Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro


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el cerrojo, permanecimos unos instantes en la oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en aquella casa con el cuerpo del capitán. En seguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano entramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado, tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.

      —Baja las persianas, Jim —susurró mi madre—, no sea que estén ahí fuera y nos vean. Tenemos que encontrar la llave de eso —dijo, cuando yo acabé de cerrar—, pero ¿quién se atreve a tocarlo? —y al decir esto no pudo reprimir un sollozo.

      Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un redondel de papel ennegrecido por una de sus caras. No dudé de que aquello era la Marca Negra, y cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con letra muy clara y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta noche».

      —Tenía hasta las diez, madre —dije yo.

      Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las horas. Las campanadas nos sobrecogieron de terror, pero al menos contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.

      —Vamos, Jim —dijo mi madre—. La llave.

      Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes, un trozo de tabaco mordido por una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y yesca. Yo ya empezaba a desesperarme.

      —Acaso la tenga colgada del cuello —sugirió mi madre.

      Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de su cuello, en un cordel embreado, que cortó con su propia navaja, estaba la llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo al cuarto donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su llegada permanecía su cofre. Era un cofre igual que tantos otros de los que suelen usar los navegantes, tenía la inicial B marcada en la tapa con un hierro al rojo vivo y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el largo y tempestuoso servicio.

      —Dame la llave —dijo mi madre.

      Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la tapa.

      Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madre aventuró que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más heterogéneos objetos: un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de tabaco, una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de plata, un antiguo reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis conchas de caracoles de las Antillas. Muchas veces después he recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las llevara con él a través de su errante, criminal y aventurera existencia.

      Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero ni uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo de todo había un viejo capote marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi madre tiró de él, encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.

      —Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada —dijo mi madre—. Tomaré lo que se me debe y ni una perra más. Sostén la bolsa de la señora Crossley —y empezó a contar las monedas hasta sumar la cantidad que el capitán nos había dejado a deber.

      La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y qué se yo cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre únicamente sabía ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las más escasas.

      Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto, en el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos de mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida por el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta de la hostería y oímos levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable tratara de abrir; luego hubo un largo y terrible silencio. Después el toc toc toc se escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada vez más lejano, hasta que se perdió en la noche.

      —Madre —le dije—, cojamos todo y vámonos.

      Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada por dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la cuadrilla; aun así me alegré de haber echado el cerrojo, pues tal era el espanto que me producía aquel pavoroso ciego.

      Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un penique más de lo que se le debía, y se obstinaba también en no contentarse con menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete. No estaba dispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. Y aún trataba yo de convencerla, cuando escuchamos de pronto un corto y apagado silbido en la lejanía, sobre la colina. Aquello fue más que suficiente para los dos.

      —Me llevaré lo que he cogido —dijo, poniéndose en pie de un salto.

      —Y yo tomaré esto para completar la cuenta —dije yo, echando mano al envoltorio de hule.

      Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque habíamos olvidado la vela junto al cofre vacío y, sin perder tiempo, abrimos la puerta y escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido fatal para nosotros, porque la niebla iba aclarando más que deprisa y la luna ya iluminaba las zonas más altas, sólo por la hondonada del barranco y en torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la huida. Pero antes de llegar a mitad de camino del caserío, casi al final de la cuesta, la niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y forzosamente teníamos que pasar por allí. Además, escuchamos rumor de gente cada vez más cerca y vimos una luz que oscilaba entre la bruma y que indicaba que uno de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de aceite.

      —Hijo mío —dijo mi madre—, toma el dinero y escapa tú. Creo que voy a desmayarme.

      Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su codicia, por su pasada temeridad y ahora por su desfallecimiento. Casi habíamos llegado al puente pequeño, y había un terraplén que bien podía servirnos, por lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos, al dejarla apoyada en el talud y con un suspiro, se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas para conseguirlo, me temo que usé cierta brusquedad, pero logré arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo el puente. No pude hacer más, porque el arco era tan bajo, que no me permitió más que reptar y, aunque mi madre quedaba casi a la vista de aquellos desalmados, allí permanecimos tan cerca de la hostería, que pudimos ver todo cuanto en ella ocurrió.

      La muerte del ciego

      La curiosidad fue más fuerte que mis temores y abandoné mi escondite. Me arrastré hasta la cima del talud, y desde allí, ocultándome tras un matorral de retama, pude observar a todo lo largo de la carretera hasta la puerta de nuestra casa. No tuve que aguardar mucho, pues de inmediato empezaron a llegar mis enemigos, al menos siete u ocho, corrían hacia la casa y el ruido de sus pasos resonaba en la noche. Uno llevaba una linterna y marchaba delante, otros tres corrían juntos, cogidos por las manos y, a pesar de la niebla, vi que el que iba en medio del trío era el mendigo ciego. Un instante después escuché su voz.

      —¡Echen abajo la puerta! —gritaba.

      —¡Échenla abajo! —contestaron otras voces.

      Y vi cómo se lanzaban al asalto de la «Almirante Benbow», mientras el que sostenía la linterna avanzaba tras ellos. De pronto se detuvieron y hablaron en voz baja, como si les hubiera sorprendido encontrar abierta la puerta. Pero, acto seguido, el ciego volvió a darles órdenes. Su voz sonó estentórea y aguda, como si ardiera de impaciencia y rabia.

      —¡Entren!