internet en casa. Amanda volvió a cargar las filmaciones de las cámaras de videovigilancia y empezó a examinarlas desde otros puntos de vista, concentrándose menos en la presa y más en los depredadores potenciales que pudiera haber.
Los padres de Neil fueron interrogados de nuevo.
—¿Les expresó su hijo algún tipo de preocupación relacionada con la atención no deseada que pudieran prestarle otros adultos? —preguntó Amanda—. ¿Les mencionó que alguien lo hubiera abordado?
—No. —El padre de Neil se sintió casi insultado con aquella sugerencia—. De haber pasado, bien que habría hecho rápidamente algo para solucionarlo, ¿no le parece? Y no jodamos, ¿no cree que ya se lo hubiera mencionado de haber sido así?
Amanda sonrió educadamente.
—No —dijo la madre de Neil.
Aunque con menos rotundidad.
Cuando Amanda la presionó, la mujer dijo que sí que recordaba algo. Y que no se le había pasado por la cabeza informar al respecto en su momento, ni siquiera cuando Neil desapareció, porque había sido una cosa tan extraña, tan tonta, y que, además, estaba tan dormida cuando sucedió, que apenas se acordaba.
Amanda volvió a sonreír educadamente y reprimió el impulso de arrancarle la cabeza a aquella mujer.
Diez minutos más tarde, estaba en la planta de arriba, en el despacho de su superior, el inspector jefe Colin Lyons. Independientemente de que la causa fuera el agotamiento o los nervios, Amanda se vio obligada a llevarse la mano a la pierna para impedir que siguiera temblando. Lyons también estaba afectado. Se había implicado mucho en la investigación y comprendía tan bien como Amanda la situación a la que con toda probabilidad se enfrentaban. Incluso así, aquel último avance no era el que le habría gustado escuchar.
—Esto no tiene que llegar a los medios de comunicación —dijo en voz baja Lyons.
—No, señor.
—¿Y la madre? —Se quedó mirándola, repentinamente alarmado—. Imagino que ya le habrá dicho que no comente nada en público… Nada de nada.
—Sí, señor.
«Sí, señor, ¡no soy gilipollas!». Aunque Amanda dudaba de que hubiera sido necesario. El tono de una buena parte de la prensa era ya crítico y acusatorio, y los padres de Neil tenían suficiente sentimiento de culpa que gestionar sin necesidad de buscar más a propósito.
—Bien —dijo Lyons—. Porque…
—Lo sé, señor.
Lyons se recostó en su asiento, cerró los ojos unos segundos y respiró hondo.
—¿Conoce el caso?
Amanda se encogió de hombros. Todo el mundo conocía el caso. Lo cual no equivalía a «conocerlo».
—No hasta el mínimo detalle —respondió.
Lyons abrió los ojos y se quedó mirando el techo.
—Entonces, necesitaremos ayuda —sentenció.
A Amanda se le cayó el alma a los pies al oír aquello. Para empezar, llevaba dos días trabajando hasta el agotamiento y no le gustaba la idea de tener que compartir ahora el trofeo que podía llegar a reportarle aquel caso. Por otro lado, estaba el espectro que se cernía sobre todo aquello.
Frank Carter.
El Hombre de los Susurros.
Aplacar el miedo de la población sería ahora mucho más complicado. Imposible, incluso, si este nuevo detalle salía a la luz. Tendrían que tener muchísimo cuidado.
—Sí, señor.
Lyons descolgó el teléfono de su mesa.
Y de este modo fue cómo, en el momento en que el tiempo transcurrido desde la desaparición de Neil Spencer se acercaba al final del periodo crucial de las primeras cuarenta y ocho horas, el inspector Pete Willis se vio implicado de nuevo en la investigación.
Siete
Y no es que quisiera estar implicado.
La filosofía de Pete era relativamente simple, y el paso de los años la había incrustado hasta tal punto en su persona, que en aquel momento era algo más implícito que deliberado: una plantilla sobre la que estaba construida su vida.
El diablo siempre acaba encontrando trabajo para las manos ociosas.
Y los malos pensamientos encuentran cabezas vacías.
Por eso procuraba mantener las manos atareadas y la mente ocupada. La disciplina y la estructura eran importantes para él, y después de la ausencia de resultados en el descampado, había pasado la mayor parte de las últimas cuarenta y pico horas haciendo exactamente lo mismo que hacía siempre.
A primera hora de la mañana estaba en el gimnasio del departamento: levantamiento de pesas, dorsales, deltoides posterior. Cada día trabajaba una parte distinta del cuerpo. No era una cuestión de vanidad o de salud, sino que la soledad y la concentración que conllevaban el ejercicio físico le proporcionaban una distracción reconfortante. Después de tres cuartos de hora, siempre se sorprendía al descubrir que su mente se había quedado prácticamente vacía durante todo aquel rato.
Y aquella mañana, había conseguido no pensar en absoluto en Neil Spencer.
Luego, había pasado la mayor parte de la jornada arriba, en su despacho, donde la multitud de casos menores que se apilaba sobre su mesa le había mantenido distraído. Cuando era más joven e impetuoso, seguramente habría anhelado gestionar casos más emocionantes que los crímenes triviales que lo ocupaban ahora, pero en la actualidad valoraba la calma que le proporcionaban aquellas aburridas minucias. La emoción no solo era algo excepcional en el trabajo policial, sino que además era mala, puesto que normalmente significaba que la vida de una persona había sido segada. Desear emociones era desear dolor, y Pete ya había tenido una ración más que suficiente de ambas cosas. Los robos de coches, los atracos en tiendas, las comparecencias en los tribunales por interminables crímenes banales, le aportaban consuelo. Hablaban a voces de una ciudad que latía en silencio; quizás no era perfecta, ni mucho menos, pero que tampoco se desmoronaba.
Sin embargo, a pesar de no estar directamente implicado en la investigación relacionada con Neil Spencer, era imposible evitarla por completo. La desaparición de un niño proyecta siempre una sombra muy alargada y el caso se había convertido rápidamente en el más destacado del departamento. Los agentes hablaban sobre él por los pasillos: dónde puede estar Neil, qué puede haberle pasado, y luego estaban los padres, claro. Las especulaciones en este sentido eran las más murmuradas y aunque habían sido desaconsejadas oficialmente se seguían oyendo de todas formas: la irresponsabilidad de dejar que un niño tan pequeño vuelva andando a casa solo. Sin poder evitarlo, empezó a rememorar conversaciones similares que había oído veinte años atrás y por ello no se entretuvo a escucharlas; ahora, igual que sucedió en su día, no pensaba fomentarlas.
Justo antes de las cinco, estaba sentado tranquilamente en su despacho planteándose qué haría por la noche. Vivía solo y apenas socializaba, de modo que había adquirido la costumbre de estudiar libros de cocina y realizar a menudo platos elaborados que disfrutaba luego a solas en la mesa. Después, veía alguna película o leía un libro.
Y el ritual, por supuesto.
La botella y la fotografía.
Y aun así, mientras recogía sus cosas para irse, se dio cuenta de que tenía el pulso más acelerado de lo normal. La noche anterior, la pesadilla había vuelto por vez primera en muchos meses: Jane Carter susurrándole al teléfono: «Tiene que darse prisa». Sin poder evitarlo, le había resultado imposible escapar por completo del caso de Neil Spencer, lo que significaba que los pensamientos y los recuerdos oscuros estaban algo más cerca de la superficie de lo que le gustaría. Y por eso, mientras se estaba poniendo la chaqueta, no le sorprendió del todo que empezara a sonar