con operadora si querían comunicarse con el interior, una media docena de máquinas de escribir mecánicas Remington y los cables de los canales de televisión cruzados por todos lados.
Pero también transitaban por allí discretos servicios de inteligencia disfrazados de civiles de saco y corbata. Muchos llevaban alguna demanda encarpetada que, decían, debía ser atendida de urgencia por alguna futura autoridad de la nación.
O personajes insólitos, como aquella mujer que apareció de la nada una tarde de conferencia de prensa con el futuro equipo de energía y planteó con un desborde de palabras que el Gobierno debía ocuparse en forma prioritaria de la canalización y el cuidado del río Bermejo.
En los pisos dieciocho y diecinueve el presidente se había instalado con su equipo e improvisaron como oficinas varias habitaciones. Un salón más grande servía para reuniones de muchas personas y pocos resultados concretos.
Desde temprano transitaba una ronda de gente sin fin, todo el tiempo y a toda hora. En definitiva, el lugar era un verdadero desorden, una kermesse de colegio, y resultaba difícil desarrollar una reunión sin que nadie interrumpiese una conversación por una llamada de teléfono o hiciese alguna consulta, discreta, al oído.
Alfonsín estaba ahora en un cuarto donde transcurría la vigilia más importante de su vida. Eran las 10.20 de la noche de ese 9 de diciembre.
En Buenos Aires un persistente clima cálido, que alcanzaba los 24 grados, anticipaba el infierno de calor del día siguiente como un aviso del verano que vendría. Ese viernes, los cines, que estrenaban Star Wars. El regreso del Jedi, y los restaurantes del centro estaban repletos.
Los teatros se llenaban de espectadores con obras como el musical Calígula y el clásico argentino La lección de anatomía.
El tema de todas las conversaciones de sobremesa y de los cafés de la avenida Corrientes estaba vinculado, obviamente, a lo que ocurriría unas horas después.
El legendario café La Paz, de Montevideo y Corrientes, y que entonces estaba abierto las 24 horas, desbordaba de discusiones. Alfonsinistas de último momento, peronistas de todas las latitudes y militantes de izquierda estaban trenzados esa noche en discusiones feroces, como tantas otras madrugadas en las que ese lugar parecía un foro de la resistencia francesa de la Segunda Guerra Mundial y que convertía a cada soldado en un pretendido revolucionario parlante.
En esas mesas también se acodaban grupos de militantes, escritores y periodistas que habían regresado del exilio desde diferentes lugares y también de sus propios encierros y que, de igual a igual, defendían y detractaban cualquier asunto político que se les pusiese por delante.
A seis cuadras de ese bar, en dirección al bajo porteño, el presidente de la nación electo se disponía a descansar. Ignoró la pila de libros que uno de sus asistentes le había llevado hasta allí unos días antes para que, al menos, tuviese un rato de recreo literario. Proust, Goethe y Chesterton quedarían para otro momento.
En uno de los rincones del cuarto un televisor de imágenes en color, pero en silencio, reproducía por uno de los canales del Estado las secuencias de la película norteamericana Nunca te prometí un jardín de rosas.
Encima de un escritorio pequeño un té, una botella de agua mineral y unas galletas sin sal esperaban a que el huésped de honor estuviera con ganas de comer o tomar algo.
Las indicaciones de su médico eran taxativas con los cuidados que debía tener en cuenta. Durante meses había llevado una vida extremadamente sedentaria por los horarios desordenados y la variedad sin control de sus comidas.
El doctor José “Pepe” Astigueta, su médico personal, estaba preocupado por dos cuestiones. Una vinculada al sobrepeso de un paciente que le gustaba desde siempre comer bien y abundante. La otra preocupación estaba referida a una tendencia marcada de Alfonsín a sufrir presión alta.
Cuando se recostó en la cama doble de esa habitación en suite del último piso del hotel Panamericano, un edificio de dos torres y casi trescientas habitaciones, a muy pocos metros del Obelisco porteño, leyó por encima, como un ejercicio casi automático, los párrafos principales del discurso que debía exponer ante el Congreso de la Nación a la mañana siguiente.
Su secretaria, en otra habitación, ordenaba unos papeles, corroboraba que desde los calzoncillos hasta las camisas estuviesen en perfecto estado y revisaba los documentos personales que debía llevar consigo al otro día a cada lugar donde fueran.
Margarita Ronco, la secretaria, concentraba el manejo de la agenda y de esa forma era la persona con la que casi todos querían quedar bien y evitarse algún disgusto que los dejara fuera del área principal de decisiones.
Ella había llegado hacía unos años a relacionarse con Alfonsín cuando buscaba trabajo en Buenos Aires y de a poco había consolidado confianza, intimidad y afecto.
Los pasillos estaban vacíos, con sus luces de sombras tenues que se proyectaban sobre el piso alfombrado remarcado cada dos metros con rombos, y resonaba por allí un “Viva la Patria”, que en tono firme Jorge Luis Borges le había regalado a Alfonsín cuando fue a visitarlo junto a otros escritores.
Julio Cortázar, otro emblema de la literatura argentina, no tuvo la misma suerte. Había estado en Buenos Aires varios días durante aquella primavera, y no lo recibieron. Margarita, la secretaria, se lamentó, lloró y dijo que la reunión se le había traspapelado.
“Alfonsín no lo quería”, corroboró mucho después uno de sus familiares.
Le achacaban a Cortázar un papel poco significativo, o poco comprometido, cuando desde su residencia en Francia se desentendía de los pedidos de cientos de exiliados que llegaban hasta allí en busca de refugio, comida y trabajo para poder subsistir después del golpe de 1976.
En el hotel, varios custodios comunicados por un aparato portátil de frecuencia policial se distribuían con discreción por las escaleras y los accesos para franquear el eventual paso de cualquier curioso o desconocido.
El protocolo de seguridad se cumplía a rajatabla, aunque para los expertos y los buscadores de desperfectos el sistema podía tener fallas.
Una tarde de fines de noviembre de ese 1983, el sistema de seguridad fue puesto a prueba. Un hombre abordó los ascensores hasta el último piso sin que nadie lo detuviera en la planta baja. Cuando llegó arriba, saludó sonriente, de traje impecable, bien puesto. La custodia no sospechó que el individuo era un colado que solo quería husmear y ver personalmente cómo era el lugar donde se entretejía el futuro poder de la Argentina.
Después de un rato, varios se preguntaron quién era. Nadie lo conocía y un custodio lo interceptó para que se identificara. El hombre, más amable que antes, mostró una credencial cualquiera y lo dejaron ir.
Uno de los testigos se preguntaba, después, sin creer demasiado en las teorías conspirativas, si el asunto había sido una prueba interna para los encargados de la seguridad o una señal de los servicios de inteligencia que avisaban así que todavía podían moverse con impunidad.
Pero la percepción esa noche de vigilia del propio Alfonsín era mucho más inquietante.
−Todavía tenía la sensación −dijo, diez años después, ante dos periodistas que lo visitaban en su casa porteña de la avenida Santa Fe al 1500− de que los militares no nos iban a dejar asumir, de que algo podía pasar. Lo pensé varias veces recurrentemente la misma noche del nueve [de diciembre], que todavía alguna jugada sucia nos podían hacer a último momento.
Ni siquiera lo tranquilizaban las consultas preliminares que sus hombres de confianza habían establecido con la dictadura unas semanas antes para planificar y asegurar los principales puntos de la transición democrática. La fecha que habían elegido los radicales para el traspaso del mando no era casual. El 10 de diciembre era el día de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Los resquemores militares estaban centrados, fundamentalmente, en cómo encararía el Gobierno democrático la revisión de los actos de la represión a partir de 1976.
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