Sarah Morgan

Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera


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yo sé bien lo que hago… Un momento, ha dicho «ellos». Entonces, ¿usted también lo ha oído?

      –Sí. Hay dos chicos ahí abajo. Estaban escalando.

      –¿Escalando en esta época del año? Cuando llueve, esta montaña es muy peligrosa –dijo Ally, incrédula.

      El hombre se quitó una mochila que llevaba a la espalda.

      –Son unos críos. Probablemente, no sabían lo que estaban haciendo.

      –Pues tendremos que ir a buscar ayuda.

      –Desde luego –murmuró el hombre, mirándola de arriba abajo.

      Ally apartó la mirada, incómoda. En los ojos de aquel hombre había algo que la hacía sentir como una adolescente. Y ella no era una adolescente; era una mujer de veintiocho años, médico de profesión.

      El extraño tenía unos ojos preciosos. Ojos oscuros de hombre. Unos ojos en los que cualquiera podría perderse.

      –Tenemos que llamar al equipo de rescate, pero no he traído mi móvil.

      –Yo sí, pero no hay cobertura. Lo mejor será que baje usted a buscar un teléfono.

      –¿Y qué va a hacer usted mientras tanto?

      –Bajar y hacer lo que pueda por ellos.

      –¿Va a bajar solo?

      –¿Quiere que me baje alguna oveja conmigo?

      Ally apretó los dientes.

      –Lo que sugiero es que quizá sea mejor esperar al equipo de rescate.

      –Tardarían demasiado –dijo él, sacando una cuerda de la mochila–. Esos chicos morirán de frío si esperamos más.

      Ally se pasó una mano enguantada por las mejillas. La temperatura estaba bajando por segundos.

      –No puede bajar solo. Es muy peligroso.

      –¿Tiene una idea mejor?

      El corazón de Ally se paró un momento cuando el extraño se quitó el gorro de lana. Era guapísimo. Tenía el pelo oscuro y una boca de labios firmes y masculinos. Le parecía tan guapo que no podía apartar la mirada… pero ella nunca se quedaba mirando a los hombres. Especialmente a los hombres guapos.

      –Lo que va a hacer es muy arriesgado. ¿Cómo puede estar tan tranquilo?

      –¿Preferiría verme muerto de miedo? –sonrió él, poniéndose un casco que sacó de la mochila–. Mientras el viento no sople con más fuerza… Pero no creo que puedan rescatarlos con un helicóptero.

      –Esperaré hasta que llegue abajo y así podrá decirme en qué estado se encuentran.

      –Muy bien. ¿Dónde está el resto de su grupo?

      –No he venido con ningún grupo. Estoy sola con mi perro.

      –¿Sola? –repitió él–. ¿Con este tiempo?

      –Sí.

      –¿Dando un paseo por la montaña con esta niebla? Está usted loca.

      –Usted también está solo, si no me equivoco –replicó Ally, irritada–. Y a punto de bajar por el barranco sin ayuda de nadie.

      –Eso es diferente.

      –¿Por qué usted es un hombre y yo una mujer?

      –Algo así –contestó él, sonriendo. Una sonrisa que, curiosamente, calentó a Ally por dentro.

      Si enfadado le había parecido guapo, cuando sonreía era un pecado.

      –Es usted un poco machista, ¿no le parece?

      –Supongo que sí. Pero no es muy sensato dar un paseo por aquí con esta temperatura. Además, está sola y el mundo está lleno de pervertidos.

      –Voy equipada para el frío y mi perro se encarga de los pervertidos –replicó Ally–. Y cuando deje de decirme lo que tengo que hacer, quizá podamos seguir adelante con el plan de rescate.

      –¿El plan de rescate? Pensé que había venido con un grupo. Estando sola no me servirá de nada.

      –¿Ah, no? Muchas gracias.

      –Lo siento, pero estando sola es más un problema que una ayuda.

      –¿Cómo dice? –exclamó ella, indignada.

      –No necesito que una rubia me distraiga cuando me juego la vida. La misma razón por la que no creo que las mujeres deban entrar en el ejército. Los hombres siempre intentan protegerlas y así no pueden hacer su trabajo.

      Ally se quedó muda. ¿De dónde había salido aquel bárbaro?

      –Mire, no hace falta que me proteja de nada. Yo me protejo solita.

      –Pues lo siento, pero no pienso dejar que baje usted sola.

      –¿Que no va a dejarme? Llevo toda mi vida paseando por esta montaña y nunca me ha pasado nada –dijo Ally, pensando que aquella discusión era surrealista.

      –Ha tenido suerte.

      –¿Cómo se atreve a hacer esa clase de juicio? ¡Ni siquiera sabe si soy rubia!

      El hombre miró el gorro de lana, que ocultaba por completo su pelo.

      –Es verdad –asintió, sonriendo–. Pero yo sé mucho de rubias. Solo las rubias tienen los ojos de color violeta.

      Que sabía mucho de rubias… Lo que una tenía que oír.

      –¿Y por ser rubia soy tonta? Es usted el tipo más machista y más ridículo que he conocido en mi vida.

      –A mí también me gusta usted –sonrió él, mirando hacia el barranco.

      –Mire, conozco bien esta montaña y puedo ayudarlo. Se lo aseguro –dijo Ally, intentando tener paciencia.

      –Mide usted un metro cincuenta y debe pesar cuarenta kilos. ¿De dónde va a sacar fuerza para subir a esos chicos?

      –No hacen falta músculos para rescatar a alguien.

      –¿No? ¿Y si alguno de ellos se ha roto una pierna y hay que subirlo a peso?

      Ally tuvo que contar hasta diez. Y luego hasta veinte.

      –Podría ayudarlo, pero si no quiere, es su problema. En cualquier caso, alguien tiene que ir a buscar al equipo de rescate y lo haré yo.

      El extraño volvió a sonreír.

      –Por encima de mi cadáver.

      Ally apretó los dientes. La idea era muy atractiva.

      –Este no es el mejor sitio para bajar con una cuerda.

      –¿Va a decirme cómo hacerlo? –preguntó él, irónico.

      –Sí –contestó Ally.

      –Pues dígame.

      Algo le decía que aquel cavernícola conseguiría bajar por muy difícil que fuera. Pero él no conocía el terreno tan bien como ella y sería estúpido intentarlo en aquella zona.

      –No puede bajar por ahí. Hay una cascada de seis metros y no podrá agarrarse a nada.

      Él la estudió en silencio durante unos segundos.

      –¿Ha bajado usted alguna vez?

      –Pues sí. ¿Lo sorprende? Y mi pelo rubio no me dio ningún problema.

      –¿Es montañera? –insistió el extraño.

      Ally parpadeó varias veces, haciéndose la tonta.

      –Sí. Y si me concentro mucho, incluso puedo leer y escribir.

      –Vale, vale. Puede que me haya equivocado…

      –¿En serio?