Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro


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      —No, señor —le contesté—, creo que no era dinero. Se me figura que buscaban algo que tengo yo en el bolsillo, y, para decir verdad, quisiera ponerlo a buen recaudo.

      —Muy bien, muchacho —dijo él—, tienes razón. Si quieres yo puedo guardarlo.

      —Yo había pensado en el doctor Livesey… —empecé a decir.

      —Perfectamente —dijo interrumpiéndome con toda amabilidad—, perfectamente. Es un caballero y además magistrado. Ahora que pienso en ello, creo que debería ir yo también para darle cuenta de lo ocurrido a él y a los demás. Esa basura de Pew está bien muerto, no es que yo lo lamente, pero el caso es que hay personas de mala fe siempre dispuestas a aprovechar cualquier pretexto para acusar de lo que sea a un oficial de Su Majestad. Así que, escúchame, Hawkins, creo que debes venir conmigo.

      Le di las gracias por su ofrecimiento y nos dirigimos caminando hasta el caserío donde estaban los caballos. Casi antes de poder despedirme de mi madre, vi que ya estaban todos montados.

      —Dogger —dijo el señor Dance—, tú que tienes un buen caballo monta contigo a este joven.

      Monté y me aferré al cinto de Dogger. Entonces el superintendente dio la señal y partimos al galope hacia la casa del doctor Livesey.

      Los papeles del capitán

      Cabalgamos sin descanso hasta que llegamos a la puerta del doctor Livesey. La fachada de la casa estaba a oscuras.

      El señor Dance me indicó que desmontara y llamara, Dogger me cedió su estribo para hacerlo. Una criada nos abrió la puerta.

      —¿Está el doctor Livesey? —pregunté.

      Me respondió que el doctor había estado durante toda la tarde, pero que en aquel momento se encontraba en la mansión del squire, porque estaba invitado a cenar y pasar la velada con él.

      —Bien, pues vamos allá, muchachos —dijo el señor Dance.

      Como esta vez la distancia era más corta, ni siquiera monté, sino que fui corriendo asido al estribo de Dogger hasta las puertas del parque, y después, por la larga avenida de árboles, cubierta entonces de hojas y que la luz de la luna iluminaba, al final de la cual se perfilaba la blanca línea de edificaciones que componían la mansión, rodeada por inmensos jardines de centenarios árboles. El señor Dance desmontó y sin dilación fuimos admitidos en la casa. Un criado nos condujo por una galería alfombrada hasta un amplio salón cuyas paredes estaban todas cubiertas por estanterías con libros rematadas por esculturas. Allí se encontraban el squire y el doctor Livesey, sentados ante un maravilloso fuego de chimenea y fumando sus pipas.

      Yo nunca había visto tan de cerca al squire. Era un hombre muy alto, de más de seis pies, y bien proporcionado, su rostro era enormemente expresivo, y su piel, curtida y algo enrojecida, supongo que por sus largos viales; las cejas eran muy negras y espesas y, al moverlas, le daban un aire de cierta fiereza.

      —Pase usted, señor Dance —dijo con mucha ceremonia y no sin condescendencia.

      —Buenas noches, Dance —añadió el doctor con una inclinación de cabeza —.Buenas noches, Jim. ¿Qué buen viento os trae por aquí?

      El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita una lección; era digno de ver cómo los dos caballeros lo escuchaban con la máxima atención, intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron de fumar, absortos y asombrados por el relato. Cuando supieron cómo mi madre se había atrevido a regresar a la hostería, el doctor Livesey no pudo reprimir una exclamación:

      —¡Bravo! —dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa contra la parrilla de la chimenea.

      Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor Trelawney —pues ése, como se recordará, era el nombre del squire— se levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas, mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico pelo, negrísimo y cortado al rape.

      Por fin el señor Dance terminó su explicación.

      —Señor Dance —dijo el squire—, es usted un hombre de provecho. Y en cuanto a la muerte de ese vil y desalmado forajido, lo considero un acto virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins, es una verdadera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? El señor Dance tomará un trago de cerveza.

      —¿Así, Jim —dijo el doctor—, que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando?

      —Aquí está, señor —dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.

      El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente en el bolsillo de su casaca.

      —Señor Trelawney —dijo—, no debemos distraer al señor Dance por más tiempo de sus obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa. Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa y, con su permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de fiambre para que reponga fuerzas.

      —Como guste, Livesey —dijo el squire—, pero Hawkins bien merece algo mejor que ese pastel.

      Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita junto a mí y cené copiosamente, pues tenía un hambre de lobo. Mientras tanto el señor Dance fue nuevamente felicitado y finalmente despedido.

      —Y bien, señor Trelawney… —dijo entonces el doctor.

      —Y bien, señor Livesey —dijo el squire—. Ahora…

      —Cada cosa a su tiempo —dijo riéndose el doctor—, cada cosa a su tiempo. Habréis oído hablar de ese Flint, ¿no es así?

      —¡Hablar! —exclamó el squire—. ¡Hablar, dices! Flint ha sido el más sanguinario pirata que cruzó los mares. Barba negra era un inocente niñito a su lado. Los españoles le tenían tanto miedo, que a veces me he sentido orgulloso de que fuera inglés. Con estos ojos he visto sus monterillas en el horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo navegaba viró y le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.

      —Sí, también yo he oído hablar de él en Inglaterra —dijo el doctor—. Pero la cuestión es si realmente atesoraba tanta riqueza como dicen.

      —¿Que si atesoraba tantas riquezas? —interrumpió el squire—. ¿Pero no conoce la historia? ¿Qué buscaban esos villanos sino tal fortuna? ¿Por qué otra cosa iban a arriesgar su cuello? Esa carne de horca sabía lo que buscaba.

      —Que es lo que nosotros ahora podemos conocer —contestó el doctor—. Pero es tan exaltado, que me confunde y no he podido explicarme. Lo único que necesito saber es eso: Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna indicación acerca del lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿qué valor tendría para nosotros?

      —¿Qué valor? —exclamó el squire—. Mire, si tenemos esa indicación de la que habla, estoy dispuesto a fletar y pertrechar un barco en Bristol, llevarlo a usted y también a Hawkins, prometiendo hacerme con ese tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.

      —Magnífico —dijo el doctor—. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo, abriremos el paquete.

      Y diciendo esto puso ante él en la mesa el paquetito que se había guardado.

      El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y cortó las puntadas con las tijeras de cirujano. Aparecieron entonces dos cosas: un cuaderno y un sobre sellado.

      —Empezaremos por el cuaderno —dijo el doctor.

      Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la investigación. El squire y yo mirábamos por encima de su cabeza mientras él lo abría. En la primera página sólo encontramos algunas palabras sin ilación, como