H. G. Wells

La isla del doctor Moreau


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y haber olvidado el momento preciso era algo que escapaba a mi imaginación.

      El movimiento que hizo Montgomery para seguirme me apartó de mis pensamientos y me volví para mirar a mi alrededor, hacia la cubierta corrida de la pequeña goleta. Los ruidos que había oído casi me habían preparado para lo que entonces observé. A decir verdad, en la vida había visto una cubierta tan sucia. Estaba alfombrada por peladuras de zanahoria y restos de verdura; la cantidad de mugre era indescriptible. Atados con cadenas al palo mayor había varios perros de caza, de aspecto espeluznante, que al verme comenzaron a saltar y a ladrar, y junto al palo de mesana se encontraba un enorme puma encerrado en una jaula de hierro, tan pequeña que el animal apenas tenía espacio para darse la vuelta. Un poco más allá, bajo la batayola de estribor, vi unas jaulas muy grandes llenas de conejos y, delante de ellas, una especie de cajón muy pequeño donde se apretujaba una llama solitaria. Los perros llevaban bozales de cuero. Un marinero demacrado y silencioso que manejaba el timón era el único ser humano en toda la cubierta.

      Las sucias y parcheadas maricangallas se habían tensado antes de que comenzara a soplar el viento, y arriba, en la arboladura, la pequeña embarcación parecía llevar todas sus velas desplegadas. El cielo estaba despejado, y el sol se hallaba en la mitad de su declive hacia poniente; largas olas que la brisa coronaba de espuma se deslizaban a nuestro ritmo. Pasamos junto al timonel, nos dirigimos al coronamiento de popa y contemplamos la espuma que formaba el agua y las burbujas que bailaban y se desvanecían en su estela. Me volví para comprobar la eslora del barco.

      —¿Qué es esto, una casa de fieras flotante? —pregunté.

      —Eso parece —respondió Montgomery.

      —¿Por qué llevan esos animales? ¿Como mercancía o curiosidad? ¿O es que el capitán piensa venderlos en los Mares del Sur?

      —Eso parece, ¿verdad? —repitió Montgomery, volviéndose de nuevo hacia la estela.

      De pronto oímos un grito y una sarta de blasfemias procedentes de la toldilla, y vimos al hombre deforme de rostro negro trepar precipitadamente por la escala. Un hombre de abundante pelo rojo, tocado con una gorra blanca, le pisaba los talones. Al ver al primero, los perros, que ya se habían cansado de ladrarme, se pusieron muy nerviosos y empezaron a aullar y a tirar de sus cadenas. El negro vaciló un instante, momento que el pelirrojo aprovechó para alcanzarlo y asestarle un terrible puñetazo entre los omóplatos. El pobre diablo cayó como un buey abatido, rodando sobre la suciedad entre los enfurecidos perros. Tuvo suerte de que llevaran bozales. El pelirrojo lanzó un grito de júbilo y se balanceó con grave riesgo de caer hacia atrás por la escala de toldilla o hacia adelante sobre su víctima.

      Cuando apareció el segundo hombre, Montgomery reaccionó violentamente:

      —¡Apóyese ahí! —le reconvino. Dos marineros aparecieron en el castillo de proa.

      Aullando de un modo extraño, el negro rodó bajo las patas de los perros sin que nadie intentara ayudarlo. Las bestias hicieron cuanto podían por atacarlo, embistiéndolo con los hocicos. Sus ágiles cuerpos grises interpretaron una rápida danza sobre la torpe figura postrada. Los marineros los animaban como si de un juego se tratara. Montgomery profirió una airada exclamación y se alejó por la cubierta a grandes zancadas. Yo fui tras él.

      Un segundo después, el negro se incorporó y se alejó gateando, pero tropezó con los obenques de mayor y fue a parar contra la batayola, donde quedó jadeando y mirando a los perros por encima del hombro. El pelirrojo rio con satisfacción.

      —¡Mire, capitán! —dijo Montgomery, agarrando al pelirrojo del brazo—. Esto no puede ser.

      Yo estaba de pie detrás de Montgomery. El capitán dio media vuelta y lo miró con sus apagados y solemnes ojos de borracho.

      —¿Qué es lo que no puede ser? —preguntó, y luego de mirar a Montgomery entre sueños por espacio de un minuto, añadió—: ¡Malditos matasanos!

      Sacudió bruscamente los brazos para liberarse y, tras dos infructuosos intentos, hundió en los bolsillos los puños cubiertos de pecas.

      —Ese hombre es un pasajero —dijo Montgomery—. Le aconsejo que no le ponga las manos encima.

      —¡Al diablo! —exclamó el capitán, volviéndose bruscamente y tambaleándose en dirección a la banda—. Éste es mi barco, y hago lo que quiero —dijo.

      Creo que Montgomery debería haberlo dejado en paz, habida cuenta que estaba borracho, pero se limitó a ponerse un poco más pálido y siguió al capitán hasta la batayola.

      —¡Escuche, capitán! No consentiré que uno de mis hombres sea maltratado. Desde que subió a bordo no han hecho más que agobiarlo —dijo.

      Los vapores etílicos dejaron al capitán sin habla durante un minuto.

      —¡Malditos matasanos! —fue cuanto consideró necesario añadir.

      Comprendí que Montgomery tenía un temperamento lento y obstinado, de los que se calientan día a día hasta ponerse al rojo vio y nunca llegan a enfriarse lo suficiente para perdonar, y comprendí también que la disputa venía de antiguo.

      —Está borracho —dije, quizá entrometiéndome—; no servirá de nada. Montgomery frunció el labio inferior de un modo desagradable.

      —Siempre está borracho. ¿Cree usted que eso le da derecho a atacar a sus pasajeros?

      —Mi barco —comenzó el capitán, señalando a las jaulas con mano temblorosa— era un barco limpio. Y mire ahora.

      Desde luego, era cualquier cosa menos limpio.

      —Y la tripulación —continuó el capitán—, limpia y respetable.

      —Usted accedió a llevar los animales.

      —¡Ojalá nunca hubiera conocido su isla infernal! ¿Para qué diablos quiere animales en una isla como ésa? Y ese amigo suyo... Suponiendo que sea un hombre. Es un lunático. ¿Qué se le había perdido en la popa? ¿O cree usted que este maldito barco le pertenece por completo?

      —Sus marineros no han dejado de acosar al pobre diablo desde que subió abordo.

      —Eso es exactamente lo que es: un diablo, un diablo feo. Mis hombres no lo soportan. Yo no lo soporto. Nadie lo soporta. Ni siquiera usted.

      Montgomery se dio la vuelta.

      —De todos modos, deje en paz a ese hombre —dijo, con un movimiento de cabeza. Pero el capitán tenía ganas de pelea y, alzando la voz, añadió:

      —Si vuelve a aparecer por aquí, lo haré pedazos. Se lo advierto. ¿Quién es usted para decirme lo que he de hacer? Ya le he dicho que soy el capitán de este barco: capitán y propietario. Aquí mando yo. Acordé llevar a un hombre y a su ayudante hasta Arica, y a llevarlo de regreso con algunos animales. No a llevar a un diablo loco y a un estúpido matasanos, un...

      El insulto que le espetó a Montgomery carece de importancia. Vi cómo este último daba un paso hacia adelante.

      —Está borracho —dije. El capitán volvió a insultarlo en términos aún más groseros.

      —¡Cállese! —dije, volviéndome hacia él bruscamente, pues la expresión de Montgomery me indicó que el asunto se ponía peligroso. Mi intervención hizo que el chaparrón cayera sobre mí.

      Sin embargo, me complació poner fin a aquella discusión que estaba a punto de convertirse en pelea, aun a riesgo de granjearme la enemistad del capitán borracho. No creo haber oído jamás tal sarta de groserías en boca de un hombre, y eso que he frecuentado la amistad de personajes bastante excéntricos. Había en todo ello algo que se me hacía intolerable, aunque soy hombre de buen carácter. Pero, a decir verdad, en el momento de ordenar al capitán que se callara olvidé que yo no era más que un insignificante ser humano, privado de recursos y sin haber pagado por mi pasaje, un mero accidente a merced de la generosidad (o el interés especulativo) del barco. El capitán me lo recordó enérgicamente. No obstante, había evitado una pelea.