contener una isla del tamaño de Irlanda. El paquete está junto a su mesilla de noche, en la que descansa un libro mucho más pequeño: Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett, un músico más conocido como Eels, que la tiene embaucada. Chisca se las apaña para cargar la geografía y bajar las escaleras. Llega a la cocina, pilla el iPod, cancela los grandes éxitos de Aphex Twin, su músico electrónico predilecto, y pone la playlist de doce horas que ha elaborado para la fiesta. Melanie, Françoise Hardy, Moustaki, Gilbert O’Sullivan, Procol Harum, Herb Alpert o Burt Bacharach deslizarán su folk setentero y sus voces soñadoras durante las próximas doce horas.
Chisca se mete en el salón y deja su regalo apoyado junto al piano en que Aleix empezó a tocar cuando tenía siete años. Interpretaba a Bach y se reía de Mozart. Movía los dedos deprisa y cantaba con voz de soprano. Pero nunca se lo tomó en serio. No hasta que a los diecinueve descubrió a Glenn Gould. Entonces se tomó en serio a Gould, pero hacía ya algunos años que el piano no lo tocaba. No volvería a hacerlo.
La historia de Glenn Gould es solo una de las infinitas voces, imágenes, frases y nombres que surcan el regalo que Chisca le ha hecho a Alfonso. Es un álbum gigante: un scrapbook. La historia ilustrada de cuarenta años de vida en pareja. Chisca conserva intactos los diarios que ha escrito durante toda su vida. Y las fotografías que ella misma disparó, amplió y reveló, de sus hijos, de sus coches, de sus viajes y de sus veranos. Hay recortes de prensa, entradas de conciertos y un montón de técnicas de compaginación elaboradas con retales, tejidos y pegamento. Un trabajo de tres años que Alfonso descubrirá en un rato, cuando todos los invitados se hayan largado y el jardín se haya convertido en un descampado de copas vacías, confeti aplastado y colillas extintas, cuando las lámparas de papel japonesas ardan solas bajo las estrellas y siga sonando la voz de la Hardy y diga que no hay retorno y que la eternidad era solo un día.
Los Vergés Tramullas disfrazados para el carnaval del colegio en 1982. De izquierda a derecha: Adriana, Randi, Aleix y Daniel.
Prehistorias
No se sabe bien dónde empiezan las historias. Lo que es seguro es que nunca terminan. Todo es augurio y todo es misterio. Se sabe que la sangre fluye por todas ellas. Que a menudo se derrama y que otras se concentra en hematomas. Se sabe que la genética tiene memoria y que los mismos huesos han crujido distinto en distintos lugares y en distintas décadas.
La ascendencia es el principio de la influencia y de la experiencia. De la violencia y de la negligencia. Sin embargo, lo normal, a no ser que seas aristócrata o historiador, es conocer tu Historia hasta tus abuelos. Y gracias. Lo normal es que apenas conozcamos vaguedades de nuestros bisabuelos. Y de los tatarabuelos, apenas un dato, probablemente engendrado por la fantasía.
Sería arrogante pensar que la sucesión y la herencia son insustanciales. Sin embargo, es un absoluto misterio cuál es su alcance. Es posible que exista una memoria subliminal de nuestros ancestros. En los borradores de su prólogo al libro de DJ Spooky, La ciencia del ritmo, Aleix Vergés escribió que la historia es «la historia de un sonido, de un eco que viaja a través del tiempo y de los tímpanos, y que se transmite como una vibración, como una percepción melódica del universo o como un ruido de fondo».
A Aleix le gustaba decir que «el subconsciente es la memoria de nuestras vidas anteriores». Como si nuestros sueños no nos pertenecieran. Como si formaran una larga cadena de préstamos inconscientes, una divisa inadvertida y onírica, de naturaleza infinita, como las bibliotecas de Borges.
Otra cosa es que conociera la historia de su bisabuelo Edelmiro. O de su bisabuela, María Ángeles.
Edelmiro Vergés Bartolí nació en Reus, Tarragona, un 22 de diciembre de 1870. Fue un bebé extra largo alumbrado en un descampado. Su nacimiento empleó a siete comadronas (cuatro tías y tres primas) y a un doctor que también era cura y ciclista, además de tío abuelo del recién parido. El parto se prolongó cincuenta y tres horas, un registro insólito y épico que atravesó un eclipse de sol total. Su madre, la tatarabuela Corintia, se quedó ciega tras arrojarlo sobre un cojín relativamente descauterizado. Estaba fundida. Sin energía. Viviría algunos días más sin ver la luz del sol. Y al cabo de los meses, se apagaría.
Edelmiro fue un hombre largo y barbudo como su descendencia y, antes de que pudiera decidir qué iba a hacer con su vida, tuvo que largarse para preservarla. Una mañana de finales de siglo, muy poco antes de la caída de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, se batió en duelo por un asunto de faldas en un callejón infecto de las afueras de Reus, exactamente donde hoy está la pista de aterrizaje de Ryanair.
Salió milagrosamente vivo y se exilió amenazado. Edelmiro era un hombre imprevisible y temperamental que soñaba con daguerrotipos y telescopios. Antes de largarse de Reus, se dedicó a la compraventa de cámaras fotográficas. Así fue cómo conoció a María Ángeles, una jovencita enigmática e inexpresiva que le vendió un tomavistas de seis objetivos. La transacción terminó en cita. Y la cita en pasión. Y la pasión en embarazo. Y el embarazo en matrimonio. Edelmiro se largó a Manila en 1899 con el bolsillo amortiguado por la generosidad de María Ángeles, una mujer con un sentido calculado y expansivo de la riqueza, que repararía la mayoría de sus ruinas venideras.
Edelmiro vivió en Manila una posguerra de sangre y de barro. De españoles y norteamericanos confundidos por la victoria, la derrota, el opio y la gonorrea. La ciudad era un lodazal de oportunidades, un escenario parecido al descampado en que nació su ideología revolucionaria.
Si la historia es el viaje de un sonido y nuestra memoria solo alcanza hasta nuestros bisabuelos, entonces Edelmiro fue el preámbulo ruidoso de Aleix. La primera nota de una mayúscula sinfonía del caos. Su sentido de la organización empezaba por el desequilibrio. Por una noción extrema y revolucionaria del orden. Edelmiro se describió siempre como un republicano. Nació en un descampado, bajo la dictadura de una monarquía absoluta y las consignas de una iglesia categórica. Y supo desde muy temprano que no solo no pertenecía a ninguna de las dos, sino que el sentido de su vida era ser, exactamente, lo contrario.
A Aleix le sucedió algo parecido: encontró el motivo en el reverso, y la razón en el cuestionamiento. Ambos fueron jóvenes creativos y caóticos que se comieron el fin de siglo antes que la madurez. En realidad, Aleix prescindió por completo de la madurez. Era lo que se esperaba de él, tal fue su revolución: vivir eternamente en la república de la juventud.
Edelmiro, en cambio, tuvo tiempo y ganas de hacerse hombre. Y nunca tuvo miedo de viajar. Desembarcó en Manila, se embriagó de su exotismo y encontró deprisa su lugar. No le fue tan difícil. Conocía la fertilidad del arroz y se asoció con trabajadores locales para destilarlo y embotellarlo. Los más entusiastas dicen que inventó el sake. Pero el sake llevaba siglos inventado. Lo cierto es que, como buen hijo del Delta del Ebro, tenía buena sintonía con los pantanos y los arrozales. La fortuna le duró poco, la perdió a la misma velocidad a la que la había amasado. Se enamoró de muchas filipinas, pero solo una le hizo perder la cabeza. Era una bailarina a la que evocaría secreta y erráticamente hasta el día de su muerte.
Edelmiro conoció en el exilio a otros catalanes, a más impostores, a revolucionarios ultraconservadores y a filipinos que desayunaban chorizo y adulaban a los Borbones. Conoció a tanta gente como sedujo. Y sedujo a todos los que conoció. Pero solo confió en dos individuos, sus dos únicos amigos de ultramar: Jean Noutel y Sean O’Sullivan.
Noutel era un estafador francés que se hacía pasar por ingeniero de caminos. Viajaba a lugares en guerra y conseguía contratos de reconstrucción de puentes y senderos. Cobraba cantidades industriales y las repartía entre los damnificados, que siempre eran habitantes del lugar. Presumía de haber conocido a Coco Chanel y de haber financiado su aventura costurera. Era un hombre exquisito y delgado, que fumaba cigarrillos aromatizados con melocotón y jamás repetía sus trajes ni sus sombreros. Le gustaba fantasear, adornar el pretérito y el futuro con nubes de Chanel y efluvios de Guerlain.
Noutel era un romántico, como Edelmiro. Eran dos negociadores que anteponían