Bram Stoker

Drácula


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la forma en que iban vestidas, y por sus modales, supuse que eran damas. Cuando las vi pensé que estaba soñando, pues no proyectaban ninguna sombra en el suelo, a pesar de que tenían la luna detrás de ellas. Se acercaron a mí, y luego de mirarme fijamente durante algunos instantes, comenzaron a susurrarse algo. Dos de ellas eran de piel oscura, narices aguileñas como el Conde y grandes, penetrantes ojos negros, que parecían tener un tono casi rojizo en contraste con la pálida y amarillenta luz de la luna. La otra era de piel blanca, tan blanca como es posible, con grandes mechones de cabello dorado y unos ojos parecidos a pálidos zafiros. Por alguna razón su rostro me pareció familiar, como si la recordara de alguna horrible pesadilla, pero en ese momento no pude recordar cómo o dónde. Las tres tenían dientes blancos y brillantes, que relucían como perlas sobre el rubí de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me producía inquietud, así como una especie de nostalgia y, al mismo tiempo, un temor mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo y ardiente de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que anote esto, pues Mina podría leerlo algún día y la lastimaría mucho. Pero es la verdad. Murmuraron algo, y luego las tres comenzaron a reírse, con una risa sumamente musical, pero tan dura que parecía como si el sonido no hubiera surgido de unos labios tan dulces. Era parecido al intolerable y dulce tintineo de los vasos de cristal cuando son tocados por una mano experta. La joven rubia meneó la cabeza coquetamente, a instancias de las otras dos.

      Una de ellas dijo:

      —¡Vamos! Tú hazlo primero, y nosotras te seguimos. Tienes derecho a ser la primera.

      La otra agregó:

      —Es joven y fuerte. Hay besos para todas.

      Permanecí inmóvil, mirando bajo mis pestañas en la agonía de una deliciosa anticipación. La joven rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir su agitada respiración en mi rostro. En cierto sentido, su aliento era dulce como la miel, y producía la misma sensación de cosquilleo en mis nervios que el sonido de su voz. Pero había un dejo de amargura debajo de aquella dulzura, como la que se percibe en la sangre.

      Tenía miedo de abrir los ojos, pero podía mirar perfectamente debajo de las pestañas. La chica se arrodilló y se inclinó sobre mí, regodeándose. Había una voluptuosidad deliberada, que era al mismo tiempo excitante y repulsiva, cuando dobló su cuello relamiéndose los labios como un animal, hasta que pude ver, a la luz de la luna, la humedad brillando sobre sus labios escarlata y la roja lengua golpeando sus blancos y afilados dientes. Bajó la cabeza más y más, hasta que sus labios pasaron a lo largo de mi boca y mi barbilla, deteniéndose sobre mi garganta. Entonces hizo una pausa, y pude escuchar el revoloteo de su lengua mientras se relamía los dientes y los labios, notando su respiración caliente sobre mi cuello. La piel de mi garganta comenzó a hormiguear, como sucede cuando se aproxima una mano que planea hacer cosquillas. Pude sentir el suave y tembloroso contacto de sus labios sobre la piel extremadamente sensible de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, tocándome y deteniéndose ahí. Cerré los ojos sumido en un éxtasis lánguido y esperé. Esperé con el corazón latiéndome a toda prisa.

      Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápidamente como un rayo. Tuve conciencia de la presencia del conde y de su ser lleno de furia. Al abrir mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delgado cuello de la chica rubia y con la fuerza de un gigante la hizo retroceder. Sus ojos azules se transformaron por la cólera, sus dientes blancos rechinaron y sus pálidas mejillas se encendieron por la pasión. ¡Pero el conde! Jamás imaginé tanta ira y furia, ni siquiera en los demonios del infierno. Sus ojos despedían llamas. La roja luz que había en ellos era pavorosa, como si las llamas del infierno ardieran detrás de ellos. Su rostro tenía una palidez mortal, y sus facciones estaban tan tensas como alambres estirados. Las gruesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían un pesado barrote de metal al rojo vivo. Con un violento movimiento de su brazo, apartó a la mujer de él, y luego hizo una seña a las otras para que retrocedieran. Era el mismo gesto imperioso que había usado con los lobos. Con una voz que, aunque baja y casi en susurro, parecía cortar el aire y resonar por toda la habitación, dijo:

      —¿Cómo se atreve cualquiera de ustedes a tocarlo? ¿Cómo se atreven a poner los ojos sobre él cuando se los he prohibido? ¡Atrás, les digo! ¡Este hombre me pertenece! Mucho cuidado de meterse con él, o se las verán conmigo.

      La chica rubia, con una risa obscena y coqueta, se volvió para responderle:

      —¡Tú jamás has amado! ¡Tú nunca amas!

      En ese momento las otras mujeres se unieron a ella, y una risa tan triste, dura y sin alma recorrió la habitación de tal modo que casi me desmayé al escucharla. Parecían las risas de los demonios. Entonces, el conde se dio la vuelta, mirando mi cara atentamente y dijo en un suave susurro:

      —Sí, yo también puedo amar. Ustedes mismas lo comprobaron en el pasado. ¿No es así? Les prometo que, cuando haya terminado con él, podrán besarlo tanto como deseen. ¡Ahora, largo! ¡Fuera de aquí! Debo despertarlo, porque hay mucho trabajo por hacer.

      —¿Es que acaso no vamos a tener nada esta noche? —dijo una de ellas, con una risa ahogada, mientras señalaba hacia la bolsa que el conde había lanzado sobre el suelo y que se movía como si hubiera algo vivo dentro de ella.

      El conde respondió asintiendo con la cabeza. Una de las mujeres dio un salto hacia adelante y abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron, escuché un jadeo y un débil gemido, como el de un niño medio asfixiado. Las mujeres formaron un círculo alrededor de la bolsa, mientras yo permanecía petrificado por el terror. Pero al volver a mirar ya habían desaparecido, llevándose con ellas la horrible bolsa. No había ninguna puerta cerca, y no pudieron haber pasado sobre mí sin que me hubiera dado cuenta. Simplemente se desvanecieron en los rayos de la luz de la luna, saliendo por la ventana, pues pude ver afuera las tenues y turbias siluetas antes de que desaparecieran completamente.

      Entonces el terror se apoderó de mí, y me hundí en la inconsciencia.

      Capítulo 4

      Continuación del Diario de Jonathan Harker

      Me desperté en mi propia cama. El conde debió haberme traído hasta aquí, si es que todo esto no fue un sueño. Intenté dar sentido a lo acontecido, pero no llegué a ninguna conclusión clara. Ciertamente había algunas evidencias, por ejemplo, el hecho de que mi ropa estuviera doblada y arreglada en una forma en la que yo no acostumbraba hacerlo. Mi reloj no tenía cuerda, y yo tengo la rigurosa costumbre de no irme a dormir sin antes darle cuerda; y así había muchos otros detalles. Pero nada de esto era una prueba real, pues bien podía ser que mi mente no estuviera funcionando adecuadamente y, por una u otra causa, me hubiera perturbado demasiado. Debo buscar pruebas contundentes. Al menos me alegro de una cosa: si fue el conde quien me cargó hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho a toda prisa, pues mis bolsillos están intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido un misterio intolerable para él. Se lo hubiera llevado o lo hubiera destruido. Al mirar este cuarto, que hasta ahora me había provocado tanto temor, lo considero ya como una especie de santuario, pues no hay nada más espantoso que esas horribles mujeres, que esperaban... que esperan, para succionar mi sangre.

      18 de mayo.

      Bajé nuevamente a esa habitación para verla a la luz del día, pues debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las escaleras, la encontré cerrada. La habían empujado con tanta fuerza hacia el marco que parte de la madera se había astillado. Noté que el pestillo de la cerradura no estaba cerrado, sino que habían atrancado la puerta desde adentro. Me temo que no fue un sueño, y debo actuar siguiendo esta conjetura.

      19 de mayo.

      Sin duda alguna estoy atrapado. Anoche el conde me pidió, en el tono más amable, que escribiera tres cartas: una, diciendo que mi trabajo aquí estaba casi terminado y que emprenderé el regreso a casa en algunos días; otra, donde decía que partiría a la mañana siguiente, y la tercera, para informar que me había marchado del castillo y me encontraba en Bistrita. Me hubiera gustado protestar, pero sentí que en la situación en que me encontraba hubiera sido una locura desafiar abiertamente