Sandra Aza

Libelo de sangre


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de i puede significar sine iure o sexus imbecillitas. Se me ocurre que quizá también deberíamos marcar las mejillas de las mujeres. Así no olvidarían su condición.

      —Estupendo —masculló doña Francisca, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Me retiro, entonces. Como tú nadas en inteligencia y yo, en mediocridad, supongo que no me requieres para organizar la fiesta con la que llevas semanas dándome la lata.

      —No os enojéis, madre —concilió Enrique, sofocando las carcajadas—. Solo estoy de chanza. Bien sabéis cuánto valoro vuestros consejos.

      —En tal caso, confío en que me aceptes uno —señaló doña Francisca, volviendo a sentarse.

      —¿De qué se trata?

      —De ese soldado que te escolta a todas partes. El de la mano tullida ensabanado en una nauseabunda capa llena de pelos.

      —¿Márquez?

      —El mismo. Le has invitado a tu fiesta y se me antoja un desatino. Ni su grotesca facha ni sus zafios modales están a la altura del evento.

      Enrique la miró perplejo y a la vez indignado.

      Se divirtieron tanto que repitieron y repitieron hasta cultivar una buena amistad.

      De día ruaban; de noche jaraneaban. En ocasiones se les unía el sargento Salcedo. Él fue quien reveló a Enrique el origen de los mechones que adornaban la capa de Márquez y, desde entonces, el joven andaba obcecado en emular la lúgubre colección.

      Compartían curdas, mujeres, pendencias e incluso duelos, los cuales siempre ganaban merced a la espada de Márquez, pues Enrique no la manejaba bien.

      También compartían sed de violencia y a menudo regresaban a casa manchados de muerte; la del atraebroncas que los zahirió, la del raterillo que, intentando sangrarles la faltriquera, terminó desangrado o la de alguna prostituta o menesterosa cuya reliquia capilar, tras forzarla y asesinarla, se disputaban.

      —Ese miliciano deslustraría en extremo la fiesta —declaró doña Francisca—. Te ruego que reconsideres tu decisión de invitarle.

      —No tengo nada que reconsiderar, madre. Márquez es amigo mío y de ninguna manera revocaré mi invitación.

      —Debemos buscarte esposa y esta fiesta nos procurará una magnífica oportunidad de encontrar la mejor candidata. El patriciado madrileño al completo asistirá y resultaría vergonzoso que te vieran adherido a un destartalado envuelto en pelos de Dios sabe quién.

      —No consiento que vilipendiéis así a Márquez. Gracias a hombres valientes como él, que arriesgan la vida en el campo de batalla, vuesa merced disfruta de una pacífica existencia.

      —Te aseguro que mi pacífica existencia se torna truculenta cuando te imagino en compañía de ese espantamuertos. Hazme caso y revoca la invitación.

      —No revocaré la invitación, madre. Márquez vendrá a mi fiesta y punto redondo.

      —¿En serio vas a desperdiciar tamaña ocasión de emparentar con la aristocracia por un arrebato de orgullo pueril? ¿No comprendes que, si te empecinas en llevar a semejante escolimoso a tu vera, ninguna dama de alcurnia se te acercará?

      —No deseo que ninguna dama de alcurnia se me acerque. A la dama que pretendo me acercaré yo.

      —¿A la dama que pretendes? —se sorprendió doña Francisca—. ¡Caramba! ¡Eso sí que no me lo esperaba! ¿Y a qué dama pretendes?

      —A Isabel Salazar y Hernández de Somoza Aguado de Alarcón —anunció Enrique, ufano.

      —¿La hija de los duques de Villasolano? —exclamó doña Francisca, componiendo un gesto mordaz—. ¡Espléndido gusto! Idéntico al de Beltrán Soto de Armendía…, su prometido. ¡Mis parabienes, querido! Una elección fabulosa y sumamente viable.

      —Conozco el compromiso entre Beltrán e Isabel y no se me escapan los escollos de mi empeño, pero los superaré.

      —¿Dónde los superarás? ¿En la vida real o en tus delirios?

      —¿Os estáis burlando de mí, madre?

      —Muy al contrario, creo que tú te estás burlando de mí. Isabel Salazar es joven, casta, bella, hija única de un grande de Castilla y heredera de una fortuna tan colosal que ensombrecería la del Alcázar. Hasta ahí, insisto: te alabo el gusto. Sin embargo, lleva años prometida con el primogénito del íntimo amigo de su padre, otro principal harto influyente a quien no conviene afrentar. No se me antojan escollos superables.

      —Acostumbro a conseguir lo que me propongo. Me he propuesto desposar a Isabel Salazar y lo haré, se halle prometida al de Soto de Armendía o al Rey de las Españas.

      —¿Y qué opina la interfecta de tus aspiraciones? ¿Te corresponde?

      —Hace tiempo que la cortejo. Aunque su compleja situación la obliga a mostrarse esquiva, me dispensa una amabilidad explícita.

      —Quizá confundes amabilidad con mera cortesía —aventuró doña Francisca, escéptica.

      —Me mira y me sonríe allende la cortesía. Además, si no ambicionase mis galanteos, ya me lo habría indicado y, lejos de ello, me incita a porfiar. Creo que le intereso. La enamoraré y juntos romperemos el vínculo que la encadena a Beltrán.

      —No debes enamorarla; debes enloquecerla. Una promesa de esponsales es ley entre caballeros, hijo. Nada puede quebrarla, salvo los amaños de una mujer loca de amor.

      —De momento, asistirá a mi fiesta. Ahí empezaré a enloquecerla dedicándole todas mis atenciones.

      —Si Beltrán la acompaña, auguro problemas.

      —No la acompañará. Asistirán los Soto de Armendía al completo, excepto él. Se encuentra batallando en Nápoles. Tengo, pues, el camino expedito.

      —¿Y por qué no cortejas a la hermana de Beltrán? Mencía Soto de Armendía aún no está prometida.

      —¡Ni me la mentéis! —resopló Enrique—. Detesto a esa muchacha. Es una deslenguada insoportable.

      —Es otra belleza que te abriría las puertas de la aristocracia sin riesgo de incomodar a nadie como ocurrirá de emperrarte en Isabel.

      —No quiero a Mencía, madre. Quiero a Isabel.

      —Entonces, no te desearé suerte, hijo, sino un milagro —suspiró doña Francisca, levantándose—. Ahora habrás de disculparme. El capellán me aguarda para oírme en confesión. Disfruta el día.

      Al quedar solo, Enrique se irguió en ademán decidido.

      No le importaba la infranqueable muralla que lo apartaba de Isabel. La derribaría y lograría desposarla.

      21 La calle Angosta de San Bernardo es hoy la calle Aduana.

      22 El Noviciado de la Compañía de Jesús ocupaba la manzana de las actuales calles de San Bernardo, Noviciado, Amaniel y Reyes. De ahí el nombre de la aledaña estación de metro: Noviciado. Cuando, en 1767, Carlos III expulsó de España a los jesuitas, el edificio se cedió a los sacerdotes misioneros del Salvador del Mundo. Se demolió en 1843 y se construyó la Universidad Central, después denominada Universidad de Madrid y, finalmente, Universidad Complutense en honor a los estrechos lazos que mantenía con la Universidad de Alcalá. Hoy los terrenos del antiguo Noviciado acogen tres instituciones: el Paraninfo de la Universidad Complutense, el instituto de educación secundaria Cardenal Cisneros y el Consejo