David Antonio González Piña

Yo elegí Arquitectura


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href="#ulink_74c04077-9990-519d-83fd-209b336d5d2c">Los edificios brillan de noche

       Lecciones de sencillez y de honradez

       Apéndice 1

       Apéndice 2

       Apéndice 3

       Apéndice 4

       Obras consultadas

      Mamá me levantó justo a tiempo de la cama. Unos segundos después, el juguetero cayó encima. Nos quedamos mirando la ventana y vimos cómo se movían todos los edificios. Estábamos en noveno piso. Me abrazó fuerte.

      —No va a pasar nada —me dijo con voz temblorosa.

      Con una mano me acariciaba la cara, con la otra sobaba su panza de ocho meses de embarazo. Nuestro edificio logró quedar en pie. Habíamos sobrevivido al sismo de 1985.

      México y terremoto pueden ser sinónimos. Entonces surge un peculiar personaje que tiene que ver con ambos: el arquitecto. ¿Se ha preguntado usted cuánta importancia tienen esos singulares profesionales? ¿En dónde están cuando sucede un sismo? ¿En dónde están cuando se derrumba un edificio, una casa, una escuela? ¿Qué necesitamos de ellos? ¿Cómo pedirles sin ofender un plano dibujado en una servilleta?

      Son preguntas que Yo elegí Arquitectura aborda de una manera muy directa y humana. La lectura va más allá de un perfil vocacional para el arquitecto. Puede ayudarle a este a reconocer el valor agregado de su propia profesión. De esa forma logrará darse cuenta de que el trabajo de un arquitecto también puede ser de vida o muerte. Pero para ello hay que pasar por ciertas pruebas de vida que el libro pone ante sus ojos.

      Yo elegí Arquitectura podrá darle a usted, que no tiene nada que ver con la profesión, un viaje por nuestra ciudad y zona conurbada. Antes y después de los terremotos. Conoceremos otras ciudades también con la óptica del arquitecto. Esto nos permitirá valorar los espacios en donde nos movemos. Veremos que las ciudades tienen personalidad, humor, historia, rabietas.

      Podremos conocer personajes que bien podrían encajar en nuestras propias historias universitarias. Situaciones que ponen a prueba al arquitecto y a cualquier profesionista. El libro tiene la particularidad de que trasciende generaciones. Bien podría aportar cierto legado a las generaciones presentes y futuras. Está cargado de vocación y de habilidades. Por lo tanto, los jóvenes, sobre todo, podrían encontrar ciertas situaciones que les hagan amar sus profesiones. Sobre todo, podrían encontrar la manera de trascender y sacudir su realidad para bien.

      Este libro, estimado lector, ciertamente tiene información sobre la arquitectura y su aplicación técnica y humana; sin embargo, decir que el objetivo es solo ese sería un error grande. Yo elegí Arquitectura es para todo público. Aprender un poco sobre arquitectura mexicana sirve para entender muchas cosas sobre nuestro pasado, nuestra idiosincrasia o nuestra forma de vivir. Las historias e información de este libro no tratan de plasmar hábitos y costumbres arraigadas en el mexicano. Todo lo contrario. En cierta parte trata de identificar nocivos hábitos de trabajo y propone una nueva forma de ser mejor profesional y mejor persona poniendo en práctica habilidades que permitan el éxito.

      El libro no pretende dictar una cátedra universitaria. Trata de humanos, de jóvenes, de maestros, de padres, de amigos, de compañeros, de la sociedad. Se parece más a un llamado a la acción que a una biografía. Una buena y ambiciosa intención del libro tiene que ver con adaptarse a la adversidad. Lo importante es que, por medio de estas páginas, se pueda ver uno mismo en su labor cotidiana y analizar qué estamos aportando a este país.

      Si desea tomar el viaje, le tengo una sola petición:

      Cuando termine de leer Yo elegí Arquitectura, usted verá que a un profesional de esta área se le puede pedir un proyecto, una idea, un esquema, una estructura, un consejo. Al arquitecto se le puede exigir diseño y funcionalidad. Se le pueden exigir formas y fondos. Pero siempre hay que ver quiénes están detrás de esas personas. Cómo lograron enamorarse de la profesión. Por qué les apasiona el mundo de la mezcla, la arena y las resistencias. Conoceremos héroes anónimos que edifican nuestras ciudades y que viven en ellas silenciosamente. Por eso, la pertinencia de libros como estos. Si lo pensamos bien, muchos de nosotros estamos en sus manos. Casi podemos decir que de su destreza y habilidad depende nuestra vida.

      Aunque tengo que hacer también una advertencia: jamás le pida simplemente “un dibujito”.

      Sigamos sobreviviendo a nuestros sismos.

      Daniel Arellano

      -Las motos no son para todos —dice alguien a quien respeto mucho.

      ¿Por qué subirse a una? Si en la infancia no te subiste a un triciclo, tampoco a una bicicleta. ¡Podría ser fatal!

      Yo tuve la fortuna de incursionar en los tres.

      Tuve una motocicleta algo pesada para la época. No era último modelo, aunque me funcionaba muy bien. Hablamos de los años ochenta. Con aquellas máquinas que no desarrollaban el aerodinamismo de la nueva tecnología, ese solía ser mi sistema de transporte, que resolvía la movilidad de mi casa-trabajo-escuela.

      El tanque para la gasolina pintado de un verde metálico brillaba contra los rayos del sol. Ese era su atractivo. Lo demás era color negro incluyendo el motor. En su escape cromado se reflejaban mis piernas, aunque se calentaba como un fierro salido de un brasero al rojo vivo. Los espejos cromados hacían juego con él.

      De alguna forma me las arreglaba para cargar mis cosas, incluyendo el famoso portaplanos y la regla T, que son difíciles de maniobrar; eso sí, indispensables para un estudiante de arquitectura.

      Me sentí afortunado cuando miraba que algunos de mis compañeros utilizaban el transporte masivo llamado comúnmente “guajolotero”. Aquellos autobuses sucios rebasaban el cupo: llevaban gente colgada de sus puertas, pero servían para transportarlos después de la jornada escolar, cansados y desvelados. Eran camiones muy ruidosos e incómodos que se alejaban entre una nube de humo negro. Tenían su piso de lámina de acero inoxidable, esa que propagaba la vibración desde los pies hasta la cabeza al momento del frenado. Yo también los utilizaba de vez en cuando.

       Otros compañeros, desde luego un número menor, se transportaban en sus propios automóviles. Autos caros, novedosos, inalcanzables para muchos de nosotros. Me preguntaba cómo habían adquirido sus autos nuevos con rines deportivos y quemacocos.

      La respuesta estaba detrás de la mentira. Sus unidades fueron regalos de los padres, de los tíos, de los hermanos y de quién sabe quién más. Ellos no los habían comprado. Eso no mermaba la sana convivencia, sin envidias ni competencias desleales, solo risas y amistades amalgamadas en diferentes formas. Fuimos cómplices y amigos de grupo.

      Una mañana de sábado, reunidos en un punto previsto para realizar un trabajo de equipo que consistía en el levantamiento del museo de Tlatilco, nos encontramos para ir a medirlo, fotografiarlo y tomar apuntes. Para eso nos preparamos con cintas, el famoso metro y con nuestras carpetas para la toma de datos. Vaya tareas con las que se pierde el tiempo; eso sí, muy útiles para la convivencia de fin de semana.

      En los ochentas, sobre la vía Doctor Gustavo Baz se podía transitar fluido, sin obstáculos ni autos estacionados en los costados de la avenida. Por ahí regresábamos de la visita a una velocidad promedio de noventa y cinco kilómetros por hora. ¡Quién iba a pensar que,