Bram Stoker

Drácula


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Vi que el cerrojo estaba puesto. El conde la había cerrado después de nuestro encuentro.

      Entonces, se apoderó de mí un deseo salvaje de conseguir la llave a costa de lo que fuera, y en ese mismo instante me decidí a volver a trepar por la pared para entrar otra vez a la habitación del conde. Corría el riesgo de que me matara, pero en ese momento la muerte parecía ser el menor de los males. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia la ventana del ala este y me deslicé por la pared, como lo había hecho la vez anterior, para entrar a la habitación. Estaba vacía, tal y como esperaba. No encontré la llave por ningún lado, pero la montaña de oro seguía estando en el mismo lugar. Entré por la puerta de la esquina, bajé la escalera circular y atravesé el oscuro pasadizo que conducía a la antigua capilla. Ahora sabía perfectamente dónde encontrar al monstruo que buscaba.

      La enorme caja seguía estando en el mismo lugar, junto a la pared, pero esta vez la tapa estaba puesta, aunque aún no había sido completamente cerrada, pues los clavos estaban listos en sus lugares para ser colocados a golpes de martillo. Sabía que tenía que acercarme al cuerpo para conseguir la llave, así que levanté la tapa y la recargué sobre la pared. Entonces vi algo que me llenó el alma de un terror absoluto. Ahí estaba el conde, pero parecía como si hubiera recuperado su juventud, pues tanto su bigote como sus cabellos blancos ahora eran de un gris acero oscuro. Las mejillas eran más redondas y la blanca piel parecía tener un tono rojo rubí debajo de ella. La boca estaba más roja que nunca, pues había en los labios gotas de sangre fresca que le escurrían por las comisuras de la boca y se deslizaban hasta la barbilla y el cuello. Incluso sus ojos profundos e hinchados parecían incrustados en la carne inflamada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abultados. Parecía como si toda la horrible criatura estuviera repleta de sangre. Estaba ahí acostado como una asquerosa sanguijuela, exhausta por la saciedad.

      Cuando me incliné para tocarlo, mi cuerpo se estremeció y todos mis sentidos se rebelaron al contacto. Pero tenía que buscar la llave, de lo contrario estaba perdido. Tal vez la próxima noche mi propio cuerpo serviría de banquete en una manera similar a aquellas tres mujeres espantosas. Busqué por todo su cuerpo, pero no encontré ninguna llave. Entonces me detuve y observé al conde con más cuidado. Parecía haber una sonrisa burlona en la cara hinchada que me hacía enloquecer de rabia. Este era el ser a quien yo estaba ayudando a mudarse a Londres, donde tal vez durante los siglos venideros saciaría su sed de sangre entre sus millones de habitantes y crearía un nuevo, y más amplio, círculo de semi-demonios para alimentarse de los indefensos.

      El simple hecho de pensar en esto me volvía loco. Se apoderó de mí un terrible deseo de librar al mundo de semejante monstruo. No había ningún arma letal a la mano, pero tomé la pala que los trabajadores habían usado para llenar las cajas y, levantándola muy alto, asesté un golpe, con el filo hacia abajo, sobre aquel rostro horripilante. Pero al hacerlo, el conde volteó la cabeza, y sus ojos me miraron con toda su furia de letal basilisco. Esta visión casi me paralizó, y la pala se volteó en mi mano desviándose de su rostro, haciéndole apenas un corte profundo sobre la frente. La pala cayó de mis manos al otro lado de la caja y al volver a tomarla, el reborde de la lámina se atoró con el borde de la tapa, haciéndola caer de nuevo, ocultando así esa cosa horripilante de mi vista. Lo último que alcancé a ver fue ese rostro hinchado, manchado de sangre, con esa sonrisa maliciosa en los labios que era digna de las profundidades del infierno.

      Pensé una y mil veces cuál debía ser mi próximo movimiento, pero mi cerebro parecía estar en llamas, así que esperé en medio de una sensación cada vez más desesperanzadora. Mientras esperaba, escuché en la distancia un canto gitano entonado por varias voces alegres que se acercaban cada vez más. Su canto estaba acompañado por el ruido de las pesadas ruedas y los golpes de sus látigos. Eran los gitanos y los eslovacos de los que el conde me había hablado. Eché un último vistazo alrededor y a la caja que contenía ese cuerpo repugnante, me alejé corriendo de aquel lugar hasta llegar a la habitación del conde, decidido a salir en el instante en que se abriera la puerta. Esforzándome por escuchar, alcancé a distinguir el chirrido de la llave en la gran cerradura del piso de abajo y el ruido de la pesada puerta al abrirse. Debía haber otras entradas, o alguien tenía la llave para alguna de las puertas cerradas.

      Entonces escuché muchas pisadas fuertes que desaparecían en algún pasadizo produciendo un eco estruendoso. Me di la vuelta para bajar corriendo las escaleras hacia la cripta, donde tal vez encontraría la nueva entrada. Pero en ese momento pareció surgir una violenta ráfaga de viento y la puerta que conducía a la escalera circular se cerró con tal fuerza que el polvo de los dinteles se elevó por el aire. Cuando corrí para volver a abrirla, me di cuenta de que estaba completamente cerrada. Otra vez era prisionero y la red de mi perdición se cerraba cada vez más sobre mí.

      Mientras escribo esto, en el pasillo que hay debajo de mí, se escucha el ruido de muchas pisadas y el estruendo de cosas pesadas al ser puestas sobre el suelo. Sin duda alguna son las cajas con su cargamento de tierra. Se escucha también un martilleo; están clavando la tapa. Ahora vuelvo a escuchar las ruidosas pisadas atravesando el vestíbulo, seguidas de otras que caminan arrastrándose.

      Han cerrado la puerta y escucho el ruido que producen las cadenas al ser puestas de nuevo. La llave produce un chirrido al ser introducida en la cerradura, y luego alcanzo a escuchar cuando la retiran. Entonces se abre y se cierra otra puerta; puedo oír el sonido de la llave al girar y del cerrojo.

      ¡Atención! En el patio de abajo y a través del rocoso camino escucho el ruido producido por las pesadas ruedas, el golpe de los látigos y el canto de los gitanos mientras se alejan en la distancia.

      Estoy solo en el castillo con esas horribles mujeres.

      ¡Bah! Mina es una mujer y no tiene nada en común con ellas. ¡Esos son demonios del infierno!

      No voy a quedarme solo con ellas. Intentaré escalar el muro del castillo para llegar más lejos que la vez pasada. Llevaré conmigo un poco del oro, en caso de necesitarlo después. Tal vez encuentre alguna escapatoria de este lugar tan terrible.

      ¡Y entonces directo a casa! ¡Al tren más rápido y cercano! ¡Lejos de este lugar maldito, de esta tierra maldita, donde el Demonio y su descendencia aún cohabitan con los humanos! Aunque el precipicio es alto y empinado, prefiero la misericordia de Dios que a esos monstruos. Si llegara a caer de él, podría descansar en sus profundidades como un hombre… ¡Adiós a todos! ¡Mina!

      Capítulo 5

       Carta de la señorita Mina Murray a la señorita Lucy Westenra

      9 de mayo.

      Mi queridísima Lucy:

      Perdona que me haya demorado tanto en escribirte, pero he estado verdaderamente ocupada. La vida de una asistente de profesora puede resultar desafiante en ocasiones. Deseo tanto estar contigo, a la orilla del mar, donde podamos hablar libremente y construir nuestros castillos en el aire. Últimamente he estado trabajando mucho porque quiero seguir el mismo ritmo de los estudios de Jonathan, y he estado practicando asiduamente la taquigrafía. Cuando nos casemos, podré ayudar mucho a Jonathan y, si logro aprender a escribir en taquigrafía, podré tomar nota de lo que él me dicte para luego transcribirlo en la máquina de escribir.

      Algunas veces nos escribimos cartas en taquigrafía y Jonathan tiene un diario estenográfico donde registra todo acerca de sus viajes en el extranjero. Cuando estemos juntas también tendré un diario igual. No me refiero a esos típicos diarios en los que sólo se escriben dos páginas a la semana, anotando el domingo en algún pedazo apretujado, sino a un diario donde pueda escribir cada vez que tenga ganas.

      Supongo que no será de mucho interés para las demás personas, pero no lo escribo para los demás. Tal vez se lo muestre a Jonathan algún día, si es que hay algo en él digno de ser compartido, pero en realidad será un libro de práctica. Intentaré hacer lo que he visto que hacen las periodistas. Entrevistan a las personas, anotan las descripciones y tratan de recordar las conversaciones. He escuchado que, con un poco de práctica, es posible recordar todo lo que sucede, o lo que se escucha durante el día. Pero ya veremos qué pasa.

      Cuando