H. G. Wells

La isla del doctor Moreau


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la pasarela, donde Montgomery conversaba con un hombre de abundante pelo blanco, vestido con unos sucios pantalones de franela azul, que al parecer acababa de subir a bordo.

      —Por ahí, maldito señor Cállese. Por ahí —rugió el capitán. Montgomery y su acompañante se volvieron al oírlo.

      —¿Qué quiere decir? —pregunté.

      —Por ahí, maldito señor Cállese. Eso es lo que quiero decir. Fuera de mi barco, señor Cállese. Estamos limpiando el barco. Estamos limpiando el maldito barco. Y usted se marcha.

      Lo miré perplejo. Luego pensé que era exactamente lo que deseaba. La perspectiva de hacer la travesía como único pasajero de aquel borracho pendenciero no era como para alegrarse. Me volví hacia Montgomery.

      —Aquí no puede quedarse —dijo secamente el acompañante de Montgomery.

      —¡Que no puedo quedarme! —exclamé horrorizado. Tenía la expresión más rotunda y decidida que había visto en la vida.

      —Mire —comencé, volviéndome hacia el capitán.

      —¡Fuera! —dijo éste—. Este barco no es para bestias y caníbales; peor que bestias. Usted se larga de aquí, señor Cállese. Si no puede quedarse con ellos, vaya a la deriva. ¡Como quiera, pero váyase! Con sus amigos. He terminado con esta maldita isla para siempre. ¡Ya está bien!

      —¡Pero Montgomery! —supliqué.

      Montgomery frunció el labio inferior y negó con la cabeza mirando sin esperanza al hombre del pelo gris, como diciendo que no podía hacer nada por ayudarme.

      —Luego me ocuparé de usted —dijo el capitán.

      Entonces comenzó un curioso altercado a tres bandas. Yo suplicaba a los tres hombres alternativamente; primero al hombre del pelo gris para que me dejara permanecer en la isla, y luego al capitán borracho para que me permitiera seguir a bordo. Incluso les rogué a los marineros. Montgomery no dijo una palabra; se limitó a negar con la cabeza.

      —¡Usted se marcha! Ya se lo he dicho —insistía el capitán—. ¡Al diablo con la ley!

      Aquí mando yo.

      Debo confesar que, finalmente, en medio de una enérgica amenaza se me quebró la voz. Preso de un histérico arrebato de orgullo me marché a popa y allí me quedé, con la mirada perdida en el infinito.

      Mientras tanto, los marineros desembarcaban los paquetes y las jaulas. Una gran embarcación con dos velas al tercio aguardaba a sotavento de la goleta, y en ella se cargaba el extraño surtido de mercancías. En ese momento no vi las manos que recogían los paquetes, pues el casco del barco quedaba oculto tras el costado de la goleta.

      Ni Montgomery ni su acompañante me prestaron la menor atención, ocupados como estaban en ayudar y dirigir a los cuatro o cinco marineros que descargaban las mercancías. Me sentía desesperado. En un par de ocasiones, mientras esperaba que las cosas se resolvieran por sí solas, no pude resistir la tentación de reírme de mi triste situación. Lo que más me molestaba era que no podía desayunar. El hambre y la falta de glóbulos rojos le quitan la entereza a cualquiera. Era consciente de que carecía de fuerza tanto para oponerme a los designios del capitán como para imponerme sobre Montgomery y su compañero, de modo que opté por esperar pacientemente, mientras seguían trasladando las pertenencias de Montgomery a la lancha como si yo no existiera.

      Concluido el trabajo comenzó la pelea; me arrastraron hacia la pasarela sin que apenas ofreciera resistencia, si bien pude fijarme en los extraños y oscuros rostros de los dos hombres que estaban con Montgomery en la lancha. Pero la lancha estaba ya completamente cargada y se alejaba rápidamente. Divisé debajo de mí un espacio de agua verde que se ensanchaba cada vez más, y tiré hacia atrás con todas mis fuerzas para no caer de cabeza.

      Los hombres de la lancha lanzaban exclamaciones de burla, y oí que Montgomery los insultaba. Luego, el capitán, el piloto y uno de los marineros que lo ayudaban me empujaron hacia popa. Habían remolcado el chinchorro del Lady Vain, que estaba medio lleno de agua, sin remos ni provisiones. Me negué a subir a bordo y me tumbé en cubierta. Finalmente, me bajaron por una cuerda, pues no tenían escala de popa; luego cortaron la cuerda y me dejaron a la deriva.

      Me alejaba lentamente de la goleta. Vi con estupor que todas las manos se ocupaban del aparejo y, despacio pero con seguridad, la goleta viró en la dirección del viento, que hinchaba y ondeaba las velas. Me quedé mirando el maltrecho costado de la goleta, que se escoraba de forma abrupta hacia mí. Finalmente desapareció de mi campo visual.

      No me volví para mirarla. Al principio apenas daba crédito a lo ocurrido. Permanecí encogido en el suelo del chinchorro, atontado y con la mirada perdida en el mar tranquilo como una balsa de aceite. Entonces comprendí que volvía a mi pequeño infierno, esta vez medio empapado. Miré hacia atrás, por la borda, y vi alejarse a la goleta y al capitán pelirrojo burlándose de mí desde el coronamiento de popa; luego, volviéndome hacia la isla, vi la lancha, cada vez más pequeña, acercándose a la playa.

      De pronto comprendí claramente la crueldad de mi abandono. No había manera de llegar a tierra, a menos que tuviera la suerte de que fuera arrastrado por la corriente. Además, seguía estando muy débil tras mi aventura en el bote; tenía el estómago vacío y me sentía mareado, de lo contrario habría mostrado más valor. Rompí a llorar como no lo hacía desde que era niño. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. En un arrebato de desesperación golpeé con los puños el agua que había en el suelo y la emprendí a patadas contra las paredes del bote. Le rogué a Dios en voz alta que me dejara morir.

      Los siniestros hombres del bote

      Pero al ver que iba completamente a la deriva, los de la isla se apiadaron de mí. Me deslizaba lentamente hacia el este, acercándome a la isla en diagonal, y con alivio casi histérico vi que la lancha viraba y acudía en mi ayuda. Iba muy cargada y, cuando estuvo más cerca, distinguí al acompañante de Montgomery, el hombre de pelo blanco y anchas espaldas, sentado entre los perros y las cajas en las escotas de popa. Me miraba fijamente sin hablar ni moverse. El tullido de la cara negra me observaba con igual intensidad desde la proa, donde se encontraba el puma. Había otros tres hombres, extraños y de aspecto brutal, a quienes los perros gruñían ferozmente. Montgomery, quien llevaba el timón, acercó la lancha hasta el chinchorro, y agarró y aseguró mi amarra a la caña del timón para remolcarme, pues no había espacio a bordo.

      Para entonces ya había superado mi ataque de histeria y respondí a su saludo mientras se acercaba valientemente. Le dije que el chinchorro estaba casi inundado y me pasó un cubo. Al tensarse la cuerda entre las dos embarcaciones di una sacudida hacia atrás. Durante un rato estuve muy ocupado achicando el agua.

      Cuando terminé de sacar toda el agua que habían cargado intencionadamente en el chinchorro, pues éste se hallaba en perfecto estado, pude al fin mirar a la gente de la lancha.

      El hombre de pelo blanco seguía observándome con insistencia, pero con una expresión que ahora se me antoja de perplejidad. Cuando mi mirada se encontró con la suya, bajó la vista, concentrándose en el perro que tenía sentado sobre las rodillas. Era un hombre muy fornido, como ya he dicho, de frente estrecha y rasgos muy marcados; sus ojos mostraban esa extraña flacidez sobre los párpados que a veces sobreviene con los años, y las comisuras de los gruesos labios, caídas hacia abajo, le conferían una expresión de pugnaz determinación. Se dirigió a Montgomery con tono demasiado bajo para que pudiera oírlo. Desplacé la mirada hacia sus tres hombres. ¡Qué extraña tripulación formaban! Sólo vi sus caras, pero había algo en ellas –no supe decir qué– que me produjo un curioso escalofrío. Los miré fijamente, sin que esta impresión me abandonara y sin llegar a entender qué la producía.

      En ese momento me parecieron mulatos, pero llevaban las piernas y los brazos vendados hasta los dedos con una tela fina y sucia de color blanco. Nunca había visto hombres tan cubiertos, y mujeres sólo en Oriente. También llevaban turbantes, bajo los cuales asomaban sus rostros menudos, con la mandíbula inferior prominente y los ojos brillantes. Tenían