activista político. El actor que lo representa es el mejor de toda la película, el único que logra verosimilitud. Todos los demás son deplorables. Por una parte las caricaturas: el hippy, el cura (la figura de cura que ofrece Santiago García es de un nivel tan primitivo como no se permitiría Jairo Pinilla. Una muestra de la deletérea influencia que el teatro colombiano ha ejercido sobre nuestro incipiente cine).
La caricatura insulsa que en La virgen y el fotógrafo realiza un actor respetado revela claramente la falta de concentración en la psicología de los personajes, la falta de observación de la realidad que reina en esta película de Luis Alfredo Sánchez. Los demás personajes de la película deambulan por ella de alguna manera, unos con más frecuencia que otros. Las tres damas de la película, si bien comparten honores de afiche con Linero, pertenecen más bien al grupo de los deambuladores: Amparo Grisales, Mónica Herrán y Matilde Suescún son (supongo) algo así como las representantes de tres clases de amor (pasional, amor-amor y amor platónico). Decir que actúan es una exageración, porque a duras penas hablan. Solo se exhiben, en grados equivalentes a su edad, a su desparpajo y a su imagen pública. Al grupo de los fantasmas ambulantes pertenecen también la señora rica y perversa, el peluquero y, curiosamente, el gamonal y sus lugartenientes. Estos señores, se supone, deberían haber sido los antagonistas del fotógrafo, los encargados de mantener en movimiento la tensión y la contradicción de la historia. En realidad nunca hay un enfrentamiento ni nada semejante o equivalente. Imposible también dejar de nombrar al díscolo hijo del cacique, quien después de una extraña ronda motociclística con una chica topless, lleva a cabo con su padre uno de los diálogos más alucinantes de la historia del cine.
Bueno, pero no quiero simplificar las cosas con la parodia. El problema serio consiste en que La virgen y el fotógrafo ejemplifica muy bien nuestras manías cinematográficas y es bueno, con toda honestidad, cumplir con la tarea de llamar la atención sobre dichas manías. La principal de estas manías es la de buscar siempre el camino fácil, el de la yuxtaposición de situaciones, el partir de un tema que se juzga importante sin tener después la constancia para insistir en él, para variarlo, profundizarlo e iluminarlo. En lugar de ello, el tema se deja como pintura general y el realizador se dedica a la ilustración de chistes y chascarrillos. Cuando, al fin, se da cuenta de que hay que concluir la película, vuelve al tema inicial y resuelve la historia de cualquier modo y con un medio cualquiera, sorpresivo y banal. Aquí se quería hacer una película sobre dos fuerzas que están pulsando: un pensamiento libre y democrático y un poder económico explotador y manipulador. Un personaje consciente emprende una guerra, a su manera, contra la corrupción. Pero este tema se queda en pañales en La virgen y el fotógrafo, cede ante una serie de compromisos que el director cree tener con su público y cree que el público le exige. Entonces, al final se busca una solución simplista y sin imaginación, la de hacer la mala parodia de una película famosa. Esto, honradamente, me parece muy poco para Luis Alfredo Sánchez, un director que, al fin y al cabo, gozó de una formación cinematográfica de alto nivel y, en su momento, tematizó cosas muy importantes en su cine de cortometraje. Yo, francamente, me pasé toda la película esperando el momento en que iba a tomar un rumbo significativo después de la acomodación inicial. Incluso, ya hacia el final, cuando la nínfula vaga es perseguida por los motociclistas con el aparente propósito de hacerle violencia, pensé: “Ahora viene el enfrentamiento, ahora se está atacando lo que el personaje ama”. Nada. La escena era también una rueda suelta, con muchas otras.
A lo mejor en Colombia el bautizo de los largometrajistas implica, con necesidad ineludible, someterse a la prostitución. En todo caso, los primeros largometrajes de la era Focine (el lanzamiento del cine colombiano hacia su madurez comercial), han tipificado un estilo bastardo, obligado a pararse en las aceras para venderse por cualquier cosa. Muy probablemente La virgen y el fotógrafo haga plata en taquilla. Pero no todo lo que produce plata es defendible. La plata puede ser triste.
El Colombiano, 1982
El escarabajo
En busca de lo popular
El escarabajo fue acogida muy positivamente por el público del Festival de Cartagena, un público que siempre se pasa de generoso. Pero la película fue acogida positivamente también por buena parte de la crítica, que la considera un paso importante dentro del cine nacional y poseedora de elementos que hace tiempo se venían buscando. Para muchos El escarabajo es casi un modelo de lo que puede ser el cine popular colombiano en un futuro, un decente compromiso entre el apego a un público amplio y al mensaje personal de un realizador. Yo considero que Lisandro Duque tiene un específico talento cómico-popular, que puede llegar a producir cosas interesantes, pero, con todo el respeto y la buena voluntad, no puedo adherirme al entusiasmo frente a esta película.
Hay quienes piensan que una buena historia y unas buenas ideas son suficientes para juzgar positivamente una obra cinematográfica. Para mí una película es un resultado final, la versión en imágenes, en cine, de esa historia y de esas ideas, un todo que no puede ser fraccionado. El argumento de El escarabajo es, sin duda alguna, profundamente colombiano e identificable como tal. Además hay en la película una superación de un cierto paisajismo turístico, a favor de una situación de la historia en un lugar concreto, presentado con escueto realismo.
Por otra parte, parece que sí hubiera buscado a los actores en razón de su afinidad con los personajes y el ambiente y no de acuerdo con el usual e inepto star system colombiano.
Todo esto crea momentos de verdad y de identidad y por esta razón El escarabajo es un progreso frente a los esquemas que venían imperando en el cine colombiano y en su cadena de desaciertos. Pero esto no es suficiente para que una película perdure. El escarabajo está construida con ingredientes y no con el desarrollo de una historia. La historia es, más bien, una anécdota sin evolución y, por lo tanto, tiene que ser adobada a medida que se va contando. Los condimentos son los toques de sexo, los momentos enternecedores, los chistes adicionales que no nacen de la historia, las palabrotas. El marco “épico” de la historia individual (la Vuelta a Colombia y el ciclismo como sueño) no se integra jamás en profundidad a la anécdota policial central y se convierte en episódico. La amistad de los tres personajes se resuelve en cuestiones externas como el episodio de los dedos mutilados, descuidando así la ocasión de una profundización psicológica de estos hombres, de sus sueños en común, de su solidaridad.
El escarabajo sufre además de un descuido en la conformación de las imágenes que es bastante imperdonable en este momento. Películas colombianas menos interesantes que esta han cuidado más la calidad visual. No se trata de propugnar un formalismo ni la perfección del cine rico. La película boliviana exhibida en el Festival de Cartagena, Mi socio de Paolo Agazzi, es mucho menos costosa que El escarabajo o que cualquier largometraje colombiano actual, pero sus imágenes granulosas de 16 milímetros ampliadas a 35 son de una concentración y de una calidad visual muy superior a la de nuestros productos. Y por calidad visual no entiendo la belleza de imágenes aisladas sino el flujo mismo de la historia. La fotografía de El escarabajo (Jorge Pinto con cámara de Hernando González) es chata, se caracteriza por su falta de creación de espacios y por una desconcentración, que recuerdan toda una época de desabridos cortometrajes nacionales. El lugar físico y el paisaje eran un elemento demasiado importante, demasiado adherido a la historia de esta película como para haberlos descuidado así. Tal y como esta película está resuelta fotográficamente, es igual si hubiera sido en Sevilla, Valle, o en Bolívar, Santander o en las afueras de Bogotá. Fotográficamente no se transmite nada en El escarabajo. Otro aspecto decepcionante es la dirección de actores, agravada por el doblaje, que fue necesario, ya que se eligió dos actores mexicanos para dos papeles que tendrían que haber sido íntegramente nuestros. Es posible comprender cuáles fueron los cálculos tenidos en cuenta para esta opción, pero el mismo Lisandro Duque reconoció públicamente que los diálogos están estrictamente unidos a las gentes y a su idiosincrasia y que es imposible inyectar gestos y modos de hablar en alguien que proviene de un mundo muy diferente. Ruy Guerra, con su Eréndira no fue la única víctima en este Festival de una pretendida estética latinoamericana generalizada. Pocas imágenes se quedan de El escarabajo, una de ellas la del viejo teatro del pueblo. Llegará el día en que nuestro cine pueda concentrarse