Héctor Castells

Sideral


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monstru!» cuando ya solo le separan cinco escalones del suelo. Quizá entonces Emerson ponga una cara rara, una expresión de desconcierto cósmico o de inspiración psicodélica. Y a su lado, Chito de Melero, el responsable de que esté aquí esta noche, un entusiasta que le ayuda a bajar los dos maletones acorazados que se ha traído de Londres y que mañana le conducirá hacia el Blau de Banyoles, la madre de los clubs catalanes, le dice: «He said: good luck», y entonces Darren Emerson quizá piense que entiende el catalán.

      A falta de cuatro peldaños, Emerson observa a la pareja de siniestros que bajan por delante suyo con una parsimonia casi zen y vuelve a sonreír y se pregunta dónde coño está. Es Laurie Anderson. Y es su canción. El rascacielos murmulla y la mezcla es inexplicable, algo luminoso que le inspira y que no es ortodoxo ni canónico ni parece hecho con dos platos.

      A falta de dos peldaños, Darren Emerson se da media vuelta deliberadamente y ve a cuatro universitarios, cuatro colegas que estudian Políticas en la Autónoma y van en camisa y tejanos. Y entonces comprende que las escaleras son el montacargas de la democracia electrónica, de un reino plural, inesperado y sonriente, en las entrañas de Barcelona.

      Le queda un escalón y aterriza y mira hacia adentro y ve al tipo de metro noventa y siete que está en la cabina, y Chito le dice: «This is Sideral», y entonces Emerson sabrá para siempre que un día de 1995 hubo una constelación subterránea en Barcelona en la que un marciano orquestó un morreo entre Dios y Superman, mientras doscientos individuos irreconciliables lo bailaban al unísono, con la misma sonrisa en la boca. Una dentadura plural, como las piñatas de los ochenta, que no tardará en reventarse.

      Es el año de su vida. El año de Emerson, el de Chito y el de Aleix, que hace dos horas se ha subido a un taxi con Leire y sus tres maletas y que ya pilota la cabina del Nitsa. Ahora que sabe que siempre estará acompañado, respira normal. Siente la proximidad de su ídolo y los bajos en el pecho, invoca a la pista giratoria, percibe el crecimiento de la Luna y aprieta los dientes y sabe que puede sincronizarlo todo. El miedo, las ganas, el amor, la amistad y los Valiums.

      Hay un camino. Tendrá que haberlo.

      30 de junio de 2012

      Es una tarde caliente de julio y han pasado cuarenta años y ya no están en Sant Pau, sino en el paseo de la Bonanova. Él es más estrecho e igual de alto y tiene la barba plateada y los dedos surcados por venas delgadas y azules. Sus manos han asistido a partos monárquicos, han alumbrado sellos editoriales, han suscrito verdades y han padecido atrocidades. Ella conserva la piel cobriza y el amor por las melodías, la vida como una playa morada y vasca, los ojos verdes como el agua en que flotan las cenizas de su descendencia. Colgó su traje de enfermera y tuvo cuatro hijos y ya lleva dos nietos. Han pasado cuarenta años y hoy será un buen día para celebrarlo.

      La Bonanova está más refrigerada que el barrio del Raval, pero sucumbe también a la canícula. Sucumbe distinto. Aquí no huele a pescado podrido ni se ven gatos famélicos. Huele a mimosa y a cruasán recién hecho, y los perros son grandes y peludos. O pequeños y bronceados. No hay rastro de vómitos ni de secreciones indignas de madrugada. Los plataneros y los eucaliptos protegen las lunetas de los Audis, los Volvos y los BMW. Los niños son más altos y más rubios y las tías son más delgadas y parecen más jóvenes; las calles más anchas y las casas más grandes. Es la parte alta de Barcelona, la falda del Tibidabo, de los bosques de Collserola y la carretera de las Aguas, donde niños que se llaman Nicolás y Eduardo y Aleix juegan al tenis en Can Caralleu y llevan relojes de pulsera con internet y estampan las raquetas contra el suelo y cuelgan las pelotas al vacío. Y el vacío es una ciudad simétrica y dormida que desemboca en el mar, que se contempla, panorámica y desahogadamente, desde sus alturas. En Barcelona, las clases sociales están estratificadas: arriba están los ricos, en medio los normales y abajo los pobres.

      Hubo un tiempo en que los ricos estaban abajo y los pobres arriba. Luego la vida se desordenó y cayeron bombas del cielo y las familias se escindieron y los hermanos se mataron y los tíos fusilaron a los primos; y los primos a los suegros y los suegros a los cuñados. Hubo muchos tiempos y una sola noche, larga y roja, cuya metralla alcanzó a todos los nacidos en España durante los últimos trescientos años. Muchas generaciones podridas por la división carlista o por la División Azul o por la republicana, la Reconquista, la República, Cuba, la vergüenza de tantos crímenes en tantos lugares, la puta vergüenza de ser hijo de este país. Así que la historia del imperio es una sucesión de aberraciones desde la noche de los tiempos, la madrugada de los indígenas sin yugular, de norteafricanos deshidratados que morirán en el desierto, de iglesias asesinas, repúblicas fallidas; y del dictador del mostacho tenue, casi un rasguño, el mariscal del Ferrol, un asesino contrahecho que prohibió el catalán y el vasco. Que nos bombardeó desde Montjuich e impuso el fusil, distorsionó la cultura y emancipó las autopistas.

      —Entonces, mamá… ¿Preferiste la ginecología a la cirugía? —pregunta Randi Vergés.

      —Yo lo que no entiendo, mamá, es cómo elegiste a un ginecólogo con un Méhari rojo —dice Adriana.

      —¡Y catalán! —añade Daniel.

      —Vuestra madre antepuso sus ovarios a la patria, a los colores y al juicio, que es lo que cualquier mujer con dos dedos de frente haría en una situación como esa — sentencia el patriarca.

      Estalla una carcajada colectiva. Hasta que la aludida toma la palabra:

      —¿De verdad me lo estáis preguntando? —les pregunta en voz alta.

      Y toda la familia la mira como siempre la miró: entre fascinada y expectante.

      —Sí, mamá. Podríamos haber tenido abuelos en Vigo y conexiones mundiales con el narcotráfico. Por favor, ¿de qué estamos hablando? Si hasta tu hija podría ser la yerna de Rajoy —dice Randi, mirando a Adriana con una sonrisa que viaja en el tiempo, una sonrisa de pícara, de cheeky fucker, que Aleix también tenía.

      —Pues nada. Tuve una visión. Eso fue lo que pasó. Me vi en Galicia, un 25 de diciembre, pelada de frío, con una resaca de órdago y una gaita por un lado y un botafumeiro por el otro, y me entró lo contrario de la morriña… ¡Me entró la amorriña por vuestro padre, desgraciados! —sentencia.

      Y la familia entera prorrumpe en otra carcajada.

      Es una tarde caliente de junio de 2012, una tarde después de la noche roja y vergonzosa de la puta Historia de España, y Alfonso Vergés y Chisca Tramullas celebran sus cuarenta años de matrimonio cerca de la cumbre de la ciudad, en la misma casa en la que han escrito la historia de su familia, los Vergés Tramullas. Casi tantos como años sin Franco. Casi tantos como tendría hoy Aleix, su primogénito. Pero Aleix ya no está. Sería casi aberrante que tuviera cuarenta años. No le hubiese hecho ni puta gracia. Así que ahora está de otra manera. Se fue un 19 de mayo de 2006, y desde entonces la vida es un desafío y un agujero. Y es esperanza y es descendencia.

      La familia se ha reunido en la Bonanova. Los tres hermanos —Daniel, Adriana y Randi—, sus parejas y los nietos —Teo, hijo de Daniel, y Leo, de Adriana—. Es la primera vez que Adriana regresa a Barcelona con su primogénito desde que hace un año lo alumbrara en Barcelona. Adriana vive en el hemisferio de los desagües cambiados y pasa la mitad de su vida sumergida en el Pacífico. Es bióloga submarina y la primera doctora en edad de la universidad de Sídney. Una pionera. Exactamente lo que su padre quiso que fueran todos sus hijos. Números uno. Precursores. También está Leire, la compañera más longeva, la escudera que sobrevivió a las peores calamidades y a todas las adulaciones, y cuyo nombre bautizó el proyecto póstumo de Aleix. Y Guille, pareja de Leire desde finales de 2003. Al final del jardín está Anya Stafford, una irlandesa con cara de gato que estudió con Adriana en Galway. Al lado de Anya está Sean, su novio, un veterinario al que alguien bautizó como Indiana Sean —pronunciado «Shon»— después de un desenfrenado safari por Kenia.

      Chisca Tramullas, la misma mujer que se hizo pasar por esposa de un tipo al que no conocía en 1972, la ávida lectora de K. Dick que dejó a un cirujano gallego en la estacada y apostó por la longitud revolucionaria de la ginecología,