el suelo, reuniendo los rotuladores de colores que habían quedado desperdigados por la mañana.
—¿Y la palabra mágica?
—Por favor.
—Sí, claro que sí. —Se lo dejé a su lado—. ¿Un sándwich de jamón?
—¿Puedo comer un caramelo en vez de eso?
—Después.
—Vale.
Despejé un poco de sitio en la cocina, unté con mantequilla dos rebanadas de pan, puse tres lonchas de jamón en el sándwich y lo dividí en cuatro partes. Intentando luchar contra la depresión. Un pie detrás de otro. Siempre avanzando.
No pude evitar pensar en lo que había pasado en el Club 567, en Jake diciéndole adiós a una mesa vacía. Mi hijo siempre había tenido amigos imaginarios, de toda la vida. Siempre había sido un niño solitario; tenía un carácter tan cerrado e introspectivo que parecía ahuyentar a los demás niños. Los días buenos, me imaginaba que era porque tenía una personalidad independiente y se sentía feliz siendo así, y me decía a mí mismo que no pasaba nada. La mayoría de las veces, sin embargo, me preocupaba.
¿Por qué no podía ser Jake más parecido a los demás niños?
¿Más «normal»?
Era un pensamiento desagradable, lo sabía, pero era simplemente porque quería protegerlo. Cuando eres tan callado y solitario como Jake, el mundo puede llegar a ser brutal contigo, y no quería que pasase por lo que yo había pasado a esa edad.
Pero hasta ese momento, los amigos imaginarios se habían manifestado sutilmente, en forma de pequeñas conversaciones que mantenía consigo mismo, y aquel nuevo avance no me gustaba nada. No me cabía la menor duda de que la niña con la que me había dicho que se había pasado el día hablando solo existía en su cabeza. Además, era la primera vez que reconocía un hecho como aquel en voz alta, que hablaba con alguien delante de otra gente, y la situación me asustaba un poco.
Rebecca nunca se había mostrado preocupada por el tema. «Jake está bien, hay que dejar que sea él mismo». Y como ella sabía más que yo sobre prácticamente todo, siempre había intentado obedecerla. ¿Pero y ahora? Ahora empezaba a preguntarme si Jake necesitaba ayuda.
Aunque, a lo mejor, simplemente estaba siendo él mismo.
Era una cosa abrumadora más que tendría que haber sido capaz de gestionar, pero no sabía cómo. No sabía cuál era el camino correcto a seguir, ni cómo ser un buen padre para mi hijo. Ojalá Rebecca siguiera aquí.
«Te echo de menos…».
Pero si continuaba con aquella corriente de pensamientos sabía que acabaría llorando, de modo que la corté en seco y cogí el plato. Y entonces, oí que Jake estaba hablando en voz baja en el salón.
—Sí —dijo.
Y luego a modo de respuesta a algo que no pude oír:
—Sí, ya lo sé.
Sentí un escalofrío.
Me acerqué sin hacer ruido a la puerta, pero no crucé el umbral todavía, sino que me quedé allí escuchando. Desde donde estaba, no podía ver a Jake, pero la luz del sol que se filtraba a través de la ventana proyectaba su sombra junto al sofá: una forma amorfa, no reconocible como humana, pero que se movía ligeramente, como si estuviese balanceándose sobre sus rodillas.
—Sí que lo recuerdo.
Hubo unos segundos de silencio en los que el único sonido que escuché fue el latido de mi corazón. Me di cuenta de que contenía la respiración. Cuando volvió a hablar, lo hizo subiendo el tono de voz, y parecía enfadado.
—¡No quiero decirlo!
Y finalmente, crucé la puerta.
Por un momento, no supe qué iba a encontrarme. Pero Jake estaba agachado en el suelo, exactamente donde lo había dejado, con la diferencia de que ahora estaba mirando hacia un lado y había dejado abandonado el dibujo. Seguí la dirección de su mirada. No había nadie, claro está, pero miraba tan fijamente el espacio vacío, que me resultó fácil imaginarme una presencia allí mismo.
—¿Jake? —dije sin levantar mucho la voz.
No me miró.
—¿Con quién hablabas?
—Con nadie.
—Te he oído hablar.
—Con nadie.
Y entonces, se giró un poco hacía mí, cogió de nuevo el rotulador y empezó a dibujar otra vez. Avancé un paso más hacia él.
—¿Podrías dejar el rotulador y responderme, por favor?
—¿Por qué?
—Porque es importante.
—No estaba hablando con nadie.
—¿Y por qué no dejas el rotulador si acabo de decirte que lo hagas?
Pero siguió dibujando. La mano empezó a moverse con más pasión y el rotulador a trazar círculos desesperados alrededor de las figuritas.
Mi frustración aumentó hasta transformarse en enfado. A menudo, me daba la sensación de que Jake era un problema que yo era incapaz de resolver y me odiaba a mí mismo por ser tan inútil y tan poco efectivo. Por otro lado, me ofendía también que no me diera nunca ni una sola pista. Que no pudiéramos alcanzar algún tipo de acuerdo entre ambas partes. Yo quería ayudarlo; quería saber que estaba bien. Pero no me daba la impresión de que pudiera conseguirlo solo.
Me di cuenta de que, inconscientemente, estaba sujetando el plato con una fuerza excesiva.
—Ya tienes preparado el sándwich.
Lo dejé en el sofá, sin esperar a ver si dejaba o no de dibujar. Y volví directamente a la cocina, me apoyé en la encimera y cerré los ojos. Sin saber por qué, el corazón me latía a toda velocidad.
«Te echo mucho de menos —pensé, dirigiendo mi lamento a Rebecca—. Ojalá estuvieras aquí. Por muchos motivos, pero ahora mismo, porque creo que me veo incapaz de hacer esto».
Rompí a llorar. Daba igual. Sabía que Jake pasaría un rato dibujando o comiendo y que no aparecería por la cocina. ¿Por qué iba a hacerlo, si solo me encontraría a mí? De modo que daba igual. Mi hijo podía pasarse un buen rato hablando en voz baja con gente que ni siquiera existía. También podía hacerlo yo, mientras no levantara mucho la voz.
—Te echo de menos.
Aquella noche, como siempre, subí a Jake en brazos a la cama. Desde la muerte de Rebecca, siempre lo habíamos hecho así. Jake se negaba a mirar hacia el lugar donde había descubierto su cuerpo y se aferraba a mí con fuerza, conteniendo la respiración y con la cara pegada a mi hombro. Todas las mañanas, todas las noches, cada vez que necesitaba ir al baño. Yo lo entendía, pero empezaba a pesarme, y no solo en sentido literal.
Confiaba en que eso cambiara pronto.
En cuanto se hubo dormido, bajé y me senté en el sofá con una copa de vino y mi iPad y cargué la página con los detalles de nuestra nueva casa. Mirar las fotografías me hizo sentirme incómodo, pero de otra manera.
Podría decir, sin miedo a equivocarme, que la casa la había elegido Jake. Yo no había conseguido verle la gracia de entrada. Era una casa pequeña, a cuatro vientos, vieja, de dos plantas, con el aspecto de una cabaña destartalada. Y, además, era un poco rara. Las ventanas presentaban una disposición algo estrambótica y costaba imaginar cómo sería la planta interior y, por otro lado, el ángulo del tejado estaba un poco descuadrado, de tal modo que cuando lo mirabas de frente, el edificio parecía adoptar una postura inquisitiva, tal vez incluso de enojo. Pero transmitía también una sensación más general, un cosquilleo en la nuca. Cuando la había visto por primera vez, aquella casa me había puesto nervioso.
Pero aun