estaba tumbada sobre su cama, vestida con un camisón antiguo, color crema, que su madre había rescatado de un rastrillo, y contemplaba cada prenda con mirada crítica.
Señaló un vestido negro escotado, tan breve que parecía caber en una polvera y su madre hizo un gesto negativo:
–Demasiado pequeño –comentó y ambas rieron a un tiempo.
–¿Y esto? –dijo mirando a su hija y poniéndose ante el cuerpo un vestido verde, largo, y algo menos provocativo que el resto.
–Aburrido –escribió Jade en un papel–. Pruébatelo –añadió y firmó–: Te quiero, mami –a eso siguió un ristra de corazones y besos que fueron convirtiéndose en flores mientras Sophie pensaba que si a su hija le parecía aburrido, estaría bien para ella.
Al menos no olía ya a cerrado. Había llevado al tinte algunos de los trajes, aquél entre otros. Annabel y sus amigas la consideraban ya una loca sin necesidad de que llegara oliendo a moho.
Se metió en el vestido, sin ni siquiera mirarse en el espejo del dormitorio y se sentó ante el tocador, pensando en qué hacer con su pelo. Jade se sentó a su lado y su madre reconoció el brillo en sus ojos. Comenzaba la operación peluquería, uno de sus juegos favoritos de los últimos tiempos. Pacientemente, se dejó cepillar el cabello por su hija y procuró no gemir cuando los pequeños dedos desenredaban sus nudos. Ojalá se hubiera decidido a cortarse los rizos tiempo atrás, pero por algún motivo, siempre le había dado pena.
Tras un cuarto de hora de operaciones, alzó los pulgares, la señal de triunfo para que su hija parara, aunque su cabello presentaba el mismo aspecto que antes, una masa de rizos indisciplinados y enredados.
Después, se puso maquillaje, extrañada de que sus productos, tan poco usados, no hubieran caducado. Comenzó con un toque de colorete rosado, con desgana se aplicó el rímel en los ojos y se pintó los labios. Cuando al fin se echó hacia atrás para mirarse, tuvo que reconocer que estaba guapa, aunque se sentía como la Sophie Breakwell de años atrás, la chica del brazo de un hombre que había sido el mejor partido de su círculo social, una joven cuya belleza había sido mucho más admirada que su inteligencia.
La canguro y Katherine llegaron a la puerta al mismo tiempo.
–¡Vaya! –exclamó Kat al verla, y expresó sincero asombro mientras Sophie suspiraba con desgana.
–Es culpa de Jade –dijo, y tomó del sofá su bolso de fiesta, ridículamente pequeño–. Ella ha elegido el vestido, me ha arreglado el pelo y –se volvió hacia Ann Warner, que vivía a pocas manzanas de su casa–… No muestra señales de cansancio –Jade, pegada a ella, sonrió con ganas aunque no había escuchado el comentario.
Sophie se arrodilló, besó a su hija, la informó de que le convenía portarse bien, pues quien ella sabía llegaría pronto sin regalos si no era buena chica, y se estiró para marcharse.
–Volveré antes de medianoche –declaró.
–No te preocupes. Jade y yo lo pasaremos muy bien.
–Así es –comentó Katherine mientras iban hacia el coche, apretándose los abrigos contra el cuerpo para protegerse del frío intenso–. Vas a estar tranquila y lo vas a pasar muy bien, y vas a ser la impresión de la fiesta.
–Es una orden, ¿no? –rió Sophie, entrando en el coche de su amiga.
–Terminante.
–En ese caso, querida, debo recordarte que odio obedecer órdenes.
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