reanudaron los ruidos arriba: un gruñido y una voz humana. Luego se oyó otra voz que desistía diciendo:

      —¡Maldito idiota!

      —Estaba medio muerto —continuó mi interlocutor—. Lo cierto es que le faltaba muy poco. Pero le di un brebaje. ¿Siente los brazos doloridos? Inyecciones. Ha estado inconsciente durante casi treinta horas.

      Me quedé pensativo. Entonces me distrajo el ladrido de unos perros.

      —¿Podría tomar algo sólido? —pregunté.

      —Gracias a mí —respondió él—. El cordero está cociendo.

      —Sí —dije con convicción—. No me vendría mal un poco de cordero.

      —Pero —dijo con momentánea vacilación—, yo me muero por saber qué hacía usted solo en ese bote.

      Me pareció detectar cierto recelo en sus ojos.

      —¡Malditos aullidos!

      Salió bruscamente del camarote, y lo oí discutir acaloradamente con alguien que respondía en una especie de jerga. Parecía que aquello iba a terminar en una pelea, pero creo que mis oídos se equivocaban en esto. Luego gritó a los perros y regresó al camarote.

      —Bien —dijo desde el pasillo—. Estaba empezando a contarme algo.

      Le dije que me llamaba Edward Prendick y que había decidido dedicarme a las ciencias naturales para huir del aburrimiento de una holgada independencia. Aquello pareció interesarle.

      —Yo también me he dedicado a las ciencias. Estudié Biología en la universidad: extraía el ovario de la lombriz y la rádula de la serpiente, y cosas así. ¡Dios mío! Hace ya diez años. Pero continúe, continúe. Hábleme del bote.

      Se mostraba abiertamente complacido por la franqueza de mi relato, que transmití con frases concisas, pues me sentía terriblemente débil, y cuando terminé, retomó el tema de las ciencias naturales y sus estudios de Biología. Luego empezó a preguntarme por Tottenham Court Road y Gower Street.

      —¿Todavía existe Caplatzi? ¡Qué magnífico establecimiento!

      Había sido, era evidente, un estudiante de medicina de lo más normal, y no pudo evitar hablar de los cabarets. Me contó algunas anécdotas.

      —¡Lo dejé todo hace diez años! ¡Qué tiempos tan alegres! —exclamó—. Pero cometí una enorme tontería. Me marché antes de cumplir los veintiuno. Ahora todo es diferente... En fin, voy a ver qué está haciendo el inútil del cocinero con su cordero.

      Los gruñidos de arriba se reanudaron tan de repente y con tal furia que me sobresaltaron.

      —¿Qué es eso? —pregunté. Pero la puerta ya se había cerrado.

      Regresó al cabo de un rato con el cordero guisado, y su apetitoso aroma me hizo olvidar de inmediato los rugidos de la fiera.

      Tras un día en el que no hice más que dormir y alimentarme, me sentí con fuerzas para salir de la litera e ir hasta el portillo a contemplar el verde mar que se esforzaba por seguir nuestro ritmo. Me pareció que la goleta corría más que el viento. Montgomery, así se llamaba el joven rubio, volvió a entrar, y le pedí algo de ropa. Me prestó algunas prendas suyas, pues las que yo llevaba, dijo, las habían tirado por la borda. Me quedaban bastante grandes, pues él era alto y de piernas largas.

      Como por casualidad comentó que el capitán estaba más que medio borracho en su camarote. Mientras aceptaba las ropas empecé a hacerle algunas preguntas sobre el destino del barco. Dijo que se dirigía a Hawái, pero que antes tenían que dejarlo en tierra a él.

      —¿Dónde? —pregunté.

      —En una isla... Donde vivo. Que yo sepa, no tiene nombre.

      Me miró con el labio inferior caído, y de pronto pareció tan deliberadamente bobo que comprendí que intentaba eludir mis preguntas. Tuve la discreción de no hacer ninguna más.

      Un rostro extraño

      Al salir del camarote encontramos en la toldilla a un hombre que nos impedía el paso. Estaba de pie en la escala, de espaldas a nosotros, mirando por encima de los cuarteles de la escotilla. Vi que se trataba de un hombre deforme, bajito, ancho, torpe y encorvado, con el cuello peludo y la cabeza hundida entre los hombros. Llevaba ropa de sarga azul marino y tenía una espesa mata de áspero pelo negro. Los perros invisibles gruñeron ferozmente y él retrocedió al instante, rozando la mano que yo había alargado para apartarlo de mí. Se volvió con la rapidez de un animal.

      La súbita visión de aquel rostro negro me impresionó profundamente de un modo que no sabría definir. Era un rostro extrañamente deformado. La parte inferior sobresalía y recordaba vagamente a un hocico, mientras la enorme boca entreabierta mostraba los dientes más grandes que jamás había visto en un ser humano. Tenía los ojos inyectados en sangre, sin apenas blanco alrededor de las pupilas avellanadas. Un curioso destello de excitación le iluminaba el rostro.

      —¡Maldito seas! —exclamó Montgomery—. ¿Por qué diablos no te quitas de en medio?

      El hombre se apartó sin decir palabra.

      Continué subiendo por la escala de toldilla, mirándolo instintivamente. Montgomery se detuvo un momento al pie de la escala.

      —Sabes que no tienes nada que hacer aquí —dijo pausadamente—. Tu sitio está en proa.

      El hombre se acobardó.

      —No... me querrán allí —dijo muy despacio, con voz ronca y extraña.

      —¡No te querrán! —exclamó Montgomery con tono amenazador—. Pero yo te digo que vayas.

      Estaba a punto de añadir algo, pero de pronto me miró y me siguió escala arriba. Me había detenido a medio camino, observando todavía atónito la grotesca fealdad de aquella criatura de rostro negro. Jamás había visto una cara tan repulsiva y poco común, y al mismo tiempo, valga la contradicción,