la miró de arriba abajo.
–¿Es usted hija única?
–¿Perdón? –preguntó ella, sorprendida.
–Seguro que es hija única.
–¿Por qué dice eso?
–Porque, después de tener una hija como usted, ninguna madre querría arriesgarse –bromeó el extraño–. O es hija única o es la pequeña.
Ally soltó una carcajada. A su pesar.
–Soy la pequeña. ¿Quiere que baje con usted?
–¿Lleva casco?
–No.
–Entonces, se queda aquí. Si está segura de que no va a perderse, supongo que puede bajar a buscar ayuda.
–¿Perderme? Su opinión sobre las mujeres es ridícula. ¿Por qué piensa de esa forma tan anticuada?
–¿Por qué? Podría darle una lista de razones –sonrió él.
Ally decidió no replicar al tonto comentario. Discutir con aquel hombre era una pérdida de tiempo.
–Sabe que no hay que mover a un herido a menos que sea absolutamente necesario, ¿verdad? –preguntó, cambiando de tema.
–¿También quiere darme una lección de primeros auxilios?
–Soy médico –suspiró Ally, impaciente.
–¿Médico?
–¿Qué pasa? ¿No cree que las mujeres puedan ser médicos?
–Yo no he dicho eso.
No, era cierto. Y, a juzgar por el brillo de sus ojos, empezaba a pensar que la estaba tomando el pelo.
–¿Lo ayudo con la cuerda?
–No, gracias –sonrió él–. Por cierto, yo también soy médico, así que puede estar tranquila.
¿Tranquila? ¿Cómo iba a estar tranquila con un hombre que, más que un médico, parecía un actor de cine?
Ally lo observó atarse la cuerda alrededor de la cintura y sujetarla a unas ramas.
–¿Seguro que puede hacerlo solo?
–Sí. Lo he hecho muchas veces.
–Tenga cuidado. Es una bajada difícil.
–Lo tendré –murmuró el extraño, mirándola a los ojos–. ¿Seguro que puede bajar sola? La verdad es que no me hace mucha gracia…
–Hágame un favor. Baje de una vez –lo interrumpió ella. ¿Por qué lo encontraba tan atractivo? Si se pusiera un taparrabos, sería el perfecto retrato de un cavernícola–. ¿Tiene prejuicios con todas las mujeres o solo con las rubias?
Él sonrió de tal forma que su indignación se derritió tan rápido como un helado en un microondas.
–No me malinterprete. Siempre me han gustado las rubias. En su sitio, claro.
–No me lo diga. Y su sitio es atadas al fregadero, ¿verdad?
–Oh, no. Si usted fuera mía, no perdería el tiempo en la cocina –sonrió él, perverso.
Si fuera suya…
Ally miró los ojos oscuros, sorprendida. Pero ella no era suya. Y no tenía intención de serlo. Ella tenía a Charlie. La vida no era muy emocionante, pero sí tranquila y apacible.
–Un comentario muy original –replicó, intentando disimular su turbación.
–No se enfade. Enviar a una mujer sola por esta montaña ofende mi sentido de la caballerosidad. Aunque sea una mujer muy valiente.
–Pues la caballerosidad no va a salvar a esos chicos –dijo ella, acariciando la cabeza de su perro–. Esperaré hasta que baje.
Él asintió con la cabeza y Ally intentó no parecer impresionada cuando lo vio bajar como un profesional. Sin duda sabía lo que hacía. Y, sin duda, habría sufrido un infarto si la hubiera visto bajar a ella cuando era pequeña. Unos minutos después, oyó voces en el fondo del barranco.
–¡Ya los tengo! Uno de ellos tiene la clavícula fracturada y el otro, un par de costillas rotas. Vaya a buscar al equipo de rescate, pero tenga cuidado.
–De acuerdo –gritó Ally.
Después empezó a bajar por el camino, intentando ver entre la niebla.
¿Llegarían a tiempo para salvar a esos chicos?
Una hora después, estaba de vuelta con el equipo de rescate. Cuando consiguieron subir al primero de los chicos en una camilla sujeta por cuerdas, Ally se quedó boquiabierta.
–¡Andy! ¿Qué ha pasado?
–Lo siento mucho, doctora McGuire…
–Siéntelo por ti, no por mí –suspiró ella.
–¿Quién es el otro chico? –preguntó Jack Morgan, el jefe del equipo.
–Pete Williams –contestó Andy.
–¡Pete! –exclamó Ally, acercándose al borde del barranco. Podía oír por radio que había problemas para subirlo porque tenía varios huesos rotos.
Conocía a Pete desde que era niño. Tenía diabetes y parecía querer probarle a todo el mundo que eso no era obstáculo para hacer las mismas cosas que sus compañeros de instituto. Era un habitual de las escayolas, pero en aquel momento estaba gravemente herido.
–Va a ser difícil subirlo sin la ayuda de un helicóptero, pero con esta niebla es imposible –dijo Jack.
Quince minutos después, lograban subir la segunda camilla.
–Gracias a Dios –murmuró Ally.
–¿Nicholson?
–Hola, Jack –lo saludó el extraño, quitándose el casco.
–¡Sean Nicholson! ¡Qué alegría verte!
–¿Os conocéis? –preguntó Ally, calándose el gorro sobre las orejas para protegerse del frío.
–Desde luego. Pero cuando me dijiste que había un machista insoportable intentando bajar al fondo del barranco, no imaginé que sería Sean Nicholson.
–Muchas gracias, Jack –murmuró ella, haciendo una mueca.
–¿Cómo estás, Sean? –preguntó Jack, abrazando a su amigo–. ¿Y qué haces aquí?
–Estoy en el sitio equivocado, como siempre –contestó él, quitándose un guante para examinar al chico–. Este chaval no está bien. Tiene una contusión, varias costillas rotas y la tibia fracturada.
–¿Algo más?
–Está al borde de la hipotermia. Lo hemos cubierto con una manta, pero hay que llevarlo al hospital inmediatamente. Estaba intentado escalar con zapatillas de deporte.
–¿Zapatillas de deporte? ¿Por qué no se quedan en casa viendo la televisión? –exclamó Jack, irritado.
–Es miércoles. No hay nada en la tele –intervino Ted Wilson, el más bromista del grupo.
Ally se puso de rodillas, al lado del muchacho.
–Pete… Pete, ¿me oyes?
El chico no contestó. Su palidez era impresionante.
–¿Lo conoce? –preguntó Sean.
–Sí. Es uno de mis pacientes.
–¿Chicos del pueblo? –murmuró Jack, sacudiendo la cabeza–. Increíble. Ahora, además de los turistas, tenemos que rescatar a los de casa.
Ally hubiera querido decirles que Pete solo intentaba probar que era un chico como los demás, pero era más importante