mientras sajaba las tripas del pobre crío, gritó su juramento: en cuanto encabezase el linaje, pondría de patitas en la calle a ese nauseabundo advenedizo cuya presencia en los excelsos dominios Valcárcel restaba a estos brillo e hidalguía.
El calificativo de «nauseabundo advenedizo» aplicado a Miguel admitía una categórica impugnación; no así el título de «excelsos dominios Valcárcel», pues en verdad la residencia familiar derrochaba esplendor.
Ubicada en la calle de la Palma esquina a la refinada calle Ancha de San Bernardo, la mansión Valcárcel nació en 1601 a resultas de una peligrosa operación inmobiliaria que don Pelayo efectuó cuando el Tercer Felipe trasladó la Corte a Valladolid.
Aquel traslado provocó la caída de Madrid. La aristocracia, obcecada en no alejarse del poder, empaquetó sus lucrativos hábitos de consumo y siguió al soberano hasta Valladolid; los forasteros se esfumaron y los embajadores, diplomáticos, mercaderes e inversores, también.
Un largo crepúsculo asoló la Villa. El desempleo alcanzó cotas alarmantes, las finanzas se paralizaron, las ventas se desplomaron, las construcciones se interrumpieron y los edificios se abandonaron.
Numerosos prohombres se hundieron. Otros, sin embargo, resistieron. Entre estos últimos, había prudentes e intrépidos. Los prudentes, temerosos de conocer la miseria, sortearon el temporal atrincherándose en sus haciendas. Los intrépidos resolvieron probar suerte y gastaron importantes cantidades en fincas desocupadas. Aunque, ciertamente, las compraron a precios muy devaluados, el desembolso no era baladí y a ninguno se le escapaba el enorme riesgo que corrían, porque, si la Corte regresaba, la economía se reactivaría y rentabilizarían el negocio, pero, si no regresaba, habrían adquirido propiedades estériles y sufrirían un varapalo de enjundia.
Durante un lustro contuvieron la respiración y, cuando en 1606 el ansiado retorno acaeció, Madrid recuperó la capitalidad y ellos, la tranquilidad.
Don Pelayo lideró el grupo de los intrépidos agenciándose dos extensas parcelas en las postrimerías de la calle Ancha de San Bernardo, en esa época, una vía apartada y agreste que unía el camino de Fuencarral a la ciudad.
Originariamente la calle Ancha de San Bernardo se llamó de los Convalecientes a cuenta de una institución fundada por Bernardino Obregón y dedicada a cuidar enfermos que, si bien recibían el alta en algún lazareto, todavía precisaban convalecer.
En 1589 el Segundo Felipe clausuró varios centros sanitarios existentes en la Villa y levantó un único hospital que puso bajo la advocación de Nuestra Señora de la Encarnación y San Roque: el Hospital General.
Como aquella reestructuración afectó, entre otros, al hospital de los Convalecientes, el contador real don Alonso de Peralta convirtió el edificio en el convento de Santa Ana y lo cedió a una comunidad de frailes bernardos, orden cisterciense creada a instancia de san Bernardo de Claraval, cuyo nombre se adjudicó a la calzada. El calificativo de Ancha se añadió para distinguirla de la calle Angosta de San Bernardo, una estrecha costanilla cercana a la Puerta del Sol.21
Contraria a la apuesta inmobiliaria, doña Francisca Cabrera de Montilla, la esposa de don Pelayo, rechazó establecerse en un lugar, según palabras literales, «escabroso, burdo, pestilente, impropio de mi crédito social y enclavado donde el aire da la vuelta».
Aunque don Pelayo intentó convencerla de todo lo que podían ganar, ella se aferró a todo lo que podían perder y, tras semanas de virulentas discusiones, el uno se hartó e, ignorando las protestas de la otra, compró las dos parcelas, las anexionó y construyó un palacete majestuoso.
El formidable dispendio hizo mella en las arcas y la fortuna familiar se resintió. Conscientes del descalabro económico que enfrentarían si la Corte no regresaba, mientras un acongojado don Pelayo se encomendaba a Dios rogándole que bendijese la inversión, una furibunda doña Francisca lo encomendaba al diablo maldiciéndole a él y a la inversión.
Los insultos amainaron cuando la denostada calle Ancha de San Bernardo empezó a proyectar luces de gloria gracias a dos acontecimientos.
El primero llegó en 1602 de la mano de doña Ana Félix de Guzmán, marquesa de Camarasa. La aristócrata adquirió unos terrenos allí ubicados que, antes del éxodo vallisoletano, había ocupado la embajada de Génova y los entregó a los jesuitas con la condición de que los destinaran al Noviciado de la Compañía de Jesús.22
El segundo acaeció cuatro años después, en 1606, merced a don Rodrigo Calderón, uno de los ministros más destacados del Rey, que, tras reinstalarse la Corte en Madrid, buscó casa en San Bernardo, la encontró y se quedó.
A resultas de estos inesperados aposentamientos, la avenida sufrió una metamorfosis radical porque los eminentes jesuitas y el no menos eminente don Rodrigo Calderón exigieron al Concejo adecentar el lugar, pavimentar el terreno y mantenerlo libre de inmundicias en todo momento, exigencias que el Concejo se apresuró a satisfacer.
Semejante mimo consistorial unido al hecho de que gente tan principal residiera allí mejoró la paupérrima fama de la calle, circunstancia que no tardó en captar la atención de los notables.
Cierto que tenían sus reservas porque distaba demasiado del Alcázar y el prestigio de un linajudo dependía de cuán cerca del soberano se domiciliase, pero el enclave alcanzó tal relevancia que al final la mayoría desestimó aquella traba y, aparcando el tópico de «las afueras para los descomulgados», adaptó el cuento a su conveniencia hilando una coplilla que legitimaba la codiciada mudanza: «Madrid recuerda a un huevo; la yema alberga la grasa del piojoso y la clara, la blancura del lustroso». Y, como un lustroso no podía permitirse parecer yema, muchos partieron rumbo a la clara.
Así, la calle Ancha de San Bernardo medró de proscrita a exquisita, prosperidad que benefició a los allí empadronados, incluido a don Pelayo, cuya temeraria inversión culminó en un augusto acierto.
Él no abría la boca y reprimía el tentador «os lo dije»; doña Francisca, en cambio, no la cerraba y proclamaba a los cuatro vientos cuánto le costó convencer a su pusilánime esposo de aprovechar la crisis e incorporar al patrimonio aquellos predios sin parangón.
Una grisácea mañana, Enrique se encontraba en una de las estancias de los «predios sin parangón» saboreando una jícara de chocolate.
En ese momento apareció doña Francisca.
Vestía basquiña de terciopelo rizado de Granada verdinegro bordado de perlas, apretador de diamantes al talle, corpiño a juego, ajustadas mangas de chamelote ambarino haciendo aguas doradas y holgados puños rematados con randas holandesas.
El primoroso atuendo habría potenciado la belleza de cualquier mujer… de cualquier mujer dueña de una mínima belleza, ventura que doña Francisca no atesoraba.
Su cabello se reducía a unos exiguos bucles morenos cuyo ensamblaje en algo similar al «frondoso campo de trigo al sol» que demandaba cada amanecida superaba las mañas de la peluquera y rozaba las de un ilusionista.
Obcecada en lograr el tono del «trigo al sol», empleaba lejía en los lavados, solución que, lejos de enrubiarla, le dejaba la pelambrera de un grimoso matiz zanahoria. En cuanto al «frondoso campo», lo obtenía gracias a mechones de difunto, y tantos precisaba que no era hiperbólico afirmar que llevaba la testa más muerta que viva.
Tras engarzar cintas de seda en los cuatro bucles propios y los cuatrocientos ajenos, la peluquera-ilusionista aislaba tres guedejas, ensortijaba una sobre la frente y con las otras dos tapaba las orejas. Después recogía los tirabuzones delanteros, componía un copete y lo adosaba a un soporte de alambre llamado jaulilla, responsable de mantenerlo erguido. A continuación, hacía un moño en forma de caracol con los tirabuzones posteriores, lo engastaba en un garvín de encaje y le prendía broches o cadenillas. Por último, esparcía flores de oro o plata, echaba polvos irisados y escanciaba agua de rosas.
Aunque el resultado final no recordaba a un «frondoso campo de trigo al sol», al menos sí alcanzaba la categoría de tocado apañado. Cierto que el teñido desconcertaba un poco