Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro


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      —Bueno, ¿acaso no tiene todo el derecho a hacerlo? —gruñó el guardabosques—. Estaría bien que el squire no pudiera hablar porque así lo ordenase el doctor Livesey, pues sí…

      Ante estas palabras, desistí de otro comentario, y continué leyendo:

      "El propio Blandly fue quien encontró la Hispaniola, ha manejado todo el negocio con tanta habilidad, que la he comprado por nada. Ciertamente hay en Bristol cierta clase de gente que no aprecian a Blandly y han llegado a decir que este hombre de probada honradez sería capaz de cualquier cosa por hacerse de dinero, y que la Hispaniola era suya y que el precio por el que me la ha conseguido es exorbitante… ¡Calumnias! De todas formas, no hay nadie que se atreva a negar las excelencias del barco.

      "Hasta el momento no he tenido tropiezo alguno. Los estibadores y los aparejadores no mostraban mucho entusiasmo por su trabajo, pero afortunadamente todo se ha resuelto. Lo que más preocupaciones me ha ocasionado ha sido la tripulación. Yo quería reunir una veintena —para el caso de encontrarnos con indígenas, piratas o esos abominables franceses—, y he tenido que vérmelas para poder seleccionar apenas media docena. Pero un extraordinario golpe de suerte me hizo dar con el hombre que yo necesitaba. Andaba yo paseando por el muelle, cuando, por pura casualidad, entablé conversación con él. Me enteré que había sido marinero, que ahora vivía de una taberna y que conocía a todos los navegantes de Bristol, ha perdido la salud en tierra y busca una buena colocación, como cocinero, que le permita volver a hacerse a la mar. La echa tanto de menos, que precisamente me lo encontré porque suele ir al muelle para respirar aire marino. Me ha conmovido —lo mismo les hubiera pasado— y, apiadándome de él, allí mismo lo contraté para cocinero de nuestro barco. Se llama John Silver «el Largo», y le falta una pierna, pero esa mutilación es la mejor garantía, puesto que la ha perdido en defensa de su patria sirviendo a las órdenes del inmortal Hawke. Y no percibe ningún retiro. ¡En qué abominables tiempos vivimos, Livesey!

      "Mas no acaba ahí todo: creía no haber encontrado más que un cocinero, pero en realidad fue como dar con toda una tripulación. Entre Silver y yo en pocos días hemos conseguido reunir una partida de viejos lobos de mar, la gente más recia donde la haya. Desde luego no son un recreo para la vista, pero su traza es del más indomable coraje. Creo que podríamos desafiar a la mejor fragata. John «el Largo» ha conseguido, además, librarnos de los seis o siete que yo tenía contratados y que no eran más que marinos de agua dulce, como me hizo ver, nada aconsejables en una aventura de la importancia de la nuestra.

      "Me encuentro perfectamente y mi ánimo es excelente; tengo el apetito de un toro y duermo como un tronco. No resisto ya la impaciencia de ver a mi tripulación dando vueltas al cabrestante. ¡El mar! ¡No es ya el tesoro, es la gloria del mar la que se apodera de mí! Así, pues, Livesey, venga en seguida, no pierda ni una hora, si me estima en algo. Dígale al joven Hawkins que vaya inmediatamente a despedirse de su madre, que lo escolte Redruth, y después que venga lo antes posible a Bristol."

      JOHN TRELAWNEY

      "Postscriptum: Me había olvidado decirle que Blandly, quien ha prometido enviar un barco en nuestra busca si no recibe noticias para finales de agosto, ha encontrado un sujeto admirable para capitán: es algo reservado, sin duda, lo cual lamento, pero como marino no tiene precio. John Silver «el Largo» ha desenterrado también a un hombre muy competente para segundo, que se llama Arrow. Y tengo un contramaestre, mi querido Livesey, que toca la gaita. No dudo que todo va a ir tan bien a bordo de la Hispaniola como en un navío de Su Majestad.

      "Se me olvidaba deciros que Silver no es un ganapanes; me he enterado que tiene cuenta en un banco y que jamás ha estado en descubierto. Deja a su esposa al cuidado de la taberna y, como es una negra, creo que un par de viejos solterones como nosotros podemos permitirnos pensar que es tanto esa esposa como la falta de salud lo que empuja a nuestro hombre a hacerse de nuevo a la mar.

      P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche con su madre.

      J. T."

      Puede el lector imaginar fácilmente la conmoción que esa carta me produjo. No cabía en mí de lo contento, si alguna vez he mirado a alguien con desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que no hacía sino gruñir y lamentarse. Cualquiera de los otros guardabosques a sus órdenes se hubiera cambiado gustoso por él, pero no era ésa la voluntad del squire, y sus deseos eran órdenes para todos. Nadie, a no ser el viejo Redruth, se hubiera atrevido a rezongar.

      Con el alba ya estábamos él y yo en camino hacia la «Almirante Benbow», y allí encontré a mi madre con la mejor disposición de espíritu. El capitán, que durante tanto tiempo había perturbado nuestra vida, estaba ya donde no podía hacer daño a nadie. El squire había mandado reparar todos los desperfectos — la sala de estar y la muestra en la puerta aparecían recién pintadas— y vi algunos muebles nuevos y, sobre todo, una buena butaca para mi madre, junto al mostrador. También le había procurado un mozo con el fin de que ayudase durante mi ausencia.

      Fue al ver a aquel muchacho cuando me di cuenta de que algo había cambiado. Hasta ese instante tan sólo pensé en las aventuras que me aguardaban y no tuve ni un pensamiento para el mundo que abandonaba, pero entonces, a la vista de aquel desconocido, que iba a ocupar mi puesto, junto a mi madre, no pude reprimir el llanto. Creo que me porté mal con él, y como en una especie de venganza, aproveché todas las ocasiones que me dio —y fueron muchas al no estar habituado a aquellos menesteres— para abochornarlo.

      Pasó aquella noche, y al día siguiente, después de comer, Redruth y yo nos pusimos en camino nuevamente. Dije adiós a mi madre y a la ensenada donde había vivido desde que nací, y a nuestra querida «Almirante Benbow», que recién pintada no era ya tan grata para mis ojos. Uno de mis últimos pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto vagar por aquella playa, con su sombrero al viento, su cicatriz en la mejilla y el viejo catalejo bajo el brazo. Un instante después el camino torcía, y perdí de vista mi casa.

      Alcanzamos la diligencia en el «Royal George». Fui todo el viaje como una cuña entre Redruth y un anciano y obeso caballero, a pesar del vaivén y del aire frío de la noche, me adormecí en seguida y debí dormir como un leño, a través de montes y valles y parada tras parada, pues, cuando al fin me despertaron dándome un codazo en las costillas, y abrí los ojos, estábamos parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el día ya muy avanzado.

      —¿Dónde estamos? —pregunté.

      —En Bristol —dijo Tom—. Baja.

      El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del muelle, con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos dirigimos y tomamos, con gran alegría por mi parte, a todo lo largo de las dársenas donde amarraban multitud de navíos de todos los tamaños y arboladuras y nacionalidades. Cantaban en uno los marineros a coro mientras maniobraban; en otro colgaban en lo alto de las jarcias, que no parecían más gruesas que hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido desde siempre junto al mar, me pareció contemplarlo por primera vez. El olor del océano y la brea eran nuevos para mí. Vi los más asombrosos mascarones de proa y pensé por cuántos mares habrían navegado; miraba atónito a tantos marineros, viejos lobos de mar que lucían pendientes en sus orejas y rizadas patillas, y me fascinaba con su andar hamacado forjado en tantas cubiertas. Si hubiera visto, en su lugar, el paso de reyes o arzobispos, no hubiera sido mayor mi felicidad.

      Y yo también iba a ser uno de ellos, yo también iba a hacerme a la mar, en una goleta, y escucharía las órdenes del contramaestre, a nuestro gaitero, y las viejas canciones marineras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar! ¡Y en busca de una isla ignorada y para descubrir tesoros enterrados!

      Aún seguía perdido en mis fantásticos sueños cuando me encontré de pronto frente a un gran edificio, que era la residencia del squire, y lo vi aparecer vestido por completo como un oficial naval, con el glorioso uniforme de recio paño azul. Se nos acercó con una amplia sonrisa y remedando perfectamente el andar marinero.

      —Ya estás aquí —exclamó—. El doctor llegó anoche de Londres. ¡Bravo! ¡La dotación está completa!

      —Señor —le pregunté—, ¿cuándo