siglo de su fundación; verle derribando poco a poco, y uno por uno, los templos del hombre, y elevando también uno por uno los templos de Dios […] es el espectáculo más sublime que es dado contemplar a la raza humana. De este cuadro de inmensas dimensiones, he tomado uno de sus interesantes episodios, y sobre él he escrito algunas páginas, que doy al público. Si ellas nada valen bajo el punto de vista literario, sí tienen valor bajo el punto de vista religioso, porque ellas son la ofrenda del alma, cuya fe está intacta, cuya creencia no ha vacilado [El énfasis es mío].4
Campos Coello no pudo haber sido más explícito. Celebra sus intenciones didácticas por sobre sus cualidades artísticas. La crítica literaria ha sugerido ya que esta novela concuerda con el proyecto reformador del presidente Gabriel García Moreno (Guayaquil, 1821-Quito, 1875), porque apuntala la intención de crear un sistema de instrucción pública controlada por la Iglesia católica.5 Debo acotar que Campos Coello fue en realidad un político moderado, que se mantuvo lejos de los radicalismos y que, cuando el régimen de Eloy Alfaro (Montecristi, 1842-Quito, 1912) se afianzó políticamente, decidió retirarse de la vida pública. Con todo, es evidente que supo transmitir su convicciones religiosas y cívicas a través de su novela. Su retórica tiene un doble origen, clerical y jurídico, quizá porque estudió primero en el Colegio Americano de Roma y luego Jurisprudencia en la Universidad de Guayaquil. Con seguridad, siempre tuvo la convicción de que la literatura debía construir sujetos ideales para el Estado y la Iglesia en igual medida. Por eso el héroe de su novela, y modelo de ciudadanía, es un mártir cristiano: San Eustaquio, conocido como Plácido antes de ser bautizado.
Probablemente impulsado por la fragmentación interna del país, Campos Coello buscó paradigmas comunes a los diversos grupos étnicos y políticos, que todos pudieran aceptar como propios. Tales parámetros se encontraban exclusivamente en la religión dominante. Y las vidas de santos, las hagiografías, eran modelos discursivos conocidos por los destinatarios de esta obra. Aunque el género novelesco atravesaba en esos años un proceso de formación en todo el continente, Campos Coello ya conocía el poder mediador que tenía, debido a sus estudios y viajes por Europa. El mártir cristiano que protagoniza su novela se parece mucho a los héroes de la Independencia americana o a cualquier otro personaje patriótico, porque los valores que representa pertenecen a una matriz religiosa compartida por los letrados criollos de todos los países y tendencias partidistas. Por estas razones, Plácido es una novela nacional, aunque no hable directamente de la historia del Ecuador.
El poder persuasivo de los discursos novelescos del siglo XIX se asienta, sobre todo, en la naturaleza retórica y la dirección pedagógica que los autores le asignaban a la literatura. El humanismo cristiano en el que todos se habían educado les había enseñado que era indispensable deleitar para instruir, y que solamente instruyendo a los receptores se podía persuadirlos. Los manuales de retórica y poética eran muy usados en la época, y guiaban a los maestros en las escuelas y colegios. Los novelistas del siglo XIX se formaron con textos similares, en las instituciones primarias y secundarias, independientemente de la posición partidista que asumieran luego en la adultez. Algunos de ellos, inclusive, tradujeron y adaptaron aquellos manuales, como una manera de complementar la labor educativa y proselitista que llevaron a cabo a través de sus ficciones. Si bien podemos hallar aplicadas estas estrategias discursivas en casi todas las novelas del siglo XIX, en ninguna es tan evidente como en Plácido, cuya estructura, con todos sus giros retóricos, ha sido ya analizada por la crítica literaria (Carrasco, 2011: 58).
En esta novela el contenido educativo aparece, principalmente, en las opiniones de los personajes. Revisemos unos cuantos ejemplos. Dice Fabio, uno de los romanos: «morir por la verdad es triunfar» (Campos Coello, 1871: 12). Más adelante, dice Ignacio, un sacerdote y santo cristiano: «Toda filosofía que no descansa en verdaderos principios religiosos, carece de base, vacila y cae» (1871: 111). Este mismo personaje vaticina aquello que los letrados conservadores del XIX naturalizaron como ley histórica: «–Los siglos pasarán, y las generaciones también: llegarán épocas lejanas, muy lejanas. Entonces no será necesario que el cristianismo se oculte en la cripta para ofrecer su incienso a Dios: profesará su culto a luz del sol, y la cruz, instrumento de ignominia, se verá sobre la corona de los reyes» (1871: 114). Incluso el Papa Clemente aparece en escena para aleccionar a Plácido respecto de su deseo de morir mártir: «–Dios os de tamaña felicidad, hijo mío. Confesar la verdadera fe en presencia de la muerte y el tormento, es la mayor de las glorias. La palma que se conquista tiene un vigor eterno; jamás se marchitan sus hojas» (1871: 129).
Y por si alguna duda quedara sobre la orientación didáctica de esta novela, su autor coloca abundantes notas al pie, para explicar ciertos detalles de la historia sagrada del cristianismo o sus referencias a la cultura latina antigua, o sobre los galos, germanos y celtas que aparecen en escena. Por momentos, Plácido se transforma en un texto sobre la historia y cultura europea antigua. Estos son los límites que demarcan la idea de civilización que tenían Campos Coello y otros autores de esos años. Dentro de ese espacio cultural, cabe todo lo necesario para edificar la nación; fuera de él, no existe nada significativo. Si la novela había de convertirse en un dispositivo de la instrucción pública, lo haría apelando a los temas, autores y estrategias educativas de los europeos. En esa medida, esta obra también constituye un ejercicio de imitación y difusión de los valores de la cultura europea. Opera como un mecanismo de la colonialidad de la época; concretamente, de la dominación de Occidente sobre la cultura de América.
Ahora bien, esta novela fue publicada en pleno auge del proyecto conservador de Gabriel García Moreno, caracterizado por la agitación social y la represión. Por lo tanto, no debería sorprendernos que el autor hable a través de ciertos personajes sabios o piadosos sobre la naturaleza conflictiva del pueblo, y la dificultad que entraña el ejercicio del poder. Si bien no se le puede atribuir a Campos Coello el ser un seguidor de García Moreno, sí que se puede verificar en su obra cierta nostalgia por la estabilidad política y la fortaleza de los Estados nacionales europeos, que conoció cuando fue estudiante en Roma. Antes que ser una queja sobre el carácter volátil de las multitudes, este fragmento describe las dificultades que entrañaba la consecución del proyecto nacional:
¡Oh pueblo! Niño terrible, cuya voluntad cambia como cambia el océano: por la mañana terso y limpio como un pálido mármol; por la noche, una ráfaga de viento le convierte en un espantoso abismo. Hoy has aclamado con entusiasmo a aquel a quien ahora insultas i cuya muerte deseas; hoy has corrido en todas direcciones, exclamando lleno de gozo ¡viva Nerva! Y ahora te agrupas al pie de estos pórticos, vociferando lleno de furor: ¡Muera Nerva! (Campos Coello, 1871: 80-81)
Esta estrategia narrativa se podría describir como una dislocación espacio-temporal. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, este desplazamiento permite al narrador intervenir en las polémicas sobre la constitución del ideario nacional con mucha eficacia, porque le permite referirse a los problemas coyunturales de manera indirecta o figurada y, por lo tanto, le facilita concentrar sus esfuerzos en la consecución de una crítica social trascendental. Esta clase de novelas alcanzan momentos verdaderamente metapolíticos y metahistóricos, a pesar de ceder a la tentación de sumarse al debate coyuntural cada tanto. El otro gran narrador de esta estirpe es Juan Montalvo (Ambato, 1832-París, 1889), cuya novela Capítulos que le se olvidaron a Cervantes, publicada en 1895,6 está ambientada en aquella España del Quijote que procuraba salir del medioevo. La novela de Montalvo no le da la espalda a la reflexión sobre la identidad y el destino nacional, pero lo hace mediante una ficción cuyo espacio y tiempo son una invención de la obra cervantina. Montalvo y Campos Coello hablan del Ecuador, a través de un prisma novelesco. Ambos construyen parábolas sobre la moral y la política.
Sabemos que la tradición hagiográfica se difundió ampliamente en la lengua española mediante numerosos libros, entre los que sobresalieron «el Flos sanctorum de Alonso de Villegas (1588) y el Flos sanctorum o Libro de las vidas de los santos de Pedro de Ribadeneira (1599)» (Carrasco, 2001: 62). La anécdota de la primera visión y conversión del romano Plácido en el cristiano Eustaquio, y la nueva visión que lo confirma como hombre llamado por Dios están descritas con todo detalle en la novela (Campos, 1871: 128, 170), según los parámetros de la tradición religiosa. Si bien Campos Coello no habla de la geografía ni la historia del Ecuador en ningún momento, discute y defiende a través