paz y consuelo. Al reclinarme sobre la ventana mis ojos se detuvieron en algo que se movía en el piso inferior, un poco hacia mi izquierda, donde imagino, por el orden de los cuartos, que deben estar las ventanas de la habitación del conde. La ventana en la que yo me encontraba era alta y profunda, cavada en piedra, y aunque estaba desgastada por las inclemencias del tiempo, seguía completa. Aunque era evidente que el marco había desaparecido hacía mucho tiempo. Me oculté detrás de la sillería y miré hacia afuera cuidadosamente.
Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo por la ventana. No pude ver su rostro, pero supe que era él por el cuello y los movimientos de su espalda y brazos. En cualquier caso, no podía confundir aquellas manos, las cuales había tenido muchas oportunidades de estudiar. Al principio me sentí interesado, y hasta cierto punto entretenido, pues es increíble como algo tan insignificante puede llamar la atención a un hombre prisionero. Pero mis sentimientos se transformaron en repulsión y terror cuando vi al conde salir lentamente por la ventana y comenzar a arrastrarse por la pared del castillo, hacia el profundo abismo, con la cabeza hacia abajo y su capa extendida sobre él simulando unas grandes alas. Al principio no podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Pensé que era algún truco ocasionado por la luz de la luna, un extraño efecto de las sombras. Pero seguí mirando y tuve completa certeza de que no era un engaño. Vi cómo los dedos de sus manos y de sus pies se sujetaban a las esquinas de las piedras, desgastadas de la argamasa por el paso de los años, y aprovechaba cada protuberancia y desigualdad para descender a una velocidad considerable, al igual que una lagartija camina por una pared.
¿Qué clase de hombre es éste, o que clase de criatura con apariencia de hombre? Siento que el terror de este horrible lugar se apodera de mí. Tengo miedo, un miedo terrible… y no encuentro ninguna posibilidad de escape. Estoy rodeado de tales terrores que no me atrevo ni siquiera a pensar en ellos.
15 de mayo.
Volví a ver al conde salir de su habitación deslizándose como una lagartija. Descendió inclinadamente durante unos treinta metros, hacia la izquierda, y luego desapareció a través de un hoyo o una ventana. Cuando ya no pude ver su cabeza, me incliné hacia afuera tratando de ver más, pero no tuve éxito. Había mucha distancia de por medio como para poder tener un ángulo de visión adecuado. Sabía que el conde ya había abandonado el castillo, y pensé en aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que me había atrevido hasta el momento. Regresé a mi habitación, y tomando una lámpara, intenté abrir todas las puertas, pero estaban cerradas con llave, tal y como había esperado, y las cerraduras eran comparativamente nuevas. Entonces bajé las escaleras de piedra hasta llegar al vestíbulo por el que había entrado la primera vez. Descubrí que podía abrir las cerraduras con cierta facilidad y destrabar las pesadas cadenas. ¡Pero la puerta estaba cerrada, y no había ninguna llave alrededor! Esa llave debía estar en la habitación del conde. Tengo que estar atento en caso de que su puerta esté abierta, para poder tomar la llave y escaparme. Seguí inspeccionando minuciosamente las distintas escaleras y pasadizos, intentando abrir todas las puertas que encontraba a mi paso. Había una o dos habitaciones pequeñas cerca del vestíbulo que estaban abiertas, pero nada interesante en su interior excepto por algunos muebles antiguos, cubiertos de polvo por el paso del tiempo y carcomidos por las polillas. Sin embargo, por fin encontré una puerta al final de la escalera que, aunque parecía estar cerrada, cedió un poco ante la presión ejercida. Empujé con más fuerza, y descubrí que no estaba cerrada, sino que la resistencia se debía a que las bisagras se habían caído un poco, y la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Tenía entre manos una oportunidad que tal vez no se presentaría nuevamente, así que realicé un esfuerzo supremo y después de mucho empujar logré abrirla lo suficiente como para poder entrar. Me encontraba ahora en un ala del castillo ubicada más hacia la derecha que los cuartos que ya conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que aquellas habitaciones ocupaban el lado sur del castillo, y que las ventanas de la última miraban hacia el oeste y hacia el sur, en donde había un profundo precipicio. El castillo estaba construido en la esquina de un gran peñasco, por lo que era prácticamente impenetrable por sus tres lados, donde se elevaban grandes ventanales a los que ni la honda, ni el arco, ni la culebrina podían llegar, y por lo tanto la luz natural y las seguridades que proporcionaban eran imposibles de encontrar en una posición a defender. Hacia el oeste había un gran valle, y elevándose muy a lo lejos, aparecían las cimas de un gran número de montañas, formadas por escarpadas rocas dentadas salpicadas por frescos y espinos, cuyas raíces se aferraban a las grietas, hendiduras y huecos de las piedras. Esta era a todas luces la parte del castillo habitada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían una mayor apariencia de comodidad que los que hasta entonces había visto.
Las ventanas no tenían cortinas y la amarilla luz de la luna, que se filtraba a través de los cristales en forma de diamante, permitía distinguir incluso los colores, al mismo tiempo que disimulaba la acumulación de polvo que lo cubría todo y disfrazaba los estragos ocasionados por el paso del tiempo y las polillas. Mi lámpara parecía ser poco útil en la brillante luz de la luna, pero me alegró el hecho de tenerla conmigo, pues en aquel lugar había una terrible soledad que me helaba el corazón y me ponía los nervios de punta. Aun así, esto era mejor que permanecer solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde y, después de intentar calmar un poco mis nervios, una suave tranquilidad se apoderó de mí. Heme aquí, sentado ante una pequeña mesa de roble, donde en tiempos pasados posiblemente alguna hermosa dama se sentara a escribir, llena de pensamientos y muchos rubores, sus torpes cartas de amor, anotando en taquigrafía en mi diario todo lo que ha sucedido desde que lo cerré por última vez. ¡Esta técnica es uno de los avances más importantes del siglo XIX! Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los siglos pasados tenían, y tienen, sus propios poderes que la mera “modernidad” no puede eliminar.
Más tarde: en la mañana del 16 de mayo.
Que Dios me ayude a preservar mi cordura, pues ya no me queda otra cosa. La seguridad y la garantía de seguridad son cosas del pasado. Mientras viva en este lugar, sólo hay una cosa que me mantiene esperanzado: no volverme loco, si es que no lo estoy ya. Si estoy cuerdo, entonces ciertamente resulta enloquecedor pensar en todas las cosas repugnantes que acechan en este espantoso lugar y el conde es la que encuentro menos atemorizante. Solo a él puedo recurrir en busca de seguridad, aunque esto solo dure mientras le soy de utilidad. ¡Buen Dios! ¡Dios misericordioso, ayúdame a conservar la calma, pues fuera de ella me espera la locura! Empiezo a entender algunas cosas que antes me parecían desconcertantes. Hasta ahora nunca había comprendido realmente a lo que Shakespeare se refería cuando hizo que Hamlet dijera: “¡Mi libreta! ¡Rápido, necesito mi libreta! Es imprescindible que lo anote”… porque ahora, sintiendo como si mi propia mente estuviera trastornada, o como si hubiera recibido un golpe que terminará por arruinarla, acudo a mi diario en busca de serenidad. Estoy seguro que el hábito de anotar todo con exactitud tendrá un efecto tranquilizador. La misteriosa advertencia del conde me asustó. Pero me asusta más cuando no pienso en ella, pues en el futuro ejercerá un aterrador poder sobre mí. ¡Tendré cuidado de no dudar nada de lo que diga el conde!
Cuando terminé de anotar en mi diario y coloqué el libro y la pluma en mi bolsillo, empecé a sentir sueño. La advertencia del conde apareció en mi mente, pero sentí cierto placer al desobedecerla. La sensación de sueño se apoderaba de mí y, con ella, la obstinación que suele traer consigo. La suave luz de la luna me tranquilizaba, y el vasto paisaje afuera me producía una reconfortante sensación de libertad. Tomé la decisión de no regresar a aquellos cuartos tenebrosos y embrujados que tanto me asustaban y quedarme a dormir allí, donde, en otros tiempos, las damas se habían sentado, cantado y vivido sus dulces vidas, mientras sus amables corazones lloraban por sus hombres que se encontraban lejos en crueles guerras. Acerqué un gran sillón hasta una esquina, para que al estar acostado, pudiera contemplar esa hermosa vista al Este y al Sur. Y sin pensar en el polvo, ni preocuparme por él, me acomodé para dormir. Supongo que debí haberme quedado dormido, o eso espero. Pero temo que todo lo que sucedió fue extraordinariamente real, a tal grado que ahora que me encuentro sentado a plena luz del sol matutino, no puedo creer en lo absoluto que fuera un sueño.
No estaba solo. El cuarto parecía igual. No había sufrido ningún cambio desde que entré en él. Bajo la brillante luz de la luna, podía