Sandra Aza

Libelo de sangre


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non é un árbol calquera de la alameda, bravucón.

      —Tampouco este bravucón é un varón calquera. Tenéis un gran home á vosa beira e xa sabéis o que a xente di: tras un gran home, sempre hai unha gran muller.

      —Tras un gran home sempre hai unha gran muller… sorprendida. ¡E agora al avío! ¿Vais a colaborar ou vais a continuar que nin arre nin xo?

      —Colaboraré por non escoitaros. ¡Qué testeira máis dura tes, muller! Cando os encalabrináis en algunha trangallada, aburrís aos defuntos.

      El alumbramiento resultó arduo.

      Luisa moría cada vez que su cuerpo expulsaba vida. Lloraba, chillaba y volvía a llorar. Se aferraba al taburete, a la medalla de la Virgen del Carmen, a las piernas e incluso a las callosas manos de Gregorio, que, apostado a su espalda, contemplaba atribulado la tortuosa tarea de parir y el no menos tortuoso desafío de nacer.

      Desconocedora del protocolo, pues nunca había participado en un parto ni como paciente ni como matrona, Saturnina actuaba según le sugería el instinto. Abanicaba a Luisa, le masajeaba el vientre, respiraba al mismo ritmo que ella y la animaba a empujar.

      Por fin, el niño logró cruzar el angosto desfiladero que lo separaba del mundo y desembarcó en él. Cuando cortaron el cordón, vínculo de su antiguo hogar, se agitó inquieto y, cuando le golpearon las nalgas, estrenó pulmones.

      —Ya lo auguró la menda, ruliña —anunció Saturnina, envolviéndolo en una frazada de lana—. É un neno.

      Postrada en el catre donde Gregorio recién la acomodaba, bañada en sudor y sangre e iluminadas las pupilas de ternura, Luisa observaba al rorro. ¡Un varón! ¡Qué orgulloso se sentiría su padre sabiéndose abuelo de un caballerete!

      —¿Cómo lo llamaréis? —inquirió Saturnina.

      —Gabriel —respondió Luisa sin vacilar—. Era el nombre de mi padre.

      —¡Magno! —celebró Gregorio, cogiendo al pequeño de brazos de su esposa y sosteniéndolo frente a él—. Madrid ya ten un novo soldadiño. Capitán Gabriel, bienvenido a este mundo cruel.

      —¡Non seáis bárbaro! —recriminó Saturnina, recuperando al zagalillo, que lloraba desconsolado—. Tranquilo, raparigo. Non é tu culpa. Eu tambén me asustaría si, según nazco, me ponen diante a semellante espantallo. ¡Menudo parraque me daría!

      La mujer lo depositó sobre el pecho de Luisa y arropó a ambos. Al punto, el pituso olvidó las cuitas y se agarró al alimento. Luisa le acarició la todavía deformada cabeza e, incapaz de reprimir la emoción, se echó a llorar.

      Con el ánimo de respetar su sentir y la privacidad de la lactancia, Gregorio y Saturnina se apartaron del catre y fueron a sentarse en el banco. Allí, luego de comentar el episodio durante un rato, se apoltronaron, se apoyaron el uno en el otro y, exhaustos, se durmieron.

      Mientras, Gabriel continuaba comiendo y Luisa continuaba llorando; pero aquellas lágrimas ya no albergaban emoción, sino tristeza. Aunque anhelaba cuidar de su bebé, soltera e indigente, lejos de cuidarlo, solo le procuraría penurias. Sabía, pues, lo que debía hacer y pensarlo le partía el corazón.

      Cuando Gregorio y Saturnina despertaron, hallaron el jergón vacío.

      Madre e hijo habían desaparecido entre brumas de pasado roto y futuro incierto.

      1 En el siglo XIX, la fuente de los Caños del Peral se soterró, se allanó el terreno y se construyó un espacio abierto frente al Palacio Real, espacio que, andando el tiempo, devino en la actual plaza de Isabel II. En el siglo XX, sus ruinas afloraron merced a las obras de remodelación efectuadas en la estación de metro Ópera y hoy se encuentran expuestas al público.

      2 La olla podrida era el menú típico en el Madrid del siglo XVII y equivalía al actual cocido. Según una teoría, el peculiar nombre nace del tiempo de cocción requerido para reblandecer los ingredientes, los cuales debían estar al fuego «hasta pudrirse». Según otra, el término procede de «olla poderida» o «de los poderosos», pues, aunque luego se popularizó, comenzó siendo un plato de ricos.

      CAPÍTULO 2

      Hermanos de leche

      Arrellanada en una silla de pino, sor Casilda dormitaba.

      Una manta apolillada le cubría las piernas y el rosario que se enroscaba en sus dedos aguardaba paciente la reanudación de los rezos.

      En sueños, la mujer tiritaba. Hacía mucho frío y el braserillo instalado a sus pies ni un ápice los templaba, pues, consumida la ración de cisco prevista para la jornada, llevaba horas muerto.

      Sor Casilda consagraba las noches a custodiar el torno del hospital de los Niños Expósitos, más conocido por su alias: la Inclusa.

      Contaban los añejos que el término inclusa nació en la Villa durante el reinado del Segundo Felipe. Un soldado español trajo de la ciudad holandesa de Enkhuissen una imagen de la Virgen de la Paz y se la regaló al monarca, quien, a su vez, la donó al hospital.

      Las gentes empezaron a llamar al lugar hospicio de la Virgen de Enkhuissen, pero, como ignoraban la fonética correcta de la palabra, la enunciaban a su leal saber y entender. Las improvisaciones evolucionaron y, cuando al final gestaron el vocablo, la Virgen de Enkhuissen se convirtió en hija legítima de Madrid bajo el nombre de Virgen de la Inclusa.

      En la sala del torno se hallaba el rudimentario artilugio que recibía a los infantes. Estaba encajado en una ventana y, según el lado desde donde se mirase, se veía o no se veía.

      Desde fuera mostraba su lóbrega cavidad, una campanilla a la derecha y encima un farol siempre encendido; desde dentro no mostraba nada, pues un postigo de madera lo ocultaba.

      El procedimiento era sencillo: en cuanto la campanilla repicaba, la monja abría el postigo, giraba el cilindro y un párvulo entraba en los lares del olvido.

      El techo de la estancia tenía forma abovedada, circunstancia que, lejos de crear una atmósfera acogedora, multiplicaba las sombras y provocaba cierta claustrofobia.

      Ni el suelo de tierra amalgamada con cal para compactarla ni las huestes de invertebrados que lo colonizaban ayudaban a mejorar el ambiente. Tampoco lo hacía el apergaminado aspecto de las paredes; el adobe de la parte superior imploraba un enyesado que la cofradía no podía costear y el desastrado arrimadero de la inferior exhibía azulejos otrora blancos y hoy grisáceos, algunos caídos e innumerables tan astillados como el destino de los desventurados que allí recalaban.

      La exigua decoración a cargo de una sarga de la Virgen de la Soledad, un crucifijo de hierro y una lamparilla remataba un conjunto en verdad deprimente.

      Tres taburetes de morera y asiento de sogas de esparto escoltaban el torno. Enfrente había un soberbio banco conventual de ébano labrado que, considerando lo austero de la pieza, desentonaba; sin embargo, un grande de Castilla lo legó a la Inclusa y las religiosas decidieron utilizarlo para alegrar una miaja aquel paritorio de tristezas.

      En el rincón se alzaba un escritorio de cerezo cuya tapa abatible estaba desplegada. Encima descansaban dos gruesos libros, donde se registraban las entradas y salidas de hospicianos, y un candil de aceite, que, aunque intentaba punzar la penumbra, solo conseguía punzar la madera con gotas de grasa ardiente que dibujaban círculos negros en ella.

      Varios tablones que sellaban un tragaluz pretendían proteger la habitación