convencido de que yo me hacía el mártir. No sé. Es por lo del límite: yo tenía un sentido del límite que él no tenía. Yo, en un momento dado, prefería parar, no ir a más. Y creo que eso también le jodía un poco. Es más, de hecho creo que a veces le jodía contemplar cómo chavales físicamente más pequeños me metían. Aleix sabía que yo era más fuerte que muchos de los que me pegaban y le daba rabia que no hiciera nada al respecto. A mí, entonces, como ahora, me costaba horrores pensar en soltarle un puñetazo a nadie. Creo que me bloqueo», confiesa Daniel.
Límite. Una palabra clave. Recurrente. Constante. Apenas hay nadie que haya conocido a Aleix que no la mencione al evocarle. Los pedagogos, psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y terapeutas que surcarán su vida desde los tres hasta los treinta y dos años improvisarán toda suerte de diagnósticos y solo coincidirán en uno: trastorno límite de la personalidad.
El psicoanalista y psicólogo clínico Juan Ignacio Bahima era menor de edad en septiembre de 1994, cuando Aleix empezó a pinchar en el legendario Nitsa, en la plaza Joan Llongueras de Barcelona. Juan Ignacio y Aleix se conocieron. No llegaron a trabar amistad, pero coincidieron muchas veces, hablaron otras tantas y compartieron amigos hasta el final. Para un futuro psicoanalista como él, alguien que disfrutó desde muy joven de los misterios y las contradicciones del comportamiento humano, Aleix encarnaba la quintaesencia de su vocación.
«Cada trastorno es un caso distinto, pero sí que es cierto que Aleix reunía todos los síntomas del límite. Básicamente, el trastorno límite se da en personas que dependen emocionalmente de los demás. Establecen relaciones súper intensas, pero les da tanto miedo perder ese vínculo que, a menudo, lo boicotean. El limítrofe acostumbra a ser un individuo con una sensibilidad muy aguda, que percibe las cosas con mucha más intensidad que la mayoría de la gente, ya sea desde un polo positivo o negativo. Normalmente su disyuntiva se traduce en un planteamiento del tipo: o estás conmigo o estás contra mí. Hipersensibilidad, sentimiento de vacío existencial, incapacidad para regular tus emociones, trastorno de la alimentación, un trastorno físico —la llamada dismorfofobia—, muchas vergüenzas. Cada paciente es distinto. Completamente. Y lo cierto es que Aleix lo tenía todo», dice Juan Ignacio Bahima.
El colegio es espectacular. Dejamos atrás el patio de abajo, subimos unas escaleras y llegamos a una pista de cemento con sendas porterías y tableros de baloncesto. Barcelona descansa a sus pies como la ciudad milenaria y soleada que es.
«Aquí arriba era donde salíamos a jugar de pequeños, en este mismo patio. Nos parecía mucho más grande. Allí —señala un muro de piedra que se levanta a nuestra derecha— había un bosque. Aleix se ponía aquí —señala el principio de la pista— y se quedaba clavado, a la espera. Siempre había varios partidos de fútbol en juego. Cada vez que le llegaba una pelota, la agarraba con las manos. Se esperaba a que le suplicaran que la devolviera. Entonces se quedaba mirando al resto de niños con cara desafiante, agarraba la pelota y la chutaba con todas sus fuerzas más allá de la reja. Las colgaba en la montaña. Una detrás de otra. Luego iba hasta el final del patio —ahora señala la reja que separa el patio de la ciudad—, se reunía con sus secuaces y conspiraba. Siempre fue un líder. Los niños le seguían y le temían, y las niñas estaban fascinadas con él. A mí me venían montones de ellas a preguntarme cosas. Yo era muy pequeño. Era algo que me molestaba y que me fascinaba a partes iguales. Querían saber cómo era, qué hacía. Desde muy pequeño. Era un poco escandaloso que todas las niñas se declararan tan tempranamente. Recuerdo una formación de ocho chicas organizándole una actuación para su duodécimo cumpleaños. Le cantaron el cumpleaños feliz», recuerda Daniel.
Aleix fue matriculado en el Frederic Mistral en junio de 1979 después de un tránsito misterioso y desafortunado por la Escuela Thau, en la carretera de Esplugues de Barcelona. Al igual que el Frederic Mistral, el Thau era un colegio que se reivindicaba como un centro de enseñanza moderno y creativo, que no creía en los crucifijos ni en la religión. Entre otras cosas, el Thau no te exigía estar bautizado para inscribirte. Aleix no lo estaba, pero el desconsuelo católico terminó por salpicarle. El Thau se proclamaba como un colegio laico, aunque era un tentáculo de la institución cultural del CIC (Centre d’Influència Catòlica), una fundación nacionalista y conservadora que nació en 1950 para «proteger los valores de la mujer y de la cultura catalanas». Luego el machismo tomó el relevo y por «cultura catalana» se entendió la historia financiera y empresarial de un puñado de apellidos compuestos y cuatribarrados, y de su descendencia.
Si la élite catalana puede presumir de algo, es, sin duda, de la obcecación y la solvencia con que ha mantenido intactos sus dominios. La propiedad privada se ha defendido con uñas y dientes de la inmigración, y sus caciques mantienen hoy casi intacto el latifundio de sus ancestros. Es como una pista de tenis que ha mantenido sus líneas intactas durante doscientos años. Una cancha donde siempre se cantó ¡Out!
Al poco de entrar en el Thau, la tutora de Aleix convocó una reunión con Alfonso y Chisca. Les dijo que su hijo presentaba «síntomas de inmadurez» y desaconsejaba que continuara en la disciplina del colegio, donde sus padres habían planeado que estudiara la Educación General Básica. Chisca se sigue preguntando a día de hoy cómo es posible discernir «síntomas de inmadurez» en alguien de cuatro años. Lo cierto es que, ya entonces, Aleix era un niño distinto. Un niño que alternaba los síntomas de inmadurez con los de madurez en su familia, donde se creía capaz de reemplazar a su padre, y que, según parece, mostraba «síntomas de inmadurez» en el colegio, donde sería sentenciado por hablar en «lengua castellana». En unos años, acaso catorce, Aleix será expulsado del CIC, cursando COU (Curso de Orientación Universitaria), precisamente por hablar castellano en los pasillos y denunciar que las clases de lengua castellana se imparten en catalán.
Burbujitas
Adriana Vergés no soporta las tardes de los viernes en el Frederic Mistral. El resto del tiempo, lo lleva bien. Saca buenas notas, mucho mejores que las de sus hermanos, sin apenas estudiar. No tiene dificultades de aprendizaje y está integrada en su clase. A veces se queda boquiabierta mirando por la ventana de su aula. Puede ver el mar. Contempla la simetría de Barcelona y su desembocadura azul, y respira hondo y sonríe. Es un paisaje que la relaja. El Mediterráneo es el escenario al que invoca desde su pupitre y desde la mesa del comedor. Cuando se duerme y cuando se despierta. Es la salida de emergencia de sus atolladeros, un punto de fuga que le recuerda a Mallorca, a todos los veranos que ha vivido hasta hoy. El mar es la posibilidad de saltar desde una roca y sumergirse, de desaparecer debajo del agua y bucear hasta un lugar desprovisto de ruidos, juicios y de hermanos que sufren.
Sin embargo, los viernes por la tarde, la digestión es extraña y la meteorología no le salva. Montserrat, la profesora de Ética, irrumpe en clase a las tres y media con sus zapatos de tacón, su bolso de cuero y sus gafas de pasta. Y entonces empieza el calvario. La clase de Ética se divide en dos secciones. Una se llama «Jo proposo» [Yo propongo]; la otra, «Jo critico» [Yo critico].
Adriana llega nerviosa a la primera y siempre propone lo mismo: una piscina y clases de natación. Es una propuesta relativamente descabellada. En un colegio como el Frederic Mistral, ni siquiera sería descabellado proponer un helipuerto. Sin embargo, ya le han dicho varias veces que es inviable, que tiene que proponer cosas más sencillas.
Pero Adriana tiene nueve años y mucho miedo a la segunda parte de la clase. Así que, a menudo, cuando la presionan para que cambie de propuesta, se queda en blanco y no le sale nada de la boca. Entonces se siente como si estuviera realmente debajo del agua. Los viernes por la tarde le provocan pesadillas. Montserrat le pregunta en sueños, y ella abre la boca para responder y, en lugar de palabras, le salen burbujas. El mundo submarino es su vocación: en ocho años se sumergirá en las aguas de Irlanda como estudiante de Ciencias del Mar y en quince afluirá a las de Sídney como doctora.
Adriana es una alumna modélica que tiene dos hermanos que lo son mucho menos. Sobre todo el mayor. Siempre la misma historia. Se termina la primera parte de la clase y arranca la segunda. No hay nada que pueda detener el tiempo. Ni siquiera el fondo del mar. Cada viernes a las tres arranca la segunda parte. Cada viernes se levanta un alumno distinto.
Hoy