Héctor Castells

Sideral


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la cuerda elástica y porque dijo que me pondría un escorpión en la sopa.

      Antes de que la profesora pueda asumir la protesta de su alumna, otros dos niños se incorporan simultáneamente en primera fila:

      —Yo critico a Aleix Vergés por colgarme la pelota de fútbol y por enredarme los cordones de mis bambas en la canasta de baloncesto.

      —Y yo critico a Aleix Vergés porque me ha escondido el desayuno en la escuadra de la portería.

      Adriana nota el temblor de las aletas nasales. Hace fuerza con los ojos, levanta la cabeza y mira hacia el Mediterráneo, pero no puede contener las lágrimas.

      La profesora pide un poco de calma. Cada viernes es la misma historia. Un ritual monótono que nadie será capaz de cambiar.

      «Era muy fuerte. Su nombre salía en cada clase de Ética. No solo en la mía. También en la de Daniel. Y en todas las demás. En el Frederic Mistral, la política consistía en convocar al responsable del problema en el aula para que los afectados le denunciaran. Y a Aleix le llovían las acusaciones. Así que nunca podía dar la cara ante todos sus denunciantes. Su nombre salía en todas las conversaciones: era el tipo más famoso del colegio. Despertaba una mezcla de admiración y de rechazo. Tenía que probar todos los límites en todas las direcciones. A mí lo que más me sorprende es que nadie fuera capaz de detectar y proteger el potencial de Aleix. Era un niño de una creatividad insultante. Dibujaba, escribía, pintaba. Y no soportaba el tedio de la enseñanza. Y a menudo hacía lo que no debía. Pero la única respuesta era traerle a la clase de Ética y enfrentarle al resto del colegio y suspenderle en casi todas las asignaturas. No sé. En Australia, donde vivo ahora, los alumnos no suspenden. No hasta que llegan a la universidad. La política de catear solo sirve para minar la confianza del niño», dice Adriana desde el otro hemisferio.

      Y la voz le sale por el lado zurdo del auricular.

      Los Vergés Tramullas se completan como familia el 6 de enero de 1981. Entonces nace Randi, la más pequeña. «La llamamos Randi porque era el nombre de una paciente de Alfonso. Era una noruega encantadora que llevaba años intentando quedarse embarazada. Desgraciadamente, nunca lo consiguió. Así que, cuando yo me quedé, se lo consultamos y nos pidió que, por favor, lo hiciéramos, que le pusiéramos su nombre a nuestra hija», recuerda Chisca.

      Así que Chisca tiene apenas treinta años, cuatro hijos y un marido que acaba de fundar el CEFER. La cartera de clientes de Alfonso empieza a llenarse de personajes de las páginas de sociedad. El trabajo aumenta y el tiempo disminuye todavía más, y él busca fórmulas para compensarlo. La primera es pedirles a sus hijos que vayan a darle un beso cuando vuelven del colegio. A fin de cuentas, tiene la consulta instalada en la planta baja de la casa de la Bonanova. Cada tarde, invariablemente, a eso de las cinco y media, Aleix, Daniel y Adriana, atraviesan bombos borbónicos y sortean proyectos de trillizos para aterrizar con sus mochilas cuadradas y sus rodillas peladas frente al escritorio de su padre.

      Aleix es el hijo más conflictivo. Tiene problemas para conciliar el sueño y hace preguntas todo el rato. Daniel y Adriana también reclaman la atención de su padre con dudas, sospechas y síndromes varios. Alfonso decide proponerles que le visiten cada vez que tengan algún asunto serio que debatir. Si tal es el caso, les espera en la consulta. No importa la hora ni el momento. Les concederá audiencia siempre que lo consideren necesario.

      «Daniel y Randi no venían nunca. Adriana lo hacía una vez cada dos meses. Y Aleix lo hacía muy a menudo. La muerte era una obsesión constante. Y la locura era otra. También se preguntaba, desde muy joven, hasta qué punto era normal anímica o psicológicamente. Y lo peor que le podían decir era que estaba loco. Le horrorizaba que se lo dijeran. Aleix quería respuestas para todas sus preguntas. Yo siempre me propuse no responderle categóricamente. Él quería verdades absolutas, y yo soy alguien que evoluciona a través de la duda. Ante la pregunta de si algo es correcto o no, yo le proponía que me lo dijera él. Aleix quería que yo le respondiera. Para hacer las cosas o para no hacerlas. Yo procuraba emplear un principio que en medicina me había funcionado siempre. Cuando un estudiante tiene una duda, le propongo que tome la decisión que crea más conveniente, siempre y cuando no acarree un peligro para el paciente. Si por ejemplo se trata de una exploración médica complicada y no le sale bien, al menos, se acordará. Siempre me ha parecido bien enseñarles a que cometan errores. En medicina da resultados. Con Aleix, muchos menos», recuerda Alfonso.

      «Siempre fue un niño con problemas para conciliar el sueño. Era normal encontrártelo en la cama despierto en plena noche. O que se despertara tras haber tenido una pesadilla. Yo no lo llamaría insomnio, pero nunca durmió bien, a pierna suelta. Unas veces se imaginaba ciudades y otras temía a la muerte. Yo siempre intenté explicarle las cosas sin tomar partido, y explicarle la diferencia entre el bien y el mal, que enseguida tuvo muy clara. Claro que el hecho de distinguirlo no le frenaba para hacer lo que no debía. Al contrario. Siempre puso a prueba todos los límites», añade su padre.

      Los Vergés Tramullas en Mallorca, 1983. De izquierda a derecha: Adriana, Dani, Randi y Aleix.

      Socialismo de chocolate

      Nando Cruz tiene dieciséis años, una facilidad insultante para resolver logaritmos neperianos y raíces cuadradas, y un ciclomotor con el que se desplaza de la Bonanova al Pueblo Nuevo; de su casa hasta discos Castelló, en la calle Tallers.

      Nando tiene los pies en el suelo y se comporta como si la adolescencia fuese un doctorado en equilibrio. Mientras el resto de sus coetáneos siente deseos irrefrenables de quemarse los granos a lo bonzo y descubre los mayúsculos agujeros de su identidad, Nando camina tranquilo y respira sincronizado. Sabe lo que quiere y lo que no. Le flipa la música y no bebe, ni tampoco fuma ni se droga.

      Y pasarán veintiocho años y su vida no habrá cambiado demasiado. La música seguirá siendo el motor que le desplace de un sitio a otro, tendrá una moto de más cilindrada y no habrá probado las drogas. Claro que en veintiocho años, Nando ya no será un adolescente, sino uno de los pocos periodistas musicales respetados de su país.

      Ahora, sin embargo, estudia tercero de BUP y ha descubierto la música, el magnetismo irresistible de las melodías, y se le plantea la primera ecuación de bolsillo. Si X es igual a cero y una entrada para ver a El Último de la Fila cuesta mil quinientas pesetas, ¿cómo coño despejar la incógnita?

      La respuesta es muy sencilla. Dar clases particulares de Matemáticas. Son ciencias exactas. Nando sabe cómo aislar cocientes y descifrar incógnitas. Es un adolescente que resuelve problemas y elude conflictos. Exactamente lo contrario de Aleix, el segundo alumno de su flamante agenda como profesor particular. Cecilia Hernández de Lorenzo, su profesora de mates en el Frederic Mistral, le ha llamado para proponerle a un nuevo estudiante. Es un niño indomable y sublevado. Se llama Aleix. Nando acepta el encargo y Cecilia le pasa el teléfono de los Vergés.

      Para Nando, una hora con Aleix equivale a llenar el depósito de su Vespino y costearse la mitad de la entrada de cada concierto al que va. A Nando le gustaría comprarse más discos de los que se compra. De momento, tira más de casete. Si se compra discos, no le llega para entradas. Ve a Aleix una vez por semana y no encuentra la manera de domesticarlo. Aleix es un niño rebotado. «Muy rebotado. El típico chaval al que no le daba la gana esforzarse. Aunque si se lo hubiera propuesto, lo hubiera conseguido», recuerda Nando.

      Nando le cuenta historias algebraicas y Aleix se levanta de la silla, mira por la ventana y le pregunta si le dejará conducir su Vespino algún día. Nando le dice que se siente y que apunte. Y Aleix se sopla el flequillo y consulta la calculadora de su Casio, un reloj analógico que se parece al futuro.

      —¿Te gusta la música? —le pregunta Aleix.

      —Me encanta la música, sí. De hecho, la música es matemática pura. A mí me ayudó mucho a entender las ecuaciones. Las matemáticas son pentagramas exactos —responde el maestro.

      —¿En serio? —dice Aleix y le mira con escepticismo