sabe que a su padre le quedan pocos aparcamientos por encontrar. Se imagina los rodeos y el depósito vacío y le entran ganas de insultarle y de llorar. De llamarle embustero y de desaparecer.
Pero se calla la boca, su padre le da al contacto y el coche se enciende y el piloto de la gasolina parpadea y la pletina arrastra una cinta inmemorial y cansada, y afluye la voz de Manzanita, que habla de primavera y de ramitos de violetas. Doblan por la calle Modolell y se meten por Vallmajor. El colegio se ve desde el final de la calle y Hache se prepara para bajarse. Y llegan a Copérnico a veinte por hora y el Leber está delante. La torre blanca de dos pisos, la reja, las vallas verdes y las cuatro palmeras viejas del patio; los dátiles aplastados, los 600, los Méharis, las mochilas cuadradas, los relojes holográmicos de Mazinger Z y los bocadillos de Nocilla envueltos en papel de plata. Las voces, todas las voces agudas de niños que llevan tres meses sin verse y que ahora son más altos y están más morenos y que han matado a su primera culebra o han aprendido a nadar sin burbujita se acumulan en la isleta que da al colegio.
De pronto, un niño muy largo y muy rubio, que lleva unos pantalones a cuadros y unas bambas con guadaña y un polo fosforito, irrumpe en mitad de la calzada, el Seat Ritmo lo embiste despacio y el niño se levanta por encima del capó y se estampa contra el parabrisas.
—¡Me cago en Dios! —exclama Rafael. Y se le queda la cara más amarilla de lo que ya la tenía.
—No pasa nada, papá —dice Hache, que reacciona mucho más deprisa y ya ha salido del coche.
Aleix Vergés está tendido sobre el capó del Seat Ritmo. Le da el sol en la cara y sonríe. Podría estar tumbado bajo un sauce en la Toscana. Hache flipa. No le da tiempo a preguntarle si está bien.
—Se está bien aquí —dice Aleix espatarrado sobre el capó.
—Me alegro de que te lo tomes así —dice Hache.
—Lo que me sabe mal es que no te haya pasado a ti —dice Aleix.
—¿Que no me haya pasado a mí? ¿El qué?
—El accidente. Yo venía con una cara parecida a la tuya. Pero ya estoy bien.
Entonces Rafael sale del coche y la luz del sol le salpica lugares prohibidos.
Aleix se levanta, borra la sonrisa y se pone solemne cuando ve a Rafael.
—Lo siento mucho, señor —dice.
Se incorpora lentamente, eclipsa la luz del sol y proyecta una sombra reparadora sobre la cabeza del padre. Hache está aturdido.
Aleix continúa:
—Ha sido culpa mía. He cruzado sin mirar. Es mi primer día de clase y el colegio es nuevo. No estoy acostumbrado. Lo siento mucho. De verdad, señor.
El padre de Hache se saca las gafas de sol y mira hacia arriba y siente un pinchazo en el cuello. Pero la medicación y la influencia ultravioleta le arrancan una sonrisa dopada.
—¡Eres un San Pablo! ¿Te has dado en la cabeza? —le pregunta Rafael mientras se le acerca y le pide que se agache. El sol le estalla en la cara y se pone las gafas.
—No, no. No me he dado ningún golpe. He caído de culo.
Rafael le pide que se dé la vuelta y le sube la camiseta y le explora la espalda. Hay una leve mancha roja por encima del cóccix.
—¿Seguro que no te has dado en la cabeza?
—Seguro que no —dice Aleix.
Hache observa el metro sesenta y cinco de su padre y el metro infinito de Aleix y siente un escalofrío de guardia civil en la rabadilla, que será el lugar donde se concentren la mayoría de las sensaciones de su adolescencia.
Entonces, aparece otro vehículo. Es un Seat 600 color azul fuerte conducido por una mujer que parece francesa. O suiza. Es rubia y delgada. Lleva a dos niños altos y rubios en la parte de atrás, que se bajan enseguida.
—¡Hola, Hache! —dice el rubio más alto.
Hache contempla el cuerpo de Luis, el único amigo que tiene en la clase B. Es otro hijo del 74 que ha aprovechado el verano para alargarse. Luis sin duda ha conquistado la barrera del metro ochenta. Le ha cambiado la voz y parece recién afeitado. Su hermano pequeño, Marc, tiene dos años menos, o sea, once, lleva un parche en el ojo y una mochila cuadrada y también parece haber aprovechado los desayunos de agosto mejor que Hache.
—¿Y quién es este? —pregunta Luis. Y señala a Aleix despreocupadamente con la cabeza.
—Es uno que se ha caído del cielo —dice Hache.
—¡Exacto! —dice Aleix. Uno que se ha caído del espacio sideral.
Luis sonríe y Hache también, y Marc, el hermano pequeño, parece contrariado detrás de su parche gigante.
—Los tres miran a Aleix como si realmente fuese un marciano, algo que les pasará a infinidad de personas, miles de veces, a lo largo de los próximos años.
Seísmo o repetición
El jueves 15 de septiembre de 1987, Aleix arrancó octavo de Básica por segunda vez en la única escuela de su vida en la que se sintió comprendido: el Leber. El Leber era un colegio pintoresco e inusual que se reivindicaba como un centro de «educación especial». El edificio era una antigua torre enclavada en la confluencia de las calles Copérnico y Vallmajor, en el residencial barrio de San Gervasio, y tenía un patio de unos seiscientos metros cuadrados, apenas provisto de una pista de fútbol de cemento, cuatro palmeras estimables y dos tableros de baloncesto. Cada curso estaba repartido en dos clases que raramente superaban los veinte alumnos.
El Leber se distinguía por un sistema pedagógico que no creía en los exámenes, y mucho menos en los veredictos. Hasta ese momento, hasta los diez años, los niños podían elegir el temario de sus asignaturas y, en lugar de notas, recibían informes sobre sus progresos. Así, por ejemplo, a los estudiantes de Historia de tercero de EGB se les ofrecía que votaran qué preferían: Egipto, Roma o Grecia. Y en virtud de lo que decidieran, estudiaban uno u otro imperio. El Leber fue un colegio privado que se distinguió durante años por fomentar una educación psicopedagógica e integradora, que no creía en la diferencia ni en la discriminación. Niños con deficiencias mentales, síndrome de Down u otras minusvalías estudiaban en las mismas clases que niños física, mental y presuntamente aptos al cien por cien.
Se trataba de convivir, de igualar y de no presionar, de estimular la imaginación del alumno y de no someterle a presión, juicio ni escrutinio. Si surgían conflictos de aprendizaje, una psicopedagoga que se llamaba Montse secuestraba al alumno o a la alumna conflictivo/a y le descubría la belleza del síndrome de Estocolmo.
El Leber era un colegio laico y feminista en un país católico y machista. No fomentaba la competitividad ni señalaba la diferencia, y de sus aulas salieron preadolescentes que ignoraban la semántica de los crucifijos y de las sotanas, que era exactamente lo que habían conocido todos sus profesores, su directora y los padres de todos sus alumnos. En un país que se había pasado la mitad del siglo XX bajo la dictadura asesina de un enano, la posibilidad de ofrecer aulas libres de Cristo y de su fiscalidad fue un sueño setentero y una realidad ochentera.
Aleix llegó del Frederic Mistral en un año convulso, el penúltimo en la vida del Leber. La hasta entonces directora, una mujer alta y delgada que se llamaba Lolín, traspasó el colegio después de vaciar su energía y no atinar con el heredero, un tal Pepe Marín, el hombre con calva de jesuita y mirada de inspector de hacienda que la relevó. Pepe Marín dirigió al colegio hasta un crepúsculo sucio y barriobajero que terminó cuando las profesoras dijeron basta. Renunciaron. Y se manifestaron. Fueron hasta casa de Pepe con pancartas de cartón escritas con rotulador, con silbatos y panderetas, y le llamaron ladrón, pesetero y sinvergüenza.
Aleix fue instalado en 8ºA, una clase de veintiún alumnos, trece chicas y ocho chicos, que llevaban toda la década estudiando juntos. Eran