fuerte que en un susurro. Ser valiente no equivale a no tener miedo, Pete lo sabía muy bien. Ser valiente exige la presencia del miedo. Y, por lo tanto, incluso con aquella subida de adrenalina, incluso con la sensación de que el caso empezaba a cerrarse, reconoció la valentía que implicaba aquella llamada.
—Le dejaré entrar —susurró la mujer—, pero tiene que darse prisa. No tengo ni idea de cuánto tardará.
En realidad, Frank Carter nunca volvió a aquella casa. En cuestión de una hora, estaba abarrotada de agentes de policía y detectives especializados y se lanzaría una alerta para localizar a Carter y la furgoneta que conducía. Pero en aquel momento, Pete se dio prisa. El viaje hasta la casa le llevó solo diez minutos, pero fueron los más largos de su vida. Incluso con un equipo de refuerzo a sus espaldas, se sentía solo y asustado cuando llegó allí, como el protagonista de un cuento de hadas en el que el monstruo está ausente pero puede regresar en cualquier momento.
Una vez dentro, las manos temblorosas de Jane Carter abrieron la puerta que daba acceso al anexo con las llaves que le había robado previamente a su esposo. En la casa reinaba el silencio y Pete sintió una sombra cerniéndose sobre ellos.
La cerradura se abrió.
—Ahora apártense, por favor, los dos.
Jane Carter se quedó en medio de la cocina, con su hijo escondido detrás de sus piernas, y Pete se cubrió la mano con un guante y abrió la puerta.
No.
Al instante, percibió el olor caliente a carne podrida. Alumbró el interior con una linterna… y entonces aparecieron las imágenes, una a una y en rápida sucesión, las visiones y las sensaciones iluminadas como si fuesen flashes de una cámara.
No.
Todavía no.
Primero, levantó la mano y enfocó con la linterna las paredes. Estaban pintadas de blanco, pero Carter las había decorado con dibujos de toscas briznas de hierba verde en la parte inferior y mariposas infantiles revoloteando por encima. Cerca del techo, se veía una cosa amarilla y distorsionada que aspiraba a ser un sol. Y en él, había pintado una cara, con unos ojos negros y muertos mirando hacia el suelo.
Pete siguió la dirección de aquella mirada y por fin hizo descender el haz de luz.
Respirar empezó a ser complicado.
Llevaba tres meses buscando a aquellos niños, y a pesar de que siempre había anticipado un resultado como aquel, jamás había perdido la esperanza. Pero allí estaban, yaciendo en aquella oscuridad fétida y caliente. Los cuatro cuerpos parecían reales e irreales a la vez. Muñecos de tamaño natural, rotos e inmóviles, con la ropa intacta excepto la camiseta, que estaba subida para poder taparles la cara.
Tal vez lo peor de aquella pesadilla era que con los años se había vuelto tan frecuente que ya no le interrumpía el sueño. Y por eso fue el despertador lo que lo despertó a la mañana siguiente.
Se quedó tumbado unos segundos más, intentando mantener la calma. Tratar de ignorar el recuerdo era como andar a tientas en la niebla, pero se recordó que las pesadillas habían resurgido como consecuencia de los últimos acontecimientos y que con el tiempo se acallarían. Apagó el despertador.
«Gimnasio —pensó—. Papeleo. Tareas administrativas. Rutina».
Se duchó, se vistió, preparó la bolsa con ropa de deporte y para cuando bajó a prepararse un café y un desayuno ligero, el sueño ya se había aplacado y tenía las ideas bajo control. Aquello no era más que una breve interrupción en su vida, eso era todo. Y era perfectamente comprensible que remover la tierra hubiera desenterrado algún que otro fantasma mordaz, pero pronto desaparecerían. El deseo de beber volvería a debilitarse. La vida recuperaría la normalidad.
Hasta que no entró en el salón con su desayuno no vio el parpadeo de la luz roja en el teléfono móvil. No se había enterado de la llamada; tendría que escuchar el buzón de voz.
Marcó el número y escuchó el mensaje mientras masticaba despacio el desayuno.
Se obligó a engullir. Se le había formado un nudo en la garganta.
Al cabo de dos meses, Frank Carter había accedido a la visita.
Trece
—A ver, quédate junto a la pared para que te vea bien —dije—. Un poco más a la derecha. No, hacia mi derecha. Un poquito más. Eso es. Ahora, sonríe.
Era el primer día de Jake en su nueva escuela y yo estaba mucho más nervioso que él. ¿Cuántas veces se puede llegar a abrir un cajón para asegurarse de que toda la ropa está correctamente preparada? ¿Le habría puesto la etiqueta con el nombre a todo? ¿Dónde había metido la mochila con los libros y la cantimplora? Había muchísimas cosas a tener en cuenta y quería que todo fuese perfecto para él.
—¿Puedo moverme ya, papá?
—Espera.
Enfoqué con la cámara del teléfono a Jake, que estaba delante de la única pared vacía de su dormitorio vestido con su nuevo uniforme escolar: pantalón gris, camisa blanca y jersey azul; todo nuevo y limpio, por supuesto, con la etiqueta con el nombre en absolutamente todas las prendas. Sonreía con timidez y dulzura. Con el uniforme, se le veía más mayor, aunque también seguía pareciendo pequeño y vulnerable.
Di un par de golpecitos en la pantalla.
—Hecho.
—¿Puedo verlas?
—Por supuesto que sí.
Me arrodillé y Jake se apoyó en mi hombro mientras le mostraba las fotografías que acababa de hacerle.
—Estoy bien —dijo, casi sorprendido.
—Se te ve superformal —le dije.
Y era cierto. Intenté disfrutar del momento, aun estando teñido con cierta tristeza porque Rebecca tendría que haber estado también presente. Como la mayoría de los padres, Rebecca y yo habíamos hecho fotografías de Jake en el día de inicio del curso escolar, pero yo había cambiado de teléfono recientemente y a principios de semana me había dado cuenta de lo que había pasado: todas mis fotografías habían desaparecido, se habían marchado para siempre. Y para sumarle más insulto a ese dolor, tenía el teléfono de Rebecca, con todas las fotografías en su interior, pero no tenía manera de acceder a ellas. Durante más de un minuto, me había quedado mirando su teléfono con frustración, enfrentándome a la dura verdad: Rebecca se había ido, y con ella todos aquellos recuerdos.
Había intentado consolarme diciéndome que aquello no tenía importancia. Que no era más que otra broma pesada que me había jugado su pérdida, y que era una nimiedad desde el punto de vista global de las cosas. Pero me había dolido. Era un nuevo fracaso que sumar a mi cuenta.
«Haremos muchas más».
—Vamos, colega.
Antes de irnos, subí las fotos a la nube.
La escuela de enseñanza primaria Rose Terrace estaba ubicada en un edificio de escasa altura de tamaño considerable, separado de la calle mediante una verja de hierro. La parte principal era antigua y con carácter: una sola planta con tejados a dos aguas. Por encima de puertas de acceso distintas, esculpido en la piedra negra, podía leerse NIÑOS y NIÑAS, aunque indicaciones mucho más modernas daban a entender que la separación de la época victoriana se utilizaba ahora para diferenciar distintos niveles. Había visitado la escuela antes de matricular a Jake. En el interior, había un vestíbulo con suelo de parqué pulido que funcionaba como intercambiador central de las distintas aulas. Entre las puertas, las paredes estaban cubiertas con huellas de manitas impresas con pinturas de colores, con una anotación de la fecha en la que sus dueños estudiaron allí.
Jake y yo nos quedamos junto a la reja.
—¿Qué piensas?
—No