Alex North

Susurran tu nombre


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Frank Carter se encontraron los restos de cuatro de los niños desaparecidos, pero el cuerpo de su última víctima, Tony Smith, nunca se recuperó. A nadie le quedaba la menor duda de que Carter era el responsable de los cinco asesinatos, y él nunca lo había negado. Pero también era cierto que el caso presentaba algunas inconsistencias. Nada que pudiera haber exonerado al criminal; simplemente pequeños cabos sueltos que dejaron la investigación deshilachada y poco limpia. Uno de los secuestros se había producido dentro de un periodo de tiempo determinado, pero Carter tenía una coartada para la mayor parte de aquel periodo, lo que no hacía imposible que hubiera secuestrado al niño, pero sí ampliaba las probabilidades. Por otro lado, había relatos de testigos que, pese a no ser definitivos, describían a un individuo distinto en determinadas escenas. Las pruebas forenses encontradas en casa de Carter eran abrumadoras y había declaraciones de testigos que eran mucho más concretas y fiables, pero siempre había quedado una sombra de duda con respecto a si Carter había actuado solo.

      Pete no estaba seguro de si compartía o no esa duda, y prácticamente siempre se esforzaba por ignorar aquella posibilidad. Pero era evidente que esa era la razón por la que lo habían convocado a aquel despacho. Y como cualquier horror al que no quedaba otro remedio que enfrentarse, era preferible sacarlo a la luz y abordarlo. De modo que decidió ignorar la pregunta del inspector jefe e ir al grano.

      —¿Puedo preguntar de qué va todo esto?

      Lyons se quedó dudando.

      —Lo que vamos a hablar ahora no puede salir de las cuatro paredes de este despacho, ¿queda claro?

      —Por supuesto.

      —Las filmaciones de las cámaras de videovigilancia sugieren que Neil Spencer caminó en dirección hacia aquel descampado y que, en algún punto de los alrededores, desapareció. La búsqueda ha sido infructuosa hasta el momento. Hemos rastreado todos los lugares donde podría haber sufrido un accidente. No está ni con amigos ni con familiares. Nos vemos, por lo tanto, obligados a considerar otras posibilidades. ¿Inspectora Beck?

      Fue como si Amanda Beck, que estaba sentada al lado de Pete, cobrara vida de repente. Y cuando habló, lo hizo un poco a la defensiva.

      —Hemos considerado el resto de las posibilidades desde el principio, claro está. Hemos hecho visitas puerta a puerta. Hemos entrevistado a todos los candidatos habituales. Pero nuestros esfuerzos no nos han llevado aún a ningún lado.

      «Aquí hay algo más», pensó Pete.

      —¿Y?

      Beck respiró hondo.

      —Y hace una hora, he entrevistado de nuevo a los padres. En busca de algo que se me hubiera pasado por alto. De algún tipo de pista. Y la madre me ha contado una cosa. Que no había mencionado antes porque lo consideraba una tontería.

      —¿Y esa cosa es?

      Pero supo la respuesta incluso antes de formular la pregunta. Tal vez no la forma exacta que adoptaría, pero sí bastante aproximada. Era como si en el transcurso de la reunión, se hubieran ido uniendo las piezas de una nueva pesadilla hasta formar una sola imagen.

      Un niño desaparecido.

      Frank Carter.

      Un cómplice.

      Beck añadió entonces la última pieza.

      —Hace unas semanas, Neil despertó a su madre en plena noche. Le dijo que había visto un monstruo al otro lado de la ventana de su habitación. Las cortinas estaban abiertas, como si realmente hubiera estado mirando al exterior, pero allí no había nada…

      Hizo una pausa.

      —El niño dijo que le habían estado hablando en susurros.

Segunda parte

      Ocho

      Jake estaba emocionado cuando recogimos la llave en la agencia inmobiliaria de Featherbank, mientras que yo, al volante del coche y rumbo hacia nuestro nuevo hogar, me sentía simplemente ansioso. ¿Y si la casa no era tal y como la recordaba de las visitas? ¿Y si nada más entrar me daba cuenta de que odiaba aquel lugar o, peor aún, de que Jake lo odiaba?

      Todo aquello, entonces, no habría servido de nada.

      —Deja de darle patadas al asiento de delante, Jake.

      El tamborileo de los pies se detuvo, pero empezó otra vez casi de inmediato. Suspiré para mis adentros y tomé una curva. Pero Jake estaba tan emocionado, lo cual era excepcional en él, que decidí ignorarlo. Al menos, uno de los dos estaba feliz.

      Hacía un día estupendo. Y dejando aparte mis nervios, era imposible negar que Featherbank estaba precioso bajo el sol de finales de verano. Era una zona residencial, y a pesar de estar a solo ocho kilómetros de distancia de un ajetreado centro de ciudad, daba la sensación de estar en medio del campo. Junto al río, en el extremo sur del pueblo, había calles adoquinadas y pequeñas casitas. Más al norte, alejándose de una única calle de tiendas, había callejuelas empinadas flanqueadas por hermosas casas con fachadas de piedra, y la mayoría de las aceras tenían árboles con un follaje espléndidamente verde y tupido. Si bajabas la ventanilla, el ambiente olía a hierba recién cortada y se oía música y niños jugando. Era un lugar pacífico y tranquilo, con un devenir tan lento y cálido como una mañana de pereza.

      Llegamos a nuestra nueva calle, que era una silenciosa travesía residencial con un campo a un lado. La flanqueaban más árboles y el sol se abría paso entre las hojas moteando la hierba con su luz. Intenté imaginarme a Jake correteando por allí, delante de nuestra casa, con su camiseta brillando bajo el sol. Tan feliz como parecía en aquellos momentos.

      Nuestra casa.

      Habíamos llegado.

      Aparqué en el camino de acceso. La casa tenía el mismo aspecto, claro está, pero el edificio parecía tener distintas formas de mirar el mundo. Cuando la vi por primera vez, me había parecido intimidante y amedrentadora, casi peligrosa, y luego, en la segunda ocasión, me había dado la impresión de que tenía carácter. Ahora, solo por un instante, la curiosa disposición de las ventanas me recordó la imagen de una cara después de una paliza, con un ojo entreabierto por encima de una mejilla magullada, el cráneo aporreado y asimétrico. Meneé la cabeza y la imagen desapareció. Pero la sensación de malestar siguió allí.

      —Entremos, pues —dije en voz baja.

      Fuera del coche, el día era tranquilo y silencioso. Sin una pizca de brisa que agitase el aire caliente, estábamos como en una cápsula de silencio. Pero a medida que nos acercamos a la casa, noté que el mundo canturreaba levemente y tuve la impresión de que las ventanas nos observaban, o que tal vez, desde detrás de los cristales, nos observaba algo que no alcanzaba a ver. Introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta y me recibió una bocanada de aire cargado. Por un segundo, el olor fue como si la casa llevase más tiempo cerrada de lo que en realidad debía de llevar, tal vez incluso de algo abandonado al sol, pero enseguida, lo único que detecté fue el tufillo a lejía de los productos de limpieza.

      Jake y yo recorrimos la casa abriendo puertas y armarios, encendiendo y apagando luces, descorriendo y cerrando cortinas. Nuestros pasos resonaban; por lo demás, el silencio era absoluto. Aun así, mientras íbamos pasando por todas las habitaciones, no pude quitarme de encima en ningún momento la sensación de que no estábamos solos. De que allí había alguien más, escondido de nuestra vista, y de que si conseguía girarme lo suficientemente rápido y en el momento adecuado, vería una cara asomando por el umbral de alguna puerta. Era una sensación estúpida e irracional, pero estaba allí. Y Jake tampoco ayudaba. Estaba emocionado y corría de habitación en habitación, pero de vez en cuando, captaba una expresión de perplejidad en su cara, como si estuviera esperando encontrar algo que no estaba allí.

      —¿Es esta mi habitación, papá?

      El que iba a ser su cuarto estaba en la primera planta, un poco por encima de la altura del pasillo, por lo que su ventana era más pequeña que el resto: el