la enorme chimenea, reclinado sobre la piedra, hizo un gracioso ademán con la mano, señalando hacia la mesa, y dijo:
—Le ruego se siente y cené todo lo que quiera. Espero que me disculpe por no acompañarlo, pero yo tomé algo más temprano, y normalmente no suelo cenar.
Le entregué la carta sellada que el Sr. Hawkins me había dado. La abrió y la leyó seriamente. Luego, sonriendo encantadoramente, me la dio para que yo también la leyera. Una parte de ella, al menos, me llenó de gran satisfacción.
“Lamento mucho que un ataque de gota, enfermedad que padezco constantemente, me impida absolutamente realizar cualquier viaje durante algún tiempo. Pero me alegra decirle que le estoy enviando un sustituto adecuado, en quien confío plenamente. Es un hombre joven, lleno de energía y talento en su propio estilo, y de gran disposición. Es discreto y reservado, y ha crecido bajo mi guía. Estará preparado para atenderlo cuando usted así lo desee durante su estancia en el castillo, y seguirá sus instrucciones en todos los asuntos”.
El Conde se acercó y levantó la tapa de uno de los platos, e inmediatamente empecé a devorar un exquisito pollo asado. Esa fue mi cena, además de un poco de queso, ensalada y una botella de Tokay añejo, del que bebí dos copas. Mientras comía, el Conde me hizo muchas preguntas sobre mi viaje y, poco a poco, le conté todas mis experiencias.
Para entonces ya había terminado mi cena y, obedeciendo el deseo de mi anfitrión, acerqué una silla al fuego y empecé a fumar un cigarro que me ofreció, mientras él se disculpaba por no fumar también. En ese momento tuve la oportunidad de observarlo detenidamente, y descubrí que tenía una fisonomía muy marcada.
Su rostro era fuertemente aguileño, con un puente muy alto sobre la fina nariz y las fosas nasales peculiarmente arqueadas; su frente era alta y abombada, y el cabello le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero abundantemente en el resto de la cabeza. Sus cejas eran sumamente pobladas, casi se tocaban en el entrecejo y tan tupidas que parecían encresparse por esta misma razón. La boca, o lo poco que pude ver de ella debajo de su enorme bigote, era firme y de apariencia más bien cruel, con dientes blancos particularmente afilados, los cuales sobresalían sobre sus labios, cuya extraordinaria rubicundez mostraba una vitalidad sorprendente para un hombre de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran de un tono pálido y extremadamente puntiagudas en la parte superior. La barbilla era ancha y fuerte, y las mejillas firmes pero hundidas. La impresión general era de una palidez extraordinaria.
Había observado de reojo el dorso de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz del fuego, y me pareció que eran muy blancas y finas. Pero al verlas más de cerca, me percaté de que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Una cosa que me pareció muy curiosa, es que tenía pelos en el centro de las palmas. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en puntas afiladas. Cuando el Conde se inclinó sobre mí y sus manos me tocaron, no pude reprimir un escalofrío. Tal vez fue por su fétido aliento, pero lo cierto es que me sobrevino una horrible sensación de náusea que se apoderó de mí, y que no pude ocultar por más que lo intenté.
Evidentemente el Conde lo notó, y retrocedió. Y con una especie de sonrisa lúgubre, que me permitió ver con más detalle sus protuberantes dientes, volvió a tomar asiento a un lado de la chimenea. Nos quedamos en silencio por un momento, y cuando miré hacia la ventana pude observar los primeros tenues rayos de luz de la inminente aurora. Parecía que todo estaba cubierto por una extraña quietud, pero, al escuchar con más atención, pude escuchar los aullidos de un gran número de lobos como si provinieran de la zona inferior del valle. Los ojos del Conde brillaron al decirme:
—Escúchelos. Son los hijos de la noche. ¡Qué hermosa música crean!
Supongo que debió haber visto alguna expresión de extrañeza en mi rostro, pues añadió:
—¡Ah, señor, ustedes los habitantes de la ciudad no pueden comprender los sentimientos de un cazador!
Luego se incorporó, y dijo:
—Seguramente debe estar exhausto. Su cuarto está listo, y mañana puede levantarse tan tarde como desee. Debo salir, y no estaré disponible hasta el atardecer, ¡así que descanse y tenga felices sueños!
Haciendo una cortés reverencia, él mismo me abrió la puerta de la habitación octagonal, y entré en mi dormitorio.
Me siento sumergido en un mar de dudas, preguntas y temores. Se me vienen a la mente cosas tan extrañas que no me atrevo a confesar ni a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sea únicamente por el bien de mis seres queridos!
7 de mayo.
Otra vez es de mañana, pero durante las últimas veinticuatro horas he podido descansar y relajarme. Dormí hasta muy tarde, y me levanté cuando yo quise. Una vez que terminé de vestirme, me dirigí a la habitación donde habíamos cenado la noche anterior, y vi la mesa servida con un desayuno ya frío, acompañado de café que se conservaba caliente gracias a que la olla había sido colocada cerca de la chimenea. Había una tarjeta sobre la mesa que decía:
“Tengo que ausentarme por un tiempo. No me espere. D”.
Así que me senté y disfruté de una comida sustanciosa. Cuando terminé de desayunar, busqué una campana para avisar a la servidumbre que ya había terminado, pero no encontré ninguna. Ciertamente hay varias deficiencias extrañas en la casa, tomando en cuenta los extraordinarios indicios de riqueza que hay por todas partes. El servicio de la mesa es de oro, y con grabados tan bellos que debe valer una fortuna. Las cortinas y tapicería de las sillas, los sillones y los cobertores de mi cama están hechos de las telas más costosas y hermosas, y deben haber costado mucho dinero cuando fueron confeccionados, porque a pesar de que parecen tener varios cientos de años, se conservan en excelente estado. En Hampton Court había algo parecido, pero aquellas estaban muy desgastadas, deshilachadas y roídas por las polillas. Sin embargo, no he visto ni un solo espejo en ninguno de los cuartos. Ni siquiera hay uno en mi tocador, por lo que he tenido que sacar de mi maleta mi pequeño espejo de mano para poder peinarme o afeitarme. Tampoco he visto a la servidumbre por ningún lado, ni he escuchado el menor ruido cerca del castillo, de no ser por el aullido de los lobos. Una vez que terminé de comer, aunque no sé si llamarlo desayuno o comida, pues eran entre las cinco y seis cuando me senté a la mesa, busqué algo para leer, pues no me sentía a gusto recorriendo el castillo sin tener antes la autorización del Conde. No había absolutamente ningún material de lectura en la habitación: ni libros, ni periódicos, ni siquiera utensilios para escribir. Así que abrí otra de las puertas y descubrí una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta que estaba del otro lado, pero la encontré cerrada con llave.
Para mi mayor alegría, en la biblioteca encontré varios libros ingleses, repisas enteras llenas de ellos, y volúmenes encuadernados de revistas y periódicos. Sobre una mesa en el centro de la habitación había varias pilas de estos, aunque ninguno era de fechas recientes. Había libros de todo tipo de temas: historia, geografía, política, economía política, botánica, geología y leyes. Todos estaban relacionados con Inglaterra y su estilo de vida, costumbres y modales. Había incluso libros de consulta, como el Directorio de Londres, los libros Rojo y Azul, el Almanaque de Whitaker, las Listas del Ejército y de la Marina y, por alguna razón, me alegré mucho cuando vi el Directorio Legal.
Mientras inspeccionaba los libros, la puerta se abrió y entró el Conde. Me saludó calurosamente y me preguntó si había pasado una buena noche. Luego prosiguió:
—Me alegro de que haya encontrado este cuarto, pues estoy seguro que hay muchas cosas aquí que le interesarán. Estos compañeros —dijo, poniendo su mano sobre algunos de los libros —han sido muy buenos amigos míos, y desde hace varios años, desde que tuve la idea de viajar a Londres, me han brindado incontables horas de placer. Gracias a ellos he podido conocer su maravillosa Inglaterra, y conocerla es amarla. Me gustaría tanto poder caminar por las atestadas calles de su imponente Londres, estar en medio del torbellino y la prisa de sus habitantes, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes, y todo aquello que la hace ser lo que es. Pero, desgraciadamente, hasta ahora sólo conozco su idioma a través de los libros. Amigo mío, confío en que usted me ayudará a practicarlo.
—Pero,