misma habitación que ella, y también había oído gritos y chillidos. Tal vez hubiera invitado a algún tipo primitivo, proveniente de la selva, a pasar con ella una velada de diversión y juegos.
La experiencia de Joe en el terreno sexual no abarcaba los rituales tribales, que era precisamente lo que se imaginaba estaba teniendo lugar en casa de la doncella, con todas esas flores machacadas y los tambores. Por eso, la forma de cortejar y hacer el amor a la vieja usanza que él tenía, le parecería demasiado aburrida a una mujer conocedora de todo tipo de técnicas exóticas, se dijo Joe.
Aun así, se sentía fascinado, y tenía una tremenda curiosidad, por no hablar de su excitación. Todo eso de los pistilos. Había estado mirando el diccionario y, técnicamente, los pistilos eran el aparato sexual femenino de las flores. Joe sabía exactamente a lo que Darcie se había referido, y había tenido la reacción normal. ¡Y vaya reacción! Había tenido que echar mucha agua fría para controlarla.
Quizá fuera demasiado mujer para él, pero la tentación de averiguarlo lo superaba. En cualquier caso, no podía hacer nada hasta que los tulipanes, con sus pistilos erectos, llegaran a la casa el miércoles. Entonces le tocaría mover ficha, y podía decidir si quería seguir adelante o volverse atrás antes de ponerse en evidencia.
Todas las casas en las que limpiaba tendrían geranios esa semana, pensó Darcie mientras sacaba con desgana una suma vergonzosa de dinero para comprar los tulipanes rojos. Pero tenía que conseguir esos tulipanes para lograr ver el siguiente movimiento de Joe. Mientras no tuviera que encontrarse con él, podría continuar con ese inofensivo aunque excitante flirteo. La distraía bastante de sus preocupaciones económicas.
Nada más llegar a casa de Joe, puso a Gus en su alfombra de juegos rodeado de juguetes. Después se dirigió a la planta superior para cambiar las sábanas y las toallas. Su corazón latía con fuerza ante la idea de la nota que la esperaba sobre la almohada.
Efectivamente, allí estaba justo en la zona hundida donde había reposado su cabeza la noche anterior. La tomó pero antes de leerla se acercó a la almohada para captar el aroma de su colonia. Aquella mezcla de especias se estaba convirtiendo en su aroma favorito. Acarició con su mano la sábana bajera imaginando el cuerpo de Joe allí extendido, glorioso, como si se tratara de uno de esos calendarios de chicos esculturales. Así se lo imaginaba. Y, finalmente, se abandonó al placer de la lectura de la nota:
Querida Darcie:
No puedo dejar de pensar en ti. Quiero conocerte. ¿Qué te parece si nos vemos el sábado por la noche? Me encantaría prepararte la cena, aunque siendo francesa, seguro que tu cocinarás mucho mejor. Solo dime los ingredientes que necesitas y te los conseguiré. Todo lo que necesites.
Au revoir,
Joe
Darcie oprimió el papel contra el pecho y trató de controlar su pulso desbocado. Como ya conocía su voz, se lo imaginaba diciéndole de viva voz estas palabras. Diciéndole que conseguiría para ella todo aquello que necesitara. Todo.
Y quería verla el sábado… por la noche. Aunque no era a ella a quien quería ver, sino a la Doncella Francesa. Aun en el caso de que encontrara a alguien para cuidar de Gus, no podría mantener en persona su falsa identidad de doncella francesa. Sería imposible con ese pelo rojo que tenía, y los ojos verdes y todas esas pecas, por no hablar de su tendencia a hablar con acento irlandés y a utilizar dichos típicamente irlandeses, aunque hubieran pasado más de dieciséis años desde que estuvo por última vez en su país.
Pero, ¿en qué estaba pensando? Aunque pudiera pasar por francesa, no podría tener una aventura con nadie a menos que supiera de la existencia de Gus; y ese hombre tendría que querer realmente a su hijo, tanto como lo quería ella. Su flirteo con Joe Northwood tenía que acabar… de alguna manera. Antes de dejar la casa ese día, se le ocurriría un plan para liberarse de una situación tan embarazosa.
Retiró las sábanas y trató de no pensar en el hombre maravilloso, y disponible, que había dormido entre ellas. Mientras retiraba las toallas de sus toalleros, se afanaba en no hacer caso a la imagen del hombre alto, moreno que se habría secado con ellas el magnífico cuerpo. Cargada con toda la ropa sucia, bajó las escaleras y se dirigió hacia el garaje donde estaba la lavadora.
Una hora después, volvió y se quedó sin habla por lo que se encontró. Tan preocupada estaba con el asunto de Joe que no se debió dar cuenta y puso demasiado jabón. El detergente había hecho mucha espuma y esta había salido por la puerta de la lavadora y un reguero de agua espumosa corría por el garaje mojando una caja de cartón que había junto a la lavadora.
Se abalanzó a quitar la caja pero el cartón empapado se le deshizo en las manos. Con un quejido se quedó mirando el contenido totalmente estropeado. Acababa de ahogar a Santa Claus, a sus duendes y a su reno Rudolph. Como si no tuviera suficiente con sus preocupaciones económicas, ahora tendría que reemplazar todos los adornos navideños del señor DeWitt.
El intercomunicador de los almacenes sonó.
—Joe Northwood, línea dos.
Joe dejó la pila de tableros que estaba ordenando y se dirigió hacia el teléfono de la sección.
—Northwood —al otro lado de la línea podía oír un lamento en voz muy queda—. ¿Hola? Oiga, ¿necesita que llamemos al 012? Si quiere, yo podría…
—No necesito hablar con urgencias, pero si tuvieras a mano un milagro, eso sí me serviría.
—¿Cómo dice?
Quien quiera que fuera la que hablara por teléfono, soltó en ese momento un enorme suspiro.
—Joe, soy… Darcie.
—¿Darcie? ¿La Doncella Francesa? Pero no tienes acento francés.
—Estoy demasiado disgustada para hablar francés ahora. Para empezar, Santa Claus ahora está un poquito… oh, Joe, Santa Claus parece… como si… hubiera estado tres días de juerga —se puso a sollozar, como si no fuera capaz de contener el llanto.
Aquello era demasiado para Joe. Esa era la mujer con la que supuestamente iba a tener una cita muy caliente el sábado, pero parecía que hubiera estado inhalando pegamento o bebiéndose el brandy del señor DeWitt. En cualquier caso, tenía un tremendo lío en la cabeza y había mezclado las nacionalidades, de forma que en ese momento sonaba con un tremendo acento irlandés. Y, a menos que estuviera equivocado, había participado en una gran fiesta con algún Santa Claus.
Al menos estaba consciente y lo había llamado para informarlo, aunque parecía que la cosa era más salvaje de lo que él hubiera podido imaginar. Con suerte, el tal Santa Claus no habría causado desperfectos en la casa, y Darcie tenía, simplemente, problemas para deshacerse de él.
Joe no conseguía hacerse a la idea de que era diciembre porque la temperatura durante el día aún alcanzaba los treinta grados en aquella zona, pero el calendario marcaba que ya estaban en época navideña, y había hombres vestidos de rojo por todas partes. Tal vez la Doncella Francesa hubiera decidido invitar a uno de esos Santa Claus a la casa a tomar una copa… o veinte. Tenía que hacer algo. En calidad de cuidador de la casa del señor DeWitt, era su obligación comprobar que todo estaba en orden.
—Bueno, cálmate Darcie —le dijo—. Ya es mi hora de comer, así que estaré ahí en diez minutos y nos desharemos de ese Santa Claus.
—¡No! ¡No es necesario que vengas! Yo misma lo tiraré a la basura si tú quieres.
—Puede que no sea tan fácil —Joe se estaba preocupando con las palabras de Darcie.
—No será problema. Lo tiraré en el contenedor. Así ni siquiera lo verás.
—Darcie, estoy en camino —aquella mujer estaba loca.
—Pero no es necesario. Me las puedo arreglar yo sola —y volvió a sollozar—. Solo quería avisarte de que Santa Claus y sus duendes están en el jardín secándose.
Estupendo. Había más gente borracha por la casa