Sandra Aza

Libelo de sangre


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capilar se le sumaban unos ojos pequeños, oscuros y estrábicos. Encima, los afeites que doña Francisca se empecinaba en aplicarse no hacían sino empeorar el aspecto de tan desafortunados rasgos.

      Primero se ennegrecía las cejas bañándolas en antimonio, umbría que contrastaba de extraña suerte con el tono anaranjado del pelo, y luego enterraba los párpados bajo una gruesa capa de pintura verde, que, aunque en absoluto la favorecía, no importaba porque estaba de moda pintarse los ojos de verde y ella nunca se sustraía a las tendencias.

      La colosal y aguileña nariz no le desagradaba. Careciendo de la fina y recta que toda mujer codiciaba, prefería tenerla grande a respingona o chata, pues, según la opinión popular, las narices respingonas indicaban enfermedades venéreas o auguraban calamidades y las chatas recordaban a las de los ladrones, a quienes se les amputaba en castigo a sus delitos.

      Además, una buena nariz le permitía lucir anteojos prescindiendo de las antiestéticas cuerdas de guitarra con que estos se agarraban a las orejas, porque, en cuanto se los colocaba, quedaban encastrados en el caballete y ya podía ponerse boca abajo, que ni se movían. Aunque, de moverse, tampoco pasaría nada. En realidad, solo adornaban y se veía igual vistiéndolos que guardándolos en un cajón, pero, como daban un aire circunspecto muy elegante, numerosos principales los utilizaban.

      Mientras el volumen de la nariz le complacía, detestaba el de la boca. Se llevaban minúsculas y con forma de corazón, trazado que ella se afanaba en conseguir frunciendo los pulposos labios a modo de beso. Aparte de naufragar y encima hablar raro, no reparaba en un detalle: aquel exceso bucal ayudaba a camuflar una dentadura alterna, parduzca y cariada que no cuadraría en ningún canon de belleza, se estilasen los picos de jilguero o las fauces de dragón.

      Toda la carne que la Naturaleza le concedió parecía concentrarse en nariz y labios, pues el cuerpo agonizaba de ella.

      Muy acomplejada en este aspecto, de un lado, intentaba ocultar su raquítica silueta engrosando las basquiñas mediante verdugados tan ahuecados que a menudo se atoraba en las puertas y, de otro lado, trataba de engordar atiborrándose a dulces. Lamentablemente, ambas artimañas fracasaban. Las abullonadas faldas asemejaban un tonelete fantasma que deambulaba sin nadie dentro y las golosinas, lejos de redondearle la cintura, la desdentaron.

      Sus manos tampoco le gustaban y motivos tenía. Huesudas, venosas, macilentas y apergaminadas, la abochornaban mucho y por eso insistía en esconderlas bajo profusos puños de encaje. Al acostarse, las embadurnaba en aceite de almendras, las enfundaba en unos guantes y así dormía; pero no funcionaba y cada mañana sufría la misma decepción cuando comprobaba que la tétrica zarpa seguía distando un mundo de las delicadas falanges que ambicionaba.

      En definitiva, doña Francisca era un adefesio. Todos lo sabían y ella también. Todos fingían no advertirlo y ella… también.

      Menos mal que dos cualidades harto atractivas allanaban el fatigoso empeño de obviar lo obvio: una fortuna inversamente proporcional a su escualidez y una portentosa inteligencia. Era de justicia admitir que la inteligencia quedó en tela de juicio tras desestimar la operación inmobiliaria de don Pelayo en San Bernardo, pero escasas torpezas similares baldonaban un transitar repleto de sólidos aciertos.

      Considerando que el dinero a la fea hermosea, quizá la fortuna y no la inteligencia gestó los anhelos matrimoniales de numerosos caballeros. De hecho, la fortuna y no la inteligencia endilgó el privilegio al único que no porfió en llevarla al altar.

      Los casorios de alcurnia solían perseguir intereses mercantiles y el de don Pelayo respetó esa tradición. Los Cabrera de Montilla se unieron a la ilustre prosapia de los Valcárcel y los Valcárcel, con más prosapia en el nombre que en el bolsillo, enderezaron sus deterioradas finanzas gracias a la abultada hacienda de los Cabrera de Montilla.

      Don Pelayo intentó querer a doña Francisca, pero, como aquel propósito exigía la fuerza del amor y él solo disponía de amor a la fuerza, no lo consiguió. Y no porque la mujer fuera incómoda de mirar, que lo era, sino porque su talante perverso, altanero, egocéntrico y caprichoso le imposibilitaban la labor.

      En cambio, doña Francisca sí amaba a don Pelayo, un sentir frustrado que, andando el tiempo, mutó a despecho y culminó en odio visceral cuando este regresó de Valencia portando al aborrecible Miguel. Aunque intuía el adulterio, decidió no dar alas a la humillante sospecha; sabía que, de confirmarla, se hundiría en la pena y no deseaba consagrar más lágrimas a quien no las merecía.

      La dolida esposa halló consuelo en el papel de madre y en él se volcó dispensando una devoción incondicional a Enrique y saltando cual leona si alguien lo atacaba.

      Y no solo saltaba cual leona; mordía con igual fiereza a quien hiriese a su cachorro. Y, como don Pelayo lo hería de continuo denigrándole ante Miguel y Miguel era el origen de todas sus cuitas, a ellos dedicaba las dentelladas más despiadadas, cuestionable menester en el que participaba un Enrique también enfermo de celos y rencor.

      De ahí que, compartiendo inquinas hacia tío y sobrino, madre e hijo gustasen de maquinar diabólicas intrigas en torno a los dos, intrigas que, amén de crispar el ambiente doméstico, a menudo terminaban afectando a terceros inocentes.

      —Buenos días, tesoro —saludó doña Francisca, besando la frente de Enrique y sentándose en un frailero junto a la chimenea—. Hemos de ultimar los detalles de tu fiesta de cumpleaños.

      —En ello ando —refunfuñó Enrique, apurando la jícara de chocolate—. Llevo desde la amanecida aleccionando a los criados, pero los muy estúpidos no se enteran de nada. Se pasan la jornada chismorreando y eludiendo sus tareas.

      —Tranquilo. Mandaré azotar a un esclavo en presencia del resto del servicio y avisaré de un próximo si no se reportan. Verás qué pronto aparcan la holganza.

      —Mandad azotar a Joselillo. Ya que no podemos despellejar a Miguel, saciemos las ganas zurrando a su amiguito, el esclavo.

      —Adjudicado el martirio a Joselillo —sentenció doña Francisca, esbozando una sonrisa feroz—. Le impondré veinte latigazos y ordenaré que después lo lardeen. Sufrirá lo indecible cuando le engrasen el cuerpo y le arrimen velas encendidas.

      —Miguel también sufrirá —añadió Enrique, complacido.

      —Me aseguraré de que lo haga. Le diré que los esclavos están aquí para trabajar, no para compadrear y que sus cercanías con ese negro han provocado el castigo. Así conseguiremos doble objetivo: estimularemos los bríos de la servidumbre y, a la vez, atormentaremos a Miguel.

      —Pero lardear a un esclavo no es cuestión baladí, madre. Precisáis un motivo de mayor calado que estimular el faenar de los criados o jeringar a Miguel.

      —Los esclavos pertenecen al amo y el amo los trata como juzga conveniente. No preciso motivos para baquetear, lardear e incluso ajusticiar a los míos.

      —Me temo que sí los precisáis. Tiempo ha, los marqueses de Cañete recibieron la visita de los alguaciles tras propinar una soberana solfa a un mozo.

      —Confundes conceptos, querido. La marquesa atizó a un asalariado y los asalariados, aunque igual de repulsivos, gozan de unos derechos mínimos. En cambio, los esclavos carecen de derechos. ¿Acaso ignoras el significado de la s y el clavo en forma de i que se les graba a fuego en la mejilla? Sine iure; ‘sin derechos’. De ahí el vocablo es-clavo.

      —Domino el latín y el castellano, madre —bufó Enrique, fastidiado—. No necesito traducciones ni tampoco disertaciones sobre el origen de las palabras.

      —Y yo me congratulo, hijo. Tu nada despreciable nivel intelectual me permite disfrutar de pláticas inteligentes. Lamentablemente, escasean a mi alrededor.

      —Escasean porque mientras intervenga vuesa merced, la plática no resultará inteligente. No pretendo ofenderos, pero a las descendientes de Eva os falta agudeza y os sobra mediocridad. No en vano los clásicos llamaban sexus imbecillitas al género femenino.

      —Gracias a esta mediocre descendiente de Eva asomaste al mundo, mentecato —replicó