Cathy Williams

Ricos y despiadados


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ni restaurantes de moda.

      –¿Y por qué vives aquí? Eres una mujer joven y soltera. ¿No te atraen las luces de la gran ciudad?

      Sophie lo miró con seriedad.

      –Eso es asunto mío. Gracias por enseñarme la casa y por el té. Me marcho.

      Antes de que pudiera responder, Sophie se dio la vuelta y salió de la casa.

      Mientras pedaleaba hacia su casa, intentó reunir sus pensamientos fantasiosos y encerrarlos en el fondo de su mente. Se puso a pensar en las comidas de Navidad, en la invitación de Kat para pasar con ella y sus padres alguna fiesta, en si debía o no aumentar sus horas en la biblioteca ahora que Jade tenía una jornada escolar completa.

      Pero Gregory Wallace volvía a su mente una y otra vez. «Admítelo», se decía, «ese hombre te ha gustado y te da rabia, pues no sentías algo así desde Alan». Y esto era diferente. El señor Wallace no sólo le gustaba, sino que además la sacaba de quicio. Su bien armada desconfianza hacia los hombres, nacida de la amarga experiencia, le servía para plantar cara a la fuerte personalidad de Gregory, pero sabía que ésta seguía ahí, dispuesta a saltar sobre ella y dominarla, si es que bajaba la guardia.

      Pasó la siguiente semana manteniendo ocupada su mente con diferentes asuntos. Había empezado a reunir regalos para Jade y para sus amigos. Iba guardando los juguetes de Jade en el desván, y cada vez que subía, le asombraba comprobar la cantidad de cosas que había comprado. Por fortuna, la Navidad se acercaba. De lo contrario, tendría que abrir una tienda para dar salida a tanto capricho.

      Sabía de sobra que mimaba demasiado a Jade, intentando compensar así que no tuviera padre, pero nunca logró dominarse a la hora de los regalos. La Navidad era un momento para el exceso.

      Un día, al salir de casa, se encontró con una carta en su buzón y al abrirla descubrió que se trataba de una invitación.

      Cualquiera hubiera pensado que ya la habrían dejado por imposible, se dijo mientra se guardaba la carta y pedaleaba hacia la biblioteca. Hacía tanto frío que no sentía las mejillas, y pensó que tendría que haber sacado el coche, que sin duda no arrancaría por la falta de uso.

      Cuando llegó a la biblioteca, ya había olvidado la invitación, y no volvió a recordarla hasta la noche, cuando Katherine entró en su casa preguntando si estaba invitada.

      –Oh, sí –dijo Sophie, que estaba preparando arroz con verduras y pescado, un plato delicioso pero de aspecto poco atractivo.

      –¿Y? –Kat la miraba con emoción–. Vas a asistir, ¿verdad?

      –No.

      Katherine se llevó las manos a la cabeza y gimió teatralmente.

      –¿Se te ha ocurrido alguna vez que tener cierta vida social sería bueno para ti?

      –Ya tuve una vida social, Kat. En Londres descubrí que era algo opuesto a mi forma de ser –Alan era un animal social. Y no le faltaban las invitaciones. Sophie se había visto arrastrada a un torbellino de fiestas, que al principio encontró excitantes, luego aburridas y al final monstruosamente falsas y casi abyectas.

      Había odiado la falsa alegría de la gente que le era presentada, la competencia entre mujeres, la falta de tiempo para uno mismo o para la intimidad. Aquello había sido un tema de continua disputa entre ellos. La sola idea de volver a retomar esa clase de vida la llenaba de espanto.

      –Además –añadió, ya que su amiga la miraba en silencio–, tengo una vida social. O algo así.

      –Es verdad. De vez en cuando comes con la madre de una compañera de Jade.

      –A veces ceno –protestó Sophie, sabedora de que su argumentación estaba perdida de antemano.

      –Oh, vamos. Me sorprende que puedas soportar tanta variedad y diversión.

      –No seas injusta –se quejó Sophie.

      –Nunca vas a Londres. ¿Cuándo viste por última vez a tus amigos?

      –Hace meses –admitió Sophie, probando el arroz.

      –Antes solías invitarlos a pasar algún fin de semana. Otra cosa que has dejado de hacer.

      –Es que resulta cansado. Soy madre, Kat. ¿Qué quieres que haga con Jade?

      –Buscar alguien que la cuide, como todo el mundo.

      –¿Quién? Oh, vale, sé que hay gente, pero…

      –Pero nada. ¿Tienes algo qué hacer la noche del treinta de noviembre?

      –No lo creo –suspiró Sophie.

      –Pues entonces te espero en la fiesta y punto. ¿Con quién quieres que hable toda la noche en la casa de Annabel? Sabes que la casa estará llena de toda esa gente elegante de Londres. Me sentiré como un pez fuera del agua.

      –¡Oh, vamos! –rió Sophie–. Tú nunca te sientes como un pez fuera del agua. Eres capaz de hablar con cualquiera de cualquier cosa, aunque no sepas nada del tema. ¿Por qué crees que eres tan buena vendiendo casas? Puedes convencer a alguien que tiene cinco casas de que se muere por tener la sexta.

      –Entonces, ¿vendrás?

      –¿Qué celebran exactamente? –preguntó Sophie sin ceder, mientras recogían la mesa. Miró la vajilla sucia amontonada en el fregadero y decidió dejarlo para la mañana siguiente.

      –La habitual excitación prenavideña –respondió Kat con ligereza–. Una ocasión para que Annabel y sus amigas se pavoneen en sus fantásticos trajes de diseño y aprovechen para mostrarnos a las chicas de aquí lo provincianas que somos.

      –Oh, bien, suena como la clase de fiesta por la que yo me muero.

      –La del año pasado no estuvo mal –dijo Kat preparando la cafetera con gestos precisos–. Hubo champán a raudales. Bebí para los doce meses siguientes –dio un bocado a una chocolatina y sonrió–. Me parece que también es para dar la bienvenida al nuevo chico de la zona.

      –¿Nuevo chico?

      –El divino Gregory Wallace. Lo recordarás. Ya sabes, el que te enseñó su choza.

      Sophie se sonrojó y deseó que su amiga dejara de mirarla con unos ojos que contenían un centenar de preguntas sin respuesta.

      –Otro motivo para que no vaya a esa fiesta.

      –¿En serio? ¿Te importaría explicarme por qué?

      En realidad, sí le importaba, pues no era capaz de explicárselo a sí misma.

      –No me cayó bien –dijo con languidez hipócrita–. Me da mala espina. Se parece demasiado a Alan.

      –No se parece en nada a Alan. Vale, admito que tienen en común el estar forrados, pero ahí termina el parecido. Alan, si no te importa que hable de tu ex, estaba enamorado de sí mismo. Se creía el astro rey y pensaba que todo el mundo giraba a su alrededor. Y no perdía un minuto por nadie que no halagara su ego, lo cuidara, le hiciera quedar bien o tuviera algo que ofrecerle.

      –¿Y Wallace es distinto? –preguntó Sophie, amargamente consciente de que las críticas a Alan, aunque perfectamente acertadas, todavía le hacían daño.

      –Ven y descúbrelo. Por otra parte –Katherine dedicó a su amiga una mirada larga, especulativa–… podría malinterpretar tu actitud.

      –¿Cómo?

      –Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. Él podría llegar a pensar que tiene un efecto excesivo en ti si no te comportas con indiferencia.

      Aquello había sido un golpe bajo, pensó Sophie mientras, más tarde, se desnudaba para acostarse. ¿Cómo podía rebatir el comentario de su perspicaz amiga? Le daba rabia que Gregory Wallace llegara a pensar que ella estaba interesada por él y el tipo era demasiado guapo para no pensarlo si no actuaba con normalidad.

      Y por aquel motivo,