Sandra Aza

Libelo de sangre


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descostillado y la cansera me afloja la húmeda. Ya sé que a los roebiblias como voacé no les ocurre y por san Junco que me pasma. Aunque arrastréis fatigas, siempre empleáis un verbo harto garboso y gastáis una filatería que ni Miguel de Fervientes. Pero el Lupicinio solo es un pobre pataliebre que ranea en los feudos de la cortesía; sobre todo cuando la modorra se emperra en clausurarme las ventanas.

      —¡Miguel de Cervantes, gaznápiro! Si atendieras en la escuela en vez de mirar a las musarañas, no ranearías tanto en la cortesía y me ahorrarías estos bochornos. Y suprime de tu lamentable vocabulario el término roebiblias. Resulta muy ofensivo referirse así a los ministros de Dios.

      —Voacé me dispense de nuevo —musitó Lupicinio, decidido a cerrar el pico antes de recibir otro sopapo.

      Sor Casilda asistía a la reprimenda sin quitar ojo a la cesta de comida, que se balanceaba de insinuante forma en el brazo del criado.

      —¿Podríais cantarle las cuarenta al zagal mientras yo mastico? —sugirió, componiendo una expresión de falsa candidez—. La cruz del hambre es lastre de enjundia, pero estibarla frente a los contoneos de esa bendita canasta se me antoja un martirio cruel.

      —Vos misma os habéis provocado el martirio alentando insurrecciones en el párvulo y profiriendo guasas de escaso gusto —recriminó fray Benito, enojado—. Nos corresponde amaestrar al rebaño, hermana, encomienda que exige seriedad y disciplina. ¿Cómo pretendéis que los corderos obedezcan si ven al pastor pisotear el reglamento y mofarse de él?

      —No os falta razón —admitió sor Casilda, achantada—. Intentáis paliar las cuitas de esta vieja cascarrabias y así lo agradezco. Os ruego excuséis mi deleznable comportamiento. En mi defensa solo puedo alegar la necesidad. Este perpetuo y forzoso ayuno me encapota el entendimiento.

      De inmediato, la Providencia premió el sincero arrepentimiento de la mujer con un tierno panecillo y dos hermosos huevos que consiguieron derrocar al polémico escantillón.

      —¿Han abandonado a algún pituso esta noche? —preguntó fray Benito.

      —Ninguno y que continúe la dicha —contestó sor Casilda, devorando la vitualla—. Me figuro que vos no disfrutáis de igual ventura. La Ronda nunca recaba veladas apacibles.

      —Por desgracia, no andáis errada. Madrid se hunde en la miseria y nuestro empeño en mitigar tanto penar fracasa sin remedio. Cada madrugada socorremos a decenas de menesterosos y, a la madrugada siguiente, parece que la anterior no hicimos nada. Es como barrer en el desierto.

      —El desierto de Madrid tiene mucha menos arena desde que la Ronda del Pan y el Huevo lo barre luna tras luna, padre. Tamaño logro no se me antoja un fracaso.

      —Lo que tiene el desierto de Madrid es un inmenso abismo entre cumbres y llanuras que un servidor no concibe. En las llanuras impera la carestía y en las cumbres, la fruslería. Cuando pienso que una pizca de los dineros que las cumbres derrochan en banalidades salvaría la vida de huestes moribundas, la frustración me vence.

      —Decid, mejor, una pizca de los dineros que derrochan las cumbres… del Alcázar —matizó sor Casilda con la boca llena—. Porque allí sí que gastan en banalidades.

      —Últimamente el Alcázar no gasta en banalidades, sino en galenos y específicos para el Rey. Al parecer, unas fiebres rebeldes lo han postrado y la cosa no pinta bien.

      —A ver si la espicha y los hados nos regalan un monarca sin tanto pájaro en la corona —bufó sor Casilda en tono despectivo.

      Los caballeros y Lupicinio sonrieron, divertidos.

      —¡Hermana! —se escandalizó fray Benito, lanzando una mirada fulminante a los mayores y propinando el segundo cachete al mancebo—. ¡En nombre del santo Misterio! ¿Estáis invocando el óbito de un semejante?

      —¿Semejante? Ese comeflores y yo solo nos asemejamos en que rezamos al mismo Dios. ¡O quizá no! Porque, cuando él reza, le llueve el parné y, cuando la menda lo hace, le llueven expósitos. De seguro consagra sus aleluyas a Lucifer y de ahí el aluvión de tintineantes prebendas que vendimia. No me importa, pues, ratificarme: ojalá nos libremos pronto de tamaño almanegra.

      —¡De veras que no doy crédito! El Rey agonizando y vos escupiendo barrabasadas sobre su persona. ¿Dónde habéis extraviado vuestra caridad cristiana?

      —¿Caridad cristiana para quién? ¿Para la ristra de criaturas que a diario ingresan en esta filial del olvido o para un soplaguindas entronizado que lo consiente mientras él y la recua de culopollos que le bailan el agua nadan en caudales? Para los primeros me sobra caridad cristiana, padre, pero no me la pidáis para los habitantes del Alcázar, pues ni un avemaría les dedicaré. ¡Que se ahoguen en su oro! Ya les pondrá las peras al cuarto el Altísimo cuando les toque purgar máculas. Entretanto, nosotras intentaremos explicar a nuestros hospicianos por qué, si unos pueden derrochar metal, otros tienen que derrochar resignación y, luego de alegar que así de inescrutables son los designios del Señor, los animaremos garantizándoles que quien ríe el último ríe mejor.

      —¡Hermana Casilda! Callaos al punto o reportaré a la priora.

      —Reportadle lo que gustéis. Ya os adelanto su réplica. Dirá que, en realidad, quien ríe el último no ríe mejor; simplemente, no entendió el chiste.

      La campanilla del torno interrumpió el altercado.

      —¿Veis a lo que me refiero? —masculló sor Casilda, ofuscada—. ¡Toda mi caridad cristiana para Su Cretina Majestad a cambio de una noche sin escuchar ese maldito cencerro!

      Dolorida y exhausta, Luisa llegó a la Puerta del Sol.

      El lugar estaba vacío y sumido en tal penumbra que ni siquiera se distinguía la silueta de los edificios recortándola.

      Como nevaba mucho y las glaciales rachas de viento iban en aumento, la joven se dirigió a uno de los inmuebles que delimitaban el recinto y se cobijó en el portal. Allí encogida, con un recién nacido en los brazos, derrengada tras el parto y superada por los acontecimientos, rompió a llorar, incapaz de comprender que el cielo pudiera mutar a infierno en un pestañeo.

      El principio del fin empezó cuando don Gabriel Castillejo, el padre de Luisa y un reputado maestro pasamanero, murió apuñalado en una costanilla tan miserable que ni nombre tenía.

      Matilde, la viuda, comprobó espantada que la herencia rebosaba deudas y trató de remediar el problema solicitando al gremio de pasamaneros autorización para hacerse cargo del taller familiar. Sin embargo, el gremio, reacio al trabajo femenino, solo le concedió una licencia de seis meses.

      En ese tiempo, el apuro se recrudeció.

      Luego de invertir los ahorros en liquidar pasivos, a Matilde le resultó imposible pagar el jornal de los empleados y hubo de despedirlos a todos, excepto a uno, pues la cofradía exigía la presencia de, al menos, un varón. Desprovista de personal, no conseguía respetar los plazos de entrega y, como no entregar implicaba no cobrar, los ingresos se redujeron a mínimos insostenibles.

      La desidia también afectó a la clientela. Los antiguos clientes, hartos de tanta informalidad, le retiraron su confianza y los nuevos, alertados por los antiguos, no se la otorgaron.

      El vencimiento de la licencia precipitó los acontecimientos. Los veedores gremiales advirtieron a Matilde que no tolerarían colegas hembras; en consecuencia, o buscaba una solución, o la acusarían de vulnerar el estatuto corporativo.

      Matilde sopesó las tres únicas «soluciones» que el sistema ofrecía a una viuda en sus circunstancias: desposar a un miembro de la cofradía para que este asumiera el negocio, malvenderlo y quedar en la calle o prostituirse.

      Escogió el casorio y aceptó la oferta de Dionisio Guzmán, un mediocre maestro pasamanero que, carente de taller propio, ambicionaba independizarse de su patrón e iniciar una aventura en solitario.

      —No deseo condenarte a la mendicidad —le dijo a Luisa—. Y, entre el paraíso que mi amado Gabriel se