Alex North

Susurran tu nombre


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Lo habitual.

      Pero antes, llevó a cabo el ritual.

      Abrió el armario de la cocina y sacó la botella de vodka que guardaba allí. Le dio varias vueltas, sopesándola, palpando el grosor del cristal. Había una capa protectora sólida entre él y el líquido sedoso del interior. Hacía mucho tiempo que no abría una botella como aquella, pero seguía recordando a la perfección el reconfortante «clic» que se oía al girar el tapón y romper el precinto.

      Sacó la fotografía de un cajón.

      Se sentó a la mesa del comedor, con la botella y la fotografía delante de él, y se formuló la pregunta.

      «¿Quiero hacer esto?».

      A lo largo de los años, el ansia había ido y venido, aunque, hasta cierto punto, siempre había estado presente. Había muchísimas cosas que podían despertarla, pero había también momentos en los que parecía agitarse a su antojo, siguiendo su propia y retorcida agenda. La botella solía permanecer tan muerta e impotente como un teléfono móvil sin batería, pero a veces emitía una especie de destello. Y en aquel momento, el ansia era más intensa que nunca. Durante aquellos dos últimos meses, de hecho, la botella le había estado hablando cada vez con más fuerza.

      «Simplemente estás retrasando lo inevitable», le decía ahora.

      «¿Por qué obligarte a sufrir así?».

      Una botella llena, eso era importante. Servirse una copa de una botella a medias era menos reconfortante que romper el precinto de una nueva. El consuelo estaba en saber que ya habías tenido bastante.

      Palpó el precinto, tentándose. Si ejercía un poco más de presión, el precinto se rompería y la botella quedaría abierta.

      «Podrías ceder».

      «Te sentirías inútil, pero los dos sabemos que eso es lo que eres».

      La voz podía ser tanto cruel como amistosa. Tocar tanto la fibra más sensible como la menos sensible.

      «Eres un inútil. Un inepto».

      «Abre la botella».

      Y, muy a menudo, la voz era de su padre. El hombre había muerto hacía mucho tiempo, cuarenta años ya, pero Pete seguía viéndolo como si fuera ayer: gordo y despatarrado en un sillón andrajoso del sucio salón de su casa, mirándolo con desdén. Nada de lo que hacía Pete de pequeño era suficiente para él. «Inútil» e «inepto» eran palabras que había aprendido desde muy pronto y que se había acostumbrado a escuchar a menudo.

      Con la edad, Pete había acabado comprendiendo que su padre era un don nadie, que estaba decepcionado con la vida que había llevado, y que su hijo no había sido más que una especie de saco de boxeo donde descargar sus muchas frustraciones. Pero aquel ejercicio de comprensión de la realidad había sido muy tardío. Y a aquellas alturas, tenía el mensaje totalmente asimilado y formaba ya parte de su programación. Desde un punto de vista objetivo, sabía que no era cierto que fuera un inútil y un fracasado. Pero siempre tenía la sensación de que era verdad. El truco, bien explicado, seguía convenciéndolo.

      Cogió la fotografía de Sally. Tenía muchos años y había ido perdiendo el color; era como si el papel estuviera intentando borrar la imagen que tenía impresa para volver a su estado original. Los dos aparecían felices, con la cara del uno pegada a la del otro. La fotografía era de un día de verano. Sally rebosaba alegría y sonreía al sol, mientras que Pete entrecerraba los ojos para protegerse de la luminosidad y también esbozaba una sonrisa.

      «Esto es lo que te pierdes si bebes».

      «Por eso no merece la pena».

      Se quedó unos minutos más allí sentado, respirando despacio, hasta que guardó la botella y la fotografía y empezó a preparar la cena. Era fácil entender por qué el ansia se había reforzado en las últimas semanas y por eso era bueno que su implicación en el caso se hubiera quedado finalmente en nada.

      «Dejemos que el ansia se intensifique a la luz de los recientes acontecimientos —pensó—. Que tenga su momento. Y que luego se extinga».

      Once

      Aquella noche, como siempre, me costó conciliar el sueño.

      Mucho tiempo atrás, cuando acababa de publicar un nuevo libro, asistía a eventos e incluso hacía alguna que otra gira para firmar ejemplares. Generalmente iba solo y me alojaba después en habitaciones desconocidas de hoteles, echando de menos a mi familia. Siempre me costaba dormir sin Rebecca a mi lado.

      Y seguía costándome, ahora que nunca volvería a estarlo. Antes, si extendía el brazo hacia el lado frío de la cama de un hotel, podía imaginarme que ella estaba haciendo lo mismo en casa, que podíamos percibir nuestros propios fantasmas. Pero después de su muerte, siempre que extendía el brazo en nuestra cama, no percibía otra cosa que no fuera el gélido vacío de las sábanas impolutas. Pensaba que tal vez una nueva casa y una nueva cama cambiarían esa sensación, pero no había sido así. Cuando extendía el brazo en nuestra antigua casa, sabía al menos que Rebecca había dormido allí.

      Permanecí mucho rato despierto, echándola de menos. Por mucho que la mudanza hubiera sido la decisión acertada, era consciente de que la distancia entre Rebecca y yo había aumentado. Dejarla atrás era terrible. Y no podía dejar de imaginarme su espíritu en nuestra antigua casa, mirando por la ventana, preguntándose dónde se habría ido su familia.

      Lo cual me hizo pensar en la amiga imaginaria de Jake. En la niña que había dibujado. Intenté alejar de mi cabeza aquella imagen, concentrarme en la tranquilidad que se respiraba en Featherbank. El mundo, detrás de las cortinas, parecía silencioso e inmóvil. La casa estaba inmersa en silencio.

      Y así, al cabo de un buen rato, comencé a adormilarme.

      Cristales rotos.

      Mi madre chillando.

      Un hombre gritando.

      —Papá.

      Me desperté sobresaltado de la pesadilla, desorientado, apenas consciente de que Jake me estaba llamando y de que, en consecuencia, tenía que hacer algo.

      —¡Espera! —grité.

      Vi una sombra moverse a los pies de la cama y el corazón me dio un vuelco.

      Me senté rápidamente.

      «Dios mío».

      —Jake, ¿eres tú?

      La pequeña sombra avanzó desde los pies de la cama hasta situarse a mi lado. Por un momento, no estuve en absoluto convencido de que fuera él, pero luego se acercó lo bastante como para reconocer la forma de su pelo. Aunque no le veía la cara. Quedaba totalmente oculta por la oscuridad de la habitación.

      —¿Qué haces, colega? —Seguía con el corazón acelerado, tanto por lo que estaba sucediendo como por el residuo de la pesadilla de la que acababa de despertarme—. Aún no es hora de levantarse. Ni mucho menos.

      —¿Puedo dormir contigo esta noche?

      —¿Qué?

      No lo había hecho nunca. De hecho, Rebecca y yo siempre nos habíamos mantenido firmes en las escasas ocasiones en las que lo había sugerido, ya que dábamos por supuesto que si cedíamos, aunque fuese solo una vez, sería adentrarse en terreno resbaladizo.

      —Eso nunca lo hacemos, Jake. Lo sabes.

      —Por favor.

      Me di cuenta de que estaba hablando bajito expresamente, como si hubiera alguien en otra habitación, alguien que no quería que nos oyera.

      —¿Qué pasa? —pregunté.

      —He oído un ruido.

      —¿Un ruido?

      —Fuera, al otro lado de mi ventana, hay un monstruo.

      Seguí