Sandra Aza

Libelo de sangre


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madrugada transcurría calmada, cosa insólita porque, antes de las once, normalmente cuatro o cinco desgraciados ya habían probado la rueda maldita. Sin embargo, esa noche la campanilla se mantenía en un providencial silencio que, amén de ahorrarle trabajo, permitía a sor Casilda echar aquella destemplada pero muy bienvenida cabezadita.

      Tres aldabonazos alteraron el silencio y también la cabezadita.

      Limpiándose un hilillo de saliva liberado en el dormitar, sor Casilda retiró la manta, asestó un pisotón a una cucaracha y, al levantarse, quizá con demasiados bríos, un doloroso chasquido de huesos le crispó el ceño.

      Temblando de frío e increpando a las extintas ascuas del braserillo, se arregló toca, velo y escapulario, recolocó el agnusdéi que le adornaba el pecho y, luego de guardar el rosario en el bolsillo del monjil, se dirigió a la puerta rezongando groserías nada propias de una esposa del Señor.

      —¿Quién va? —demandó en tono arisco.

      —Fray Benito, de la Ronda del Pan y el Huevo, hermana —contestó una voz al otro lado.

      —¿Cuántas veces he de repetiros que metáis a los meninos en el torno? ¿Tanto os cuesta cumplir las normas como hace el resto de la gente?

      —No traemos menino, sino yantar. Conscientes de vuestros parcos condumios, queríamos aliviaros la gazuza. No obstante, comprobado que gastáis más humos que hambres, viramos talón.

      Empuñando una descomunal llave, la monja se apresuró a descorrer el cerrojo. Cierto que gastaba humos, pero ni de chanza superaban las hambres. Habiendo almorzado un chusco de pan duro mojado en sopa aguada y cenado un par de cebollas, ya lanzaba miradas ávidas a los bichos del lugar.

      —¡Ni se os ocurra marcharos! Y no me soltéis las cabras de tan avinagrada guisa que tampoco he apagado el sol. Me he limitado a reivindicar el respeto al protocolo. No se me antoja petitoria ni desaforada ni censurable.

      Los acompañaba fray Benito y una pareja de caballeros seglares. El sacerdote vestía sotana de felpa cabellada negra, fajín también negro, sombrero de teja, manteo clerical y una esclavina sobre los hombros. Los caballeros lucían calzas de terciopelo oscuro, ropilla de lana a juego, cuello de lechuguilla, sombrero de ala ancha, botas de fieltro para lluvia y capa de bayeta segoviana.

      Del pecho de los siete pendía el cordón blanquiazul identificativo de los que militaban en la Ronda del Pan y el Huevo.

      —Muchachos, esperad aquí fuera y no arméis jaleo o la tendremos —indicó fray Benito a los criados—. Lupicinio, tú, que portas la vitualla, entra con nosotros.

      Seguido de los adultos y del joven Lupicinio, el clérigo cruzó el umbral.

      —Ave María Purísima, hermana —dijo, descubriéndose la testa—. Permitidme presentaros a don Juan Hernández de la Vega y a don Baltasar Román, mis camaradas de ronda de esta semana. Amigos, ella es sor Casilda, guardiana nocturna del torno inclusero.

      —Menudo turno glacial os ha tocado en suerte, señores —comentó la religiosa a modo de saludo—. A eso llamo yo morir por Dios. Él recompense vuestros desvelos y os reserve un aposento en el paraíso.

      —¿Cómo discurre la jornada? —inquirió fray Benito.

      —Gélida cual beso de madrastra —graznó sor Casilda—. No hay manera de burlar el relente. El castañeteo de mis dientes no amaina y los huesos me trovan penurias en cuanto amago un cimbreo. ¡Este maldito invierno terminará arramplando conmigo!

      —En mi humilde opinión, ni un ciclón arramplaría con vos. No obstante, serenaos. Ayer granizó y hoy ha nevado. Si a granizo y nevada sigue escampada, presumo menos rigurosas las temperaturas de mañana.

      —El Altísimo lo encarte, porque otra luna igual y rogaré a Belcebú un rinconcito al calor del infierno.

      —¡Hermana! —amonestó fray Benito—. Sujetad la lengua o me obligaréis a excomulgaros.

      —No digáis enormidades y sacad la manduca. Tengo más hambre que los pavos de Manolo.

      A un gesto del clérigo, Lupicinio extrajo el escantillón, una tablilla de madera agujereada en el centro.

      —¡Ángela María! —exclamó sor Casilda—. ¿De nuevo jeringando con ese trasto del demonio?

      —¿Recién me reprocháis no acatar las normas y ahora bufáis porque lo hago? —rebatió fray Benito—. ¿Qué sucede? ¿Solo observáis las que os interesan?

      —Las que me interesan a mí no; las que interesan a todos. Y la perogrullada del escantillón no interesa a nadie. Si el huevo es grande, se entregan dos y, si es menguado, se entregan tres y arreando que anochece. Cuando la cólera encorseta, las liturgias sobran, padre.

      —Esta ronda reparte un panecillo y dos huevos. Y dos son dos, señora mía, no tres ni cuatro ni los que vos consideréis oportunos. El escantillón marca el tamaño idóneo para calmar las elegías del buche y lo hace conforme a la consigna «si pasa, no pasa y, si no pasa, pasa». El huevo que no atraviesa el orificio se admite y el que lo atraviesa regresa a la canasta. Quizá coméis mejor de lo que me barruntaba y por eso os permitís el lujo de despreciar nuestros empeños. En cambio, los vasallos de la intemperie, lejos de despreciarlos, los aprecian y los encomian.

      —Está bien —concedió sor Casilda, lanzando un suspiro resignado—. Sea, pues; que comience el Cristo a padecer. Cuanto antes empecéis, antes acabaréis.

      —Adelante, Lupicinio —invitó fray Benito en actitud ceremoniosa.

      En actitud bastante menos ceremoniosa, el criado inauguró el ritual. El primer huevo atravesó el agujero del escantillón; el segundo tampoco superó la prueba; el tercero se encajó un poco, pero terminó colándose, y el cuarto también viajó al otro lado.

      —Acepto esos cuatro —anunció sor Casilda, extendiendo una mano anhelante.

      —Porfiad en tan irreverente talante y quedaréis sin ninguno —advirtió fray Benito—. Si deseáis el agasajo de la Ronda, os someteréis a sus reglas. De lo contrario, marcharemos y aviado el problema, ¿estamos?

      —Estamos, padre, estamos, pero aligerad el trámite, os lo suplico. Frente a semejante serón de víveres, una servidora quiebra las reverencias y lo que ha menester.

      —La paciencia forja glorias, hermana. Continúa, Lupicinio.

      El chico procedió y, luego de una docena de huevos fallidos, sor Casilda volvió a la carga.

      —O angostáis el ojal del cacharro, o tendréis que ajusticiar a todas las gallinas del Reino por defraudar vuestras expectativas.

      —No prestes oídos —ordenó fray Benito a Lupicinio, que lo miraba desconcertado—. Los cofrades de la gentil Ronda del Pan y el Huevo honramos sus decretos, incluido el esencial: si el huevo pasa, no pasa…

      —... y, si no pasa, pasa —remató el mozo, entonando una cantinela insolente y reveladora de un escepticismo similar al de sor Casilda—. Ya me he aprendido la vaina, patrón. Como a voacé no se le cae de la guardamuelas, al final me ha horadado el caletre.

      La monja trató de simular una sonrisita sardónica; sin embargo, los caballeros no se privaron y estallaron en carcajadas.

      —Suerte si pasa y, entonces, no pasa, ¿cierto, muchacho? —señaló uno de ellos—. Buena cuenta dais después de los huevos abortados.

      —¿Dónde porta la suerte, maese? —gruñó Lupicinio—. Los criados hemos de apencar con lo que ni siquiera se estima digno de quijadas gualdraperas.

      —¡Habló el descendiente del Cid! —saltó fray Benito, atizándole un pescozón—.