a San Pablo y quizá haya pensado que San Pablo es él. Ese sí es un pensamiento que antecede a los momentos cumbre de la historia de la Fatalidad. Siempre arrancan con un hombre que se cree Dios.
Alejandro, Adolf, Francisco, Mou… No hay camino más rápido hacia el genocidio.
Siente «el helicóptero del amor» en el pecho, ese poder que solo te confiere el deseo. O el delirio. Y la grandeza.
Se pasará el día trabajando con el entusiasmo de quien sabe que, al final, le espera una recompensa. A las dos de la tarde ya ha visitado a todas sus pacientes y no tiene nada de hambre.
Se queda sentado en el escritorio, cierra los ojos y la visualiza. Ella camina de espaldas a cámara con una maleta en la mano. Lleva una falda discreta, pero una falda suficiente para insinuar la cadencia de sus piernas. Son el compás del mundo. Piensa en Truffaut. En los tacones de Buñuel y en los moños de Hitchcock. Es un hombre afortunado. Canceló su boda y ha encontrado a su musa. Se la llevará a París. Se comprará otra cámara de Super 8 y harán una película.
El concierto termina con un redoble de batería que parece tocado al revés. Como si el ritmo estuviera invertido. Ana y Diana acoplan sus instrumentos y el público estalla en otra ovación sorda: el noise no tiene piedad de Eustaquio. Ni de sus trompas.
—¡Qué hijo de puta! Me flipa cuando Alberto toca hacia atrás. Nunca entenderé cómo lo hace —dice Aleix.
—Aprendió a tocar con tambores de detergente. Los caminos del talento son inescrutables —le dice Pedro.
Los colegas de Ana, Diana y Albert se acercan al escenario y les abrazan. Y les besan. Son escenas de juventud y de indulgencia. De descubrimiento y empatía. A todas las generaciones les pasó siempre lo mismo, especialmente cerca de los escenarios. Gabi y Sonia también se aproximan. Gabi conoce a Albert y a Pedro del Communiqué, un pequeño garito del barrio de Hostafrancs que dirige desde hace unos meses. Se ha asociado con Serapi Soler, un pionero en la promoción, difusión, distribución, producción y representación de música alternativa. Serapi es el mánager de Parkinson DC, que son, junto a El Inquilino Comunista, lo mejor que dará el noise en España. Gabi y Serapi se asociarán bajo el nombre Murmur Town & La Gloria. Su oferta es sencilla: montan conciertos y los rematan con sesiones de música pop.
Gabi recuerda que Pedro y Albert tienen una banda, aunque no recuerda su nombre. A Gabi le caen bien. Y su instinto le dice que prometen. Su atención, en cualquier caso, sigue volcada en el masái albino y cornudo que les acompaña. No puede quitarle la mirada de encima. Albert se da cuenta y sonríe. Luego se gira, se acerca a Aleix, le susurra algo al oído, y Aleix se da media vuelta.
—Gabi, este es Aleix, nuestro bajista —dice Albert. Y añade:— Aleix, este es Gabi. Gabi es el promotor del Communiqué. Ella es Sonia, su novia.
Aleix se acerca y le da dos besos a Sonia y le estrecha la mano a Gabi.
Gabi no ha tenido nada tan claro en su puta vida. Le lleva un segundo darse cuenta. De repente, simplemente, lo sabe. Sabe que tiene al futuro delante. Un futuro largo, ambicioso, de metro noventa y siete, que le proyectará, directamente, a las estrellas.
A las cinco de la tarde sabe que será una película en la que arderán libros. Será la historia de un final y de un principio, como todas las películas. A las siete se levanta de su escritorio, abre la cajetilla de Ducados, se enciende un pitillo y piensa en su siguiente movimiento. Tiene que invitarla a cenar. Se imagina una mesa, dos velas y una oveja eléctrica. El hospital está lleno de ovejas fluorescentes. Se acerca a la ventana y las contempla. Sonríe. Y aspira de nuevo y exhala una nube. Otra bocanada blanca que se disuelve en la noche e ilumina la oscuridad.
Y entonces, la descubre. Está sentada en el último banco del claustro, casi escondida, a oscuras. Su silueta cobra forma lentamente en la noche de febrero. Pero… no está sola. Tiene a un tipo agarrado del brazo.
Es el puto gallego. Horror.
Da media vuelta y patea su escritorio. Respira. No puede. Agarra su máquina de escribir y grita muy fuerte por dentro y la sostiene en alto por fuera. Intenta respirar. No puede. Zarandea la máquina. Es el principio de otra odisea que conquistará el espacio, de otro orangután puteado que quiere quemar el futuro. Se quita la americana. El jersey. Siente que se desangra, que se le hinchan las venas del cuello. Se quita la camisa. La desgarra. Sus vestiduras se desparraman por el suelo como salpicaduras de sangre. Tan rojas y tan arrugadas. Aprieta los nudillos y piensa en su trabajo y los aprieta más fuerte y le sale un músculo nuevo a la altura de la mandíbula. Intenta respirar y lo consigue vagamente. Jadea.
Piensa en Camus. Los momentos culminantes de su existencia están surcados por las frases de su héroe.
«No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar.»
Es una frase que ha escrito en servilletas, que ha repetido en distintos idiomas, con los acentos cambiados y la cadencia trasquilada. Le sucede con muchas de las frases de Camus. Le asaltan cuando el semáforo está en rojo o cuando el sueño está en verde y las decisiones en ámbar. ¿Lo hago o no lo hago? Es un hombre de ciencia y de libros y está convencido de que la literatura es una voz extranjera que te nacionaliza, la penúltima frontera de la libertad. Camus tiene permiso de residencia entre sus sienes y sus tobillos, vivirá entre sus derrotas y sus conquistas. Sabe que le acompañará toda la vida. Y le tranquiliza. Respira. La vida le espera. Pero está alterado. Muy alterado. Solo han pasado veinticuatro horas. Veinticuatro horas para concebir un sueño y perderlo. Nada tiene sentido. Quizá París. Sí. París.
París siempre funciona.
Respira, jadea, respira. Sale escopeteado de su despacho, pilla el Méhari y pone rumbo a la ciudad del amor con el pecho descuajaringado.
3 de marzo de 1995
Soy el inocente que mató a la víctima. Soy el espía involuntario de los pensamientos perdidos. Soy el alma corrompida y soy la araña que teje mis trampas. Soy el caos a punto de ocurrir. Soy el asesinato a punto de cometerse. El hambre de una desgana fingida. El ansia infecciosa, contagiosa y nerviosa, de paz. La Rosa con más espinas. El sobresalto. Soy un saco donde tiran desajustes. Soy el ídolo que no se deja dirigir. Soy la foto que me hacen cuando disimulo. El escorpión que no sabe si logrará su objetivo antes que el fuego.
Soy el anticlímax y el punto álgido del placer inmaduro.
Del diario de Aleix Vergés.
El techno es un gran error. Es como si los Kraftwerk y George Clinton se quedaran encerrados en un ascensor y solo tuviesen un sintetizador para pasar el rato.
Derrick May.
Son las doce de la noche y Darren Emerson baja las escaleras del Nitsa, la discoteca que alumbrará a Sideral, un garito que se llamaba Don Chufo hasta hace muy poco y que se levanta en la plaza Joan Llongueras, junto a Catalunya Ràdio, en el corazón del españolismo y la aristocracia de la ciudad. A Emerson le quedan diecisiete peldaños para llegar hasta abajo y percibe el zumbido que trepa por la moqueta y nota el bombeo de su sangre en el pecho. Es una sensación a la que no escapa ni Dios que haya bajado estas escaleras, ni siquiera Emerson: el sonido te invade por la garganta cuando estás en lo alto y te ha poseído por completo cuando llegas al final. Le quedan quince peldaños y una chica con el pelo azul que corre escaleras arriba se cruza con él y se cubre la boca, y lo mismo Darren se pregunte si habrá cumplido los quince. Y mientras lo piensa, cree reconocer el bombo que sube desde las entrañas del club. Y sonríe.
Le separan doce escalones de la placenta y un tipo con la cabeza rapada y botas por las rodillas le rebasa por la izquierda; otro con pantalones erráticos de cuadros y una camiseta Adidas naranja y el pelo oxigenado lo hace por la derecha. A Emerson le parece escuchar el «Superman» de Laurie Anderson por encima de su canción «Mmm… Skyscraper I Love You». Lo piensa, esboza una sonrisa y niega con la cabeza. Es imposible. Aun así, a falta de ocho peldaños, su cabeza formula una asociación delirante: piensa en