explotación, dinero, y que, al mismo tiempo, busca ser parábola y declaración. Hay momentos en la película que realmente transmiten estos contenidos.
La historia de Pura sangre es la de un anciano millonario propietario de ingenios azucareros, que necesita para sobrevivir transfusiones de sangre de personas jóvenes y de su mismo sexo. Para obtener esta sangre, su hijo, un tecnócrata sin escrúpulos, contrata los servicios de dos hombres y una enfermera. Este trío, sin duda lo mejor de la película, realiza una macabra labor con una especie de bonhomía y despreocupación, como si se tratara de un trabajo cualquiera. Los momentos en que observamos a estos tres en su condición de pequeñoburgueses comunes y corrientes, son lo mejor de la película. El problema es que el guion no le imprime a esa historia el ritmo necesario para que la sátira macabra adquiera su verdadero sentido, y después de unos minutos la historia comienza a arrastrarse, intentando vivir del anecdotario adicional y de un rebuscado color local. Empeñado en que no se nos olvide que la película tiene lugar en Cali, cuando Ospina comienza a enredar su historia en criminología económica, uno comienza a tener la sensación de que ha desaprovechado sus oportunidades y que el exceso de búsqueda de corrección técnica pudo haber impedido lo más importante de parte del director: la concentración en los personajes, la tridimensionalidad de las situaciones. En toda la película se nota una gran timidez del director frente a su gente, y los personajes, abandonados un poco a sí mismos, terminan acusándolo de cinismo y de tremendismo: uno termina pensando que la búsqueda de espectadores a toda costa despersonalizó esta historia que podría haber sido tremenda, en el verdadero sentido, haber reflejado y hecho reconocible nuestra realidad.
En todo caso, Pura sangre es una película apreciable, con valores que indican nuevos e interesantes derroteros para este pobre y poco rentable cine colombiano. Luis Ospina ha visto mucho cine y tiene una experiencia muy lúcida en los problemas de este oficio. Es de esperar que este bautismo cinéfilo lo lleve a cosas verdaderamente personales. La película está dedicada a Andrés Caicedo, compañero de Ospina desde la infancia e importante representante de lo que podría ser una nueva cultura de la provincia colombiana, particularmente del Valle del Cauca. Caicedo tiene en su obra literaria una ternura frente a sus personajes que Ospina no logra en Pura sangre. Ambos comparten el defecto de pensar que su fascinación burguesa con la subcultura caleña es igual a la esencia de esa ciudad. Es tomar la parte por el todo, y el resultado, aunque les duela, es una nueva y muy sofisticada forma de “agarrar pueblo”.
Una imagen se queda en la memoria: al final de la película el negro Babalú, a quien se le imputan los crímenes cometidos por el trío asesino, pronuncia frente a una cámara de video un monólogo alucinante en primer plano, en que se atribuye toda la responsabilidad. Es el personaje más real, más vivo de toda la película y, al mismo tiempo, el más vampiresco, el más terrible. El frenesí, la locura, el alma, la energía con la que pronuncia este discurso absurdo y macabro es lo que podría, lo que debería haber sido la película entera.
El Colombiano, 23 de junio de 1982
La virgen y el fotógrafo
La plata es triste
Papageno:
Mi niña, ¿qué vamos a decir ahora?
Pamina:
¡La verdad! ¡La verdad!, aunque sea delito
La flauta mágica
Por unos instantes uno tiene la sensación de que va a ser testigo de una intriga vital, de que, por fin, una historia real con personajes reales va a nacer en la pantalla colombiana. No sé si esa sensación provenga de lo que las imágenes muestran o sea, tan solo, la proyección de los propios deseos. Un hermoso pueblo del Valle del Cauca, un fotógrafo un poco intelectual y un poco duro (individualista pero honesto, una especie de Humphrey Bogart), los gamonales y su monopolio del transporte, un joven y valiente activista radical: todos estos son los componentes de una película que uno imagina excelente. Pero todo es un espejismo. Muy pronto uno se despierta y se da cuenta de que lo filmado por Luis Alfredo Sánchez no es la película que uno buscaba sino, simplemente, una vez más, la “típica” película colombiana. Es decir, no la obra que se construye a partir de una historia o de un tema y en la que una narración y unos personajes van tomando cuerpo, sino la colección de ingredientes unidos por una trama viscosa e inestable, organizados en un show de números varios.
Esos ingredientes son, entre otros, las nalgas de Amparo Grisales, la imagen televisiva de Franky Linero, la blasfemia barata, la soplada de coca, la rumba caleña bisexual, Bésame mucho, los cinco gramos de crítica social, la cita de Antonioni para los cinéfilos, Pachito Eché para los hinchas vallunos de fútbol...
¿De qué trata La virgen y el fotógrafo? Difícil decirlo. Luis Alfredo Sánchez quería hacer un largometraje, sin que parezca haberle importado mucho cuál. Con ello se unió a la tragedia permanente de nuestro cine, al desespero neurótico de querer ser “popular” antes de ser uno mismo. Y “popular”, sin duda, lo va a ser, porque a La virgen y el fotógrafo no le faltará público. En fin de cuentas, si una película no es buena, es de desear que no sea, además, un fracaso económico.
En La virgen y el fotógrafo no hay historia. Hay solo un esbozo, el fantasma de una historia. Unos jóvenes, miembros de una familia de gamonales corrompidos de provincia, se roban el collar de una imagen de la virgen de la parroquia local. El fotógrafo del pueblo se pone a seguir las pistas del robo emulando al protagonista de Blow Up, cuyo afiche cuelga en su estudio, para nada, de fotógrafo de pueblo. Un día, por casualidad, toma fotos de una orgía, en donde sale a relucir la joya robada: la justicia triunfa y el fotógrafo se convierte en héroe. El nivel de este argumento es el de los sainetes de Sábados felices televisivos y, en comparación, la trama de El taxista millonario parece obra de Marcel Proust.
Claro, un argumento no hace una película y la atmósfera y la credibilidad de los personajes podrían hacer de una historia como esta una farsa gustosa, una parodia de doble fondo. El problema es que en La virgen y el fotógrafo ni la atmósfera ni los personajes logran anotar un solo punto a favor. Veamos la atmósfera: un hermoso pueblo del Valle del Cauca que al principio de la cinta aparece muy prometedor desaparece como presencia, deja muy pronto de ser “personaje”. Ocasionalmente sus hermosas casas y calles vuelven a la conciencia del espectador, muy pocas veces utilizadas como escenario de acontecimientos y casi siempre (con estética Inravisión) limitadas a ser lugares de transición de un interior a otro. Ahora bien, estos interiores aparecen artificiosos, construidos (o adaptados), extrañamente inexpresivos y alejados de lo que se supone que sea el pueblo que los contiene. Característica, en este sentido, es una de las secuencias iniciales, en la que el fotógrafo mira, a través de una ventana, una procesión que pasa por la calle. Equivocado debía estar el viejo Kuleshov al afirmar que el montaje de planos rodados en diferentes lugares crea, por yuxtaposición y automáticamente, un nuevo espacio. El espectador comprende inmediatamente que entre los planos del interior y los de la calle hay un abismo, una continuidad meramente inventada. Los planos de la procesión tienen vida propia, representan gente real y son una de las pocas cosas bonitas de la película. Los planos de Linero en la ventana, en cambio, son los “típicos” planos del cine colombiano. La contraposición de estos dos tipos de imagen es la denuncia espontánea que la película hace de sí misma. Incluso, muy pronto la realidad comienza a serle molesta al director y entonces se concentra, no ya en los ricos detalles que la procesión le ofrece, sino en los muslos de la actriz adolescente: de nuevo nuestra estética típica al ataque, heredera de las peores tradiciones voyeuristas del cine mexicano y del mal cine italiano. Esto sobre atmósfera.
En cuanto a personajes: sobre el papel hay tres (o dos y medio); los demás son fantasmas. El fotógrafo está, más o menos, delineado como individualista crítico, como ser humano de una cierta complejidad. Esto en el guion. No resulta así en la película terminada por la incapacidad del actor Linero para expresar verosímilmente los matices y, por supuesto, la del director para acentuar los momentos que harían visibles estos matices. Los otros dos son, de partida, puros clisés, aunque tendrían dramáticamente ciertas posibilidades: el uno es el policía narcisista, cuyo intérprete revela un serio esfuerzo interpretativo,