Bonanova es silenciosa, y Aleix y Daniel ven la televisión, una caja roja que proyecta imágenes en blanco y negro de tipos calvos y con bigote, normalmente uniformados, que se mueven a cámara lenta. Aleix y Daniel apenas la ven. Pero escuchan a menudo las voces dulces o las sinfonías siniestras que salen de la caja. Solo de vez en cuando, mientras se desplazan de la cocina al salón, o del salón a su dormitorio, interceptan lo que sucede dentro. Hay un tipo que se llama Balbín que irrumpe cuando cae la noche y presenta un programa que se llama La clave pero que podría llamarse Eructo caníbal. Aleix le observa con terror.
Chisca ha descubierto que está embarazada. Ha decidido desmantelar el cuarto oscuro, recoger la ampliadora y matricularse en Filología. Tiene veinticuatro años y dos hijos y cierra los ojos y desea que le caiga la primera niña. La juventud es la posibilidad de ser corredor de fondo y de esprintar: ella descubre que será madre por tercera vez, se matricula en la Universidad y decide de qué colores pintará la habitación de los niños.
Alfonso asiste partos a todas horas y paga casi todas las facturas. Pasa el tiempo, pero casi todos los coches son Seat. Casi todos. Alfonso sigue conduciendo su Méhari rojo, y Chisca mete a los niños dentro y lo descapota y canta a Leonard Cohen. Y luego llegan a casa y les pone a Moustaki, y la tarde patina y ella cocina. Las luces de verdad se derriten y se encienden las de mentira, y las voces de la tele conjugan ecos militares con chicas de la Cruz Roja. Los niños se acuestan a las ocho y a veces se duermen lento y, otras, lo consiguen deprisa. Françoise Hardy les susurra palabras pacíficas, el eco de una Francia soberana, lejana, femenina, sensual y libertaria. Sin embargo, otros días cae la noche y los párpados fracasan y se escuchan voces de lobos y aullidos de Balbín.
Y entonces conciliar es un verbo que no se conjuga.
Hoy será la primera noche en que no funcione la chanson. Aleix se agarra a las cuerdas vocales de la Hardy y recorre el camino inverso: en lugar de dormirse, despierta. Le dice a su madre que no apague la luz. Bajo ningún concepto. Le aterra la oscuridad, la naturaleza sepulcral de los interruptores. Así será desde muy temprano y hasta muy tarde. Es una noche tórrida de mayo, Aleix tiene dos años y medio y son más de las doce y tiene los ojos abiertos como platos. No sabe si ha escuchado a Alfonso volver o si no.
La casa tiene dos pisos y no siempre se oyen los pasos del patriarca. La luz de la Luna alcanza su cama y la del pasillo se filtra por debajo de la puerta. Está protegido por dos resplandores tibios y se sumerge en su primer viaje hacia el final de la noche. Sabe que la oscuridad es una amenaza transitoria, que la mañana la devorará. Es una noche de mayo y el calor aprieta, y Aleix lo detesta y descubre el insomnio, la jungla infinita de la madrugada; la posibilidad de soñar despierto en lugar de hacerlo dormido. Su refugio es su imaginación. Esta noche levantará la primera de las ciudades imaginarias que surcarán los tres próximos años de su vida. Chisca entra en el cuarto a las siete de la mañana y se lo encuentra sentado en la silla, frente al escritorio, despeinado y taciturno.
—¿Estás bien, Aleix?—Sí. No he podido dormir, pero me he inventado una ciudad.
—¿Una ciudad?
—Sí. Es una ciudad de cera. Todos los edificios se pueden encender con una cerilla. Como una vela.
—Qué bonito —dice Chisca estupefacta.
—Y es una ciudad donde la gente no duerme. Y siempre es de noche. Pero si la gente trabaja mucho, entonces se hace de día. Pero si la gente no trabaja mucho, entonces no se hace de día. Hay muchos señores que hacen pan. Y hay señores que fabrican las calles. Y hay un edificio muy grande que hace mucha luz. Y hay una escalera muy alta, y si los señores más altos se suben y llegan hasta arriba, entonces pueden encender las luces de la ciudad. Me parece que las luces de la ciudad son las estrellas. Y la ciudad se llama la Ciudad de la Luz.
Aleix Vergés, 1977.
22 de mayo de 2012
Dani Vergés camina por la avenida Tibidabo de Barcelona, una cuesta de eucaliptos australianos y mansiones coloniales que conquistaron la amnistía fiscal. La avenida está surcada por los raíles del tranvía azul, que se abren paso sobre el suelo adoquinado desde principios del siglo XX. Aquí no hay edificios, tampoco apartamentos. Las fortalezas están protegidas por muros de piedra interminables. Hubo un tiempo en que todo esto era un inmenso descampado.
Hubo un tiempo en que todo era un inmenso descampado.
Hoy casi no hay peatones: se ve a una filipina con un pequinés. Se ve a una filipina que empuja a un viejo en silla de ruedas. Y luego se ve a una filipina que se protege de tres niños teutones. También se ven escuelas millonarias, restaurantes que son mansiones y mujeres que se tambalean. Nos detenemos en un cruce y dos mujeres muy esbeltas y muy perfumadas hacen microaspavientos. Nos ponemos a su altura y una le dice a la otra:
—No te preocupes, si tienes que salir y le has dado el día libre a tu filipina, yo te presto a la mía.
La avenida Tibidabo es una rampa severa y Daniel resopla como si buscara un paréntesis o un pino. Sigue el curso de la calle, que dobla un poco a la derecha. Al salir de la curva se ve un todoterreno aparcado en mitad de la calzada. Es un vehículo negro y reluciente como los zapatos de un nazi. Parece blindado y tiene las lunetas tintadas. Se abre la puerta del copiloto y se ven unas piernas largas y delgadas, unas medias de nylon oscuras que anteceden a una cintura del diámetro de un cereal, una cadera efímera como los noventa. Y luego el estómago plano, la blusa azul, el cuello bronceado, las mejillas irreales y la nariz operada. Es una mujer rubia. Podría ser de plástico. Lleva gafas de sol italianas y huele a Suiza. Lleva a un pequeño trepador rubio colgado de los brazos. Su hijo. Dani la saluda. Ella parece muy estreñida cuando sonríe. Él parece un samurái.
«Ya ves, esta iba conmigo al colegio. Es otra cosa que nunca entenderé como padre. Llevar a tu hijo al colegio en el que estudiaste, un muy probable escenario de frustraciones. No lo entiendo.»
El colegio Frederic Mistral asoma como una nave espacial por lo alto de la montaña. Parece un diseño de Van der Rohe.
El patio está lleno de niños escandinavos. No parece que ninguno haya conocido el bochorno afgano que gobierna el centro de Barcelona. Es un viernes pletórico de mayo a las cinco de la tarde, los niños se concentran en la entrada y sopla una brisa que no está quemada. No se ven turbantes, y se ve a niños negros de padres blancos. Esto parece Malmö. Un lugar en que todos podrían apellidarse Wilander o Sjöstrom pero con acento catalán.
El Frederic Mistral es un colegio en la cumbre de una escalinata.
«Cuando éramos pequeños, esta escalera parecía el fin del mundo. Recuerdo que teníamos unos chubasqueros amarillo y violeta, y que subíamos dando el cante, sabiendo que, tarde o temprano, el chubasquero atraería la atención de tipos más grandes y más gordos con ganas de liarla», recuerda Daniel.
Tras la escalinata, se accede al patio inferior. Una pista de cemento con gradas a un lado y una reja al otro. Los niños corren despavoridos en todas las direcciones.
«Fue justo aquí», dice Daniel, señalando al suelo. Es de cemento, pero está barnizado.
«Aquí recuerdo claramente un día que un gordo muy gordo me tenía aplastado boca abajo. No tenía escapatoria. Recuerdo la mano de David —así se llamaba el gordo— oprimiéndome la boca. Entonces vi unas Nike que se acercaban por el rabillo del ojo. Y de repente, el gordo ya no estaba. Aleix le pegó un patadote que lo hizo desaparecer. En el colegio, no había quien se atreviera a tocarme. Era una protección más del tipo “No lo toques, este es mío” que otra cosa. Cuando éramos pequeños, nos peleábamos todo el tiempo.Aleix me veía muy débil. Y le irritaba. Me veía débil por tener límites.
Daniel y Aleix Vergés jugando al ajedrez en Mallorca.
»Recuerdo que le encantaba que