que estabas soñando, colega.
Jake hizo un gesto de negación con la cabeza que vislumbré a pesar de la oscuridad.
—Me ha despertado. Me he acercado a la ventana y allí se oía más fuerte. Y he querido abrir las cortinas, pero me ha dado miedo.
«Habrías visto el campo que hay al otro lado de la calle, completamente a oscuras —pensé—. Y nada más». Pero me estaba hablando tan serio, que comprendí que no podía decírselo.
—De acuerdo. —Salí de la cama—. Vayamos a comprobarlo.
—No vayas, papá.
—A mí no me dan miedo los monstruos, Jake.
Me siguió hacia el pasillo y encendí la luz de lo alto de la escalera. Pero cuando entré en su cuarto, dejé su luz apagada y me aproximé a la ventana.
—¿Y si hay algo ahí fuera?
—No hay nada —dije.
—¿Pero y si lo hay?
—Pues me ocuparé del tema.
—¿Le darás un puñetazo en toda la cara?
—Claro. Pero ahí afuera no hay nada.
Sin embargo, en realidad no me sentía tan confiado como aparentaba. Las cortinas cerradas parecían un mal presagio. Me detuve un momento a escuchar, pero no había nada que oír. Y era imposible que allí fuera hubiera alguien.
Descorrí las cortinas.
Nada. Solo la diagonal del camino en el jardín, la calle vacía más allá y luego la extensión oscura del campo perdiéndose en la distancia. El tenue reflejo de mi cara miraba hacia la habitación. Pero allí fuera no había nada más. El mundo entero parecía estar durmiendo pacíficamente, todo lo contrario de lo que me sucedía a mí.
—¿Lo ves? —Me esforcé por mostrarme paciente—. Ahí fuera no hay nadie.
—Pero lo había.
Cerré la cortina y me puse en cuclillas.
—Jake, a veces los sueños pueden llegar a parecer muy reales. Pero no lo son. ¿Cómo quieres que haya alguien al otro lado de esta ventana si estamos en un primer piso?
—Podría haber escalado por la tubería.
Me dispuse a replicar, pero entonces recordé el exterior de la casa. La tubería de desagüe del tejado pasaba justo al lado de aquella ventana. Se me pasó por la cabeza una idea ridícula. Si cierras la puerta con llave y cadena de seguridad para que no pueda entrar un monstruo, ¿qué otra alternativa le queda que trepar y entrar por otra vía?
Una estupidez.
—Ahí fuera no hay nadie, Jake.
—¿Puedo dormir contigo esta noche, papá? ¿Por favor?
Suspiré para mis adentros. Era evidente que Jake no pensaba dormir solo en su habitación y era demasiado tarde o demasiado temprano para ponerse a discutir. No sabía si tarde o temprano. Lo más fácil era ceder.
—De acuerdo. Pero solo esta noche. Y sin moverse mucho, ¿vale?
—Gracias, papá. —Cogió su Estuche de Cosas Especiales y me siguió—. Te prometo que no me moveré mucho.
—A ver si es verdad. ¿Y qué me dices de robarme la manta?
—Eso tampoco lo haré.
Apagué la luz del pasillo y nos metimos en la cama, Jake en el que tendría que haber sido el lado de Rebecca.
—¿Papá? —preguntó—. ¿Estabas teniendo una pesadilla?
Cristales rotos.
Mi madre chillando.
Un hombre gritando.
—Sí —respondí—. Supongo que sí.
—¿Y de qué iba?
El sueño se había desdibujado un poco, pero era tanto un recuerdo como una pesadilla. Me veía yo de pequeño, caminando hacia la puerta que daba acceso a la cocina de la casa en la que me había criado. En el sueño, era tarde, y el ruido de la planta de abajo me había despertado. Me había quedado en la cama tapado hasta arriba con las mantas y agazapado de miedo, intentando simular que todo iba bien, aun sabiendo que no era así. Al final, había bajado de puntillas las escaleras, no por el deseo de ver qué estaba pasando, sino atraído por ello, sintiéndome pequeño, aterrado e impotente.
Recordaba haberme aproximado por el pasillo oscuro hacia la cocina iluminada, haber oído los gritos procedentes de allí dentro. La voz de mi madre sonaba enojada pero sin subir el tono, como si creyera que yo seguía durmiendo e intentara mantenerme al margen de todo aquello, pero la voz del hombre era potente e indiferente. Las palabras de los dos se solapaban. Era imposible saber qué estaban diciendo, pero yo sabía que eran cosas desagradables y que la discusión iba en aumento, acelerándose hacia algo realmente espantoso.
La puerta de la cocina.
Llegué a ella justo a tiempo de ver la cara colorada del hombre, contorsionada por la rabia y el odio, en el momento en que lanzaba con todas sus fuerzas un vaso contra mi madre. A tiempo de verla apartarse, aunque demasiado tarde, y de oírla gritar.
Fue la última vez que vi a mi padre.
Hacía muchísimo tiempo, pero el recuerdo seguía ascendiendo a la superficie de vez en cuando. Seguía abriéndose paso a tientas hasta lograr desenterrarse.
—De cosas de mayores —le dije a Jake—. A lo mejor te lo cuento algún día, pero no era más que un sueño. Y no pasa nada. Tenía un final feliz.
—¿Qué pasaba al final?
—Pues que aparecías tú.
—¿Yo?
—Sí. —Le alboroté el pelo—. Y entonces te ibas a dormir.
Cerré los ojos y nos quedamos tanto rato en silencio que di por sentado que Jake se había quedado dormido. En un momento dado, extendí el brazo hacia el lado y descansé la mano sobre la colcha, por encima de él, como si quisiera asegurarme de que seguía allí. Los dos juntos. Mi pequeña y herida familia.
—Susurros —dijo Jake en voz baja.
—¿Qué?
—Susurros.
Su voz sonaba tan remota que pensé que ya estaba soñando.
—Que en la ventana se oían susurros.
Doce
«Tiene que darse prisa».
En el sueño, Jane Carter le susurraba por teléfono a Pete. Su voz sonaba débil y apremiante, como si estuviera diciendo la cosa más aterradora del mundo.
Y estaba haciéndolo, de todos modos. Por fin.
Pete estaba sentado en su despacho y el corazón le aporreaba el pecho. Había hablado con la esposa de Frank Carter varias veces a lo largo de la investigación. La había esperado disimuladamente a la salida de su trabajo o había caminado a su lado por calles concurridas, siempre procurando no ser visto con ella en algún lugar que pudiera conocer su marido. Era como si hubiera estado haciendo intentos encubiertos de convertirla en espía, lo cual imaginaba que no se alejaba mucho de la verdad.
Jane había proporcionado coartadas a su marido. Lo había defendido. Pero desde el primer encuentro que había tenido con ella, Pete había visto claro que, con toda la razón del mundo, le tenía un miedo aterrador a Frank, y había puesto todo su empeño en convertirla: en convencerla de que podía hablar con él sin correr riesgos. De que podía retirar lo que había dicho y contar la verdad sobre su marido: «Hable conmigo, Jane. Y me aseguraré de que Frank no pueda hacerles más daño, ni a usted ni a su hijo».
Y