un abogado para hacerse cargo, digamos de las cuestiones financieras, y otro para los embarques, en caso de tuvieran que viajar a una población alejada. Le pedí que me explicara más detalladamente la cuestión, para que no fuera a proporcionarle información errónea, a lo que él respondió:
—Voy a explicarme. Nuestro amigo mutuo, el Sr. Peter Hawkins, bajo la sombra de su hermosa catedral en Exeter, que queda bastante lejos de Londres, compra para mí, a través de su amable persona, una casa en Londres. ¡Muy bien! Ahora, permítame ser honesto en este punto, para que no le parezca extraño que haya contratado los servicios de una persona que vive tan lejos de Londres, en vez de buscar a un residente, que mi deseo fue que ningún interés particular fuera servido excepto por el mío. Un residente de Londres tal vez podría tener algún interés personal, o amigos a quien beneficiar. Por tanto, procedí a buscar a mi agente en algún lugar retirado, para que atendiera únicamente mis negocios. Ahora, supongamos que yo, una persona con un sinfín de negocios, quisiera enviar algunas cosas por barco, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no sería más fácil hacerlo consignándolas a alguien que estuviera instalado en uno de estos puertos?
Le respondí que ciertamente sería más fácil, pero que nosotros los abogados teníamos un sistema de colaboración de unos con otros, de forma que cualquier trabajo local podía llevarse a cabo localmente siguiendo las instrucciones de cualquier otro abogado. De este modo, el cliente, confiándose en las manos de un solo hombre, podría ver sus deseos ejecutados sin tomarse más molestias.
—Pero —dijo—, yo tendría completa libertad de dar las instrucciones, ¿no es así?
—Desde luego —le respondí—. Eso es algo muy común entre los hombres de negocios que no desean que sus asuntos sean conocidos por cualquier persona.
—¡Muy bien! —dijo el conde.
Luego siguió haciéndome preguntas sobre los envíos, la forma de llevarlos a cabo y acerca de todos los tipos de dificultades que pudieran surgir, pero posibles de evitar si uno se anticipaba a ellas. Le expliqué todas estas cosas de la mejor manera que pude, y ciertamente me dio la impresión de que podría ser un magnífico abogado, pues no se le había escapado un solo detalle ni había nada que no hubiera tomado en cuenta. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que a todas luces no tenía nada que ver con el mundo de los negocios, sus conocimientos y sagacidad eran sorprendentes. Cuando quedó satisfecho respecto a estas cuestiones sobre las que me había preguntado, después de que yo verificara toda la información con los libros disponibles, se puso repentinamente de pie y dijo:
—¿Ha escrito nuevamente a nuestro querido amigo el Sr. Peter Hawkins, o a cualquier otra persona?
Con un dejo de amargura en el corazón le respondí que no lo había hecho, pues hasta entonces no había tenido la oportunidad de enviar cartas a nadie.
—Entonces, escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi hombro—. Escriba a nuestro amigo y a quien usted quiera, y dígales, si así lo desea, que se quedará conmigo durante un mes a partir de hoy.
—¿Desea que me quede tanto tiempo? —le pregunté, el corazón se me congeló tan solo de pensarlo.
—Lo deseo mucho, y no aceptaré un no por respuesta. Cuando su señor, jefe, o como usted lo llame, se comprometió a enviarme a alguien en su nombre, se dio por entendido que mis necesidades eran las únicas a tener en cuenta. Yo no he escatimado en nada, ¿verdad?
¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar con una reverencia? Eran los intereses del Sr. Hawkins, no los míos, y tenía que pensar en él, y no en mí. Además, mientras el conde Drácula hablaba, había algo en su mirada y en su comportamiento que me recordaban que yo era su prisionero, y que aunque yo deseara otra cosa, realmente no tenía otra opción. El conde reconoció en mi reverencia que había salido victorioso, y al ver la angustia dibujada en mi rostro supo que me tenía bajo su dominio, e inmediatamente empezó a usar esto a su favor, aunque con sus formas amables e irresistibles.
—Le ruego, mi joven amigo, que no hable en sus cartas de otra cosa que no sean negocios. Sin duda sus amigos querrán saber que usted se encuentra bien y que espera ansiosamente poder regresar a casa con ellos. ¿No es así?
Mientras hablaba, me dio tres hojas de papel y tres sobres, todos hechos de algún material extranjero muy fino. Vi los sobres y luego me volví para mirarlo, con su sonrisa discreta, sus afilados colmillos sobresaliendo por encima de su rojo labio inferior, y entonces comprendí tan bien como si me lo hubiera dicho con palabras, que debía tener mucho cuidado con lo que escribía, pues iba a leerlo. Así que decidí escribir únicamente notas formales, pero más tarde escribiría en secreto al Sr. Hawkins y también a Mina, pues a ella podía escribirle en taquigrafía, lo cual dejaría perplejo al conde en caso de que viera la carta. Cuando terminé de escribir mis dos cartas, me senté en silencio leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, consultando de vez en cuando algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas, colocándolas junto con las suyas, y guardó sus utensilios de escritura. En el instante en que la puerta se cerró detrás de él, me incliné y miré las cartas, que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí el menor remordimiento al hacer esto, pues dadas las circunstancias en las que me encontraba sentí que tenía que protegerme de cualquier manera posible.
Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, The Crescent No. 7, Whitby; otra a Herr Leutner, Varna. La tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de leer el contenido cuando vi moverse la perilla de la puerta. Regresé a mi asiento, teniendo el tiempo justo para volver a tomar mi libro, antes de que el conde entrara con otra carta en su mano. Tomó todas las cartas que estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, me dijo:
—Espero me disculpe, pero esta noche tengo mucho trabajo que hacer en privado. Confío en que encuentre todas las cosas a su gusto.
Al llegar a la puerta se dio la vuelta, y luego de una breve pausa, dijo:
—Permítame aconsejarle, mi querido y joven amigo. No, es más bien una advertencia con toda seriedad: si planea salir de estas habitaciones, por ningún motivo se quede dormido en ninguna otra parte del castillo. Es muy antiguo y está lleno de recuerdos. Hay muchas pesadillas para aquellos que duermen imprudentemente. ¡Ha sido advertido! En caso de que el sueño esté a punto de vencerlo, o le parezca que va a quedarse dormido, apresúrese de regreso a su propio dormitorio, o a estas habitaciones, para que su descanso sea seguro. Pero si usted no tiene cuidado en este sentido, entonces…
Terminó su discurso en una forma horripilante, pues empezó a frotarse las manos como si se las estuviera lavando.
Entendí perfectamente lo que me había dicho. Mi única duda era si de verdad un sueño podía ser más terrible que la horrible red sobrenatural de misterio y tinieblas que parecía cernirse sobre mí.
Más tarde.
Refrendo las últimas palabras escritas, y esta vez no cabe la menor duda al respecto. No tendré miedo de dormir en cualquier lugar siempre que él no esté allí. He colocado el crucifijo sobre la cabecera de mi cama, y ahí se quedará, porque me imagino que así mi descanso estará más libre de pesadillas.
Cuando el conde se marchó, me dirigí a mi dormitorio. Después de algún tiempo, al no escuchar ya ningún ruido, salí y subí por las escaleras de piedra hasta algún lugar desde donde pudiera ver hacia el sur. En comparación con la oscura estrechez del patio interior, había una cierta sensación de libertad en esa vasta extensión de tierra, aunque fuera inaccesible para mí. Al mirar hacia afuera, me sentí realmente atrapado, y me pareció que necesitaba un poco de aire fresco, aunque fuera de noche. Empiezo a sentir que esta existencia nocturna me está afectando. Está acabando con mis nervios. Me asusto con mi propia sombra y mi mente está llena de imaginaciones terribles. ¡Dios sabe que en este maldito lugar hay justificación para mis temores tan espantosos! Miré el bello paisaje bañado a la tenue luz amarillenta de la luna, y me pareció que era de día. En medio de aquella suave luz, las distantes colinas