unos a otros e intentando arrastrar sus lápidas con ellos para demostrar lo buenos que fueron. Algunos de ellos temblando y tropezando, con sus manos adormecidas y resbalosas por llevar tantos años en el mar, que ni siquiera podrán sujetarlas.
Por la expresión de satisfacción del anciano y el modo en que miraba alrededor en busca de la aprobación de sus amigos, pude ver que sólo estaba “alardeando”, así que dije algo para que continuara hablando:
—Oh, Señor Swales, no puede estar hablando en serio. ¡Seguro que entre todas estas lápidas habrá alguna que diga la verdad!
—¡Tonterías! Puede ser que haya algunas cuantas que no estén tan mal, excepto donde pintan a la gente mucho mejor de lo que realmente fue, pues no faltan aquellos que se tragan cualquier cuento. Pero no son más que mentiras. Pongámosla a usted como ejemplo. Usted vino aquí como visitante, y vio este cementerio de iglesia.
Asentí con la cabeza, pues sabía que era mejor darle la razón, aunque no entendía del todo su dialecto. Sabía que era algo relacionado con el cementerio.
El hombre continuó:
—Y usted piensa que todas estas lápidas pertenecen a personas que descansan como Dios manda, ¿no es cierto?
Asentí nuevamente con la cabeza.
—Ahí es justamente donde aparece la mentira. ¡Caramba! Existen miles de estos cementerios cuyas tumbas están tan vacías como el cajón del viejo Dun el viernes por la noche —al decir esto, le dio un codazo a uno de sus compañeros, y todos soltaron una carcajada—. ¡Por Dios! ¿Cómo podría ser de otra forma? Mire esa, la más lejana del cementerio, ¡lea lo que dice!
Caminé hasta la lápida, y la leí:
—Edward Spencelagh, capitán, asesinado por los piratas en la Costa de Andrés, en abril de 1854, a los 30 años de edad.
Cuando regresé, el Señor Swales continuó:
—Me pregunto, ¿quién lo trajo a casa para sepultarlo aquí? ¡Asesinado en la Costa de Andrés! ¿Y a usted le consta que su cuerpo se encuentra allí? ¡Caramba! Podría enumerarle una docena de hombres cuyos huesos yacen en el mar de Groenlandia, allá arriba —y señaló con su dedo hacia esa dirección—, o donde sea que las corrientes los hayan arrastrado. Mire las lápidas que hay aquí. Con sus jóvenes ojos, usted puede leer desde aquí las mentiras grabadas. Este es Braithwaite Lowery, yo conocí a su padre; se perdió en el Lively a las afueras de Groenlandia, en los años veinte. Ese de allá es Andrew Woodhouse, ahogado en el mismo mar en 1777. Aquel es John Paxton, ahogado en el Cabo Farewell un año después. Allá está el viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo, ahogado en el Golfo de Finlandia, en los años cincuenta. ¿Usted cree que todos estos hombres tendrán que apresurarse para llegar a Whitby cuando las trompetas suenen? ¡Tengo mis dudas al respecto! Para cuando lleguen aquí, le aseguro que estarán chocando y peleándose unos con otros en forma tal que parecerá una pelea sobre hielo de los viejos tiempos, cuando luchábamos desde el amanecer hasta el anochecer, e intentábamos curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.
Esto último debía ser alguna broma local, porque el anciano empezó a reírse, y sus amigos se unieron a las carcajadas gustosamente.
—Pero —dije—, seguramente usted no tiene toda la razón, porque supone que todas esas pobres personas, o sus espíritus, tendrán que cargar consigo sus lápidas en el Día del Juicio. ¿De verdad cree que eso será necesario?
—¿Para qué otra cosa sirven las lápidas, entonces? ¡Respóndame eso, señorita!
—Supongo que para hacer sentir bien a sus familiares.
—¡Para hacer sentir bien a sus familiares! —dijo en tono burlón—. ¿Cómo puede hacer sentir bien a sus familiares saber que sólo hay mentiras escritas en ellas y que todo mundo aquí lo sabe?
Señaló hacia una lápida cercana a nosotros, que había sido utilizada como loza, sobre la que descansaba nuestra banca, cerca del borde del peñasco.
—Lea las mentiras escritas sobre esa lápida —dijo.
Las letras se leían al revés desde donde yo estaba, pero Lucy estaba casi frente a ellas, así que se inclinó y leyó: “A la sagrada memoria de George Canon, que murió en la esperanza de resucitar gloriosamente un día, el 29 de julio de 1873, al caer de las rocas de Kettleness. Esta tumba fue erigida por la afligida madre para su amadísimo hijo.”
—Era el hijo único de su madre viuda. ¡Francamente, Señor Swales, no me parece gracioso en lo absoluto! —dijo Lucy, en un tono muy serio y bastante severo.
—¡No le parece gracioso! ¡Ja, ja! Eso es porque usted no sabe que la afligida madre era una arpía que odiaba a su hijo porque era un pillo, un sinvergüenza cualquiera. Y que él la odiaba tanto que se suicidó para que su madre no pudiera cobrar un seguro de vida que ella le había comprado. Casi se vuela la tapa de los sesos con una vieja escopeta que utilizaban para espantar a los cuervos. No la apuntó sobre los cuervos, sino que los atrajo sobre él. Por eso fue que se cayó de las rocas. Y en cuanto a la esperanza de una gloriosa resurrección, yo mismo le oí decir muchas veces que esperaba irse al infierno, pues su madre era tan piadosa que seguramente iría al cielo y él no quería pudrirse en el mismo lugar que ella. ¿Acaso no es esto mezquino, por decir lo menos? —dijo, mientras golpeaba la loza con su bastón—. ¿No es una sarta de mentiras? ¡Cómo se va reír San Gabriel cuando Geordie suba jadeante por las rocas cargando su lápida sobre la espalda, ¡y le pida que sea tomada como evidencia!
No supe qué decir, pero Lucy desvió la conversación diciendo, mientras se ponía de pie:
—Oh, ¿para qué nos contó todo eso? Este es mi lugar favorito, no puedo dejarlo y ahora descubro que estoy sentada sobre la tumba de un suicida.
—No le hará ningún daño, preciosa, y tal vez alegre a Geordie tener por fin a una chica como usted sentada sobre su regazo. No tiene que temer. ¡Caramba! Yo mismo me he sentado aquí durante los últimos veinte años, y nunca me ha pasado nada. No se preocupe por los que yacen debajo de usted, ¡o por los que no están allí! Será momento de correr cuando vea a todos cargando con sus lápidas, y que el lugar queda tan vacío como un campo segado. Ya suena el reloj, y debo irme. ¡Quedo a sus órdenes, señoritas! Y se alejó cojeando.
Lucy y yo nos quedamos sentadas en el mismo lugar durante unos instantes. El paisaje frente a nosotras era tan hermoso, que nos tomamos de las manos y Lucy volvió a contarme todo sobre Arthur y su próximo matrimonio. Todo eso me puso un poco triste, pues no he recibido noticias de Jonathan desde hace un mes.
Ese mismo día vine aquí sola porque estoy muy triste. No había ninguna carta para mí. Espero que no le haya ocurrido nada malo con Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve. Veo las luces encendidas por todo el pueblo, solas en algunos sitios y formando hileras donde están las calles. Suben por el curso del Esk y terminan en una curva en el valle. A mi izquierda, el paisaje se corta por la línea negra del techo de una antigua casa junto a la abadía. Las ovejas y los corderos balan en los campos a mis espaldas, escucho el ruido de las pezuñas de los burros por el camino pavimentado más abajo. La banda en el muelle está tocando un vals disonante a buen ritmo. Y más a lo lejos, en el malecón, el Ejército de Salvación está en una reunión en algún callejón. Ninguna de las bandas se puede oír mutuamente, pero aquí arriba puedo escuchar y ver a las dos. Me pregunto dónde estará Jonathan, ¡y si está pensando en mí! Me gustaría tanto que estuviera aquí.
Diario del Doctor Seward
5 de junio.
El caso Reinfeld se vuelve más interesante a medida que logro entender más al hombre. Tiene algunas características ampliamente desarrolladas: el egoísmo, la discreción y la determinación.
Me gustaría descifrar cuál es el objeto de esta determinación. Parece tener algún esquema trazado, pero no sé de qué se trate. Su cualidad redentora es su amor por los animales, aunque tiene algunos cambios tan curiosos que a veces imagino que sólo una crueldad anormal. Tiene mascotas